Un gasto excesivo para realizar las elecciones

La realización de las elecciones en sí mismas, más allá de su significado conceptual en una sociedad democrática, se ha convertido en un negocio particular donde una gran cantidad de gente que vive de la política especula con boletas y aportes con el solo fin de hacer un lucrativo negocio.

No es este un año como tantos otros: hay elecciones en distintos niveles del Estado. Entrelazada con una inflación que no cesa y una pobreza que lastima a buena parte de la sociedad argentina, se nos ha dado la posibilidad de definir en las urnas lo que queremos. O, al menos, a quiénes queremos, en una sucesión de sufragios que van desde los municipios hastalas gobernaciones y culminan con una presidencial.

Un lujo de la democracia que quizá las vicisitudes diarias no nos permiten mensurar en todo su esplendor.

Sucede, sin embargo, que toda fiesta, aun las de la democracia, tiene su costo, y el anunciado en este caso por el Ministerio del Interior es de $ 1.715 millones, que será lo que consumirán los 97 partidos y frentes políticos para sus campañas e impresión de boletas exclusivamente para la campaña presidencial, mientras que para el resto de las competencias nacionales (diputados, Mercosur regional, Mercosur nacional y senadores) hay que sumar unos $ 6 mil millones más, con lo que el monto total ronda los $ 8 mil millones.

Este último caso, el de las boletas, es paradigmático por el pleno empleo que concede a las imprentas y el enorme derroche de papel y dinero impuesto por un sistema que nadie parece decidido a reformar, quizá por razones de un notorio claroscuro.

Con todo, la cifra mencionada es apenas la cúspide de un iceberg que queda enmarcado en las leyes que rigen los procesos de esta naturaleza, mientras bajo la superficie se movilizan millones que circulan sin justificación ni origen conocido y con destino menos conocido aún.

Los controles laxos o inexistentes permiten que circulen por estos carriles dineros negros y otros provenientes de los sótanos de la democracia, fondos públicos que se disfrazan en licitaciones y contratos y quizá aportes todavía más turbios.

Demasiadas erogaciones para un país quebrado por enésima vez.

Un buen ejemplo de todo esto es la profusión de sellos partidarios ínfimos que en cada elección se alquilan al mejor postor, a los efectos de monetizar candidaturas y aprovechar las impresiones multimillonarias de votos que se sobrefacturan y se realizan en cantidades menores que las declaradas: es el dinero de todos, que aterriza en los bolsillos equivocados.

Para colmo de males, se vota a destajo: hasta cinco veces (o incluso más) en un año, cuando casi todo podría hacerse en una sola jornada.

Baste para ello recordar que hay países en los que se vota en día laborable y con antelación por correo, lo que reduce al mínimo el costo operativo.

El punto es que nuestra democracia no puede darse el lujo de ofrecer este espectáculo de derroche a la vista de todos los que no fueron invitados a la fiesta pero la pagan a pura desesperanza.

En síntesis, todo esto indica que la realización de las elecciones en sí mismas, más allá de su significado conceptual en una sociedad democrática, se ha convertido en un negocio particular donde una gran cantidad de gente que vive de la política especula con boletas y aportes con el solo fin de hacer un lucrativo negocio.

Nuestra infravalorada democracia merece cuanto menos un acto de contrición, para que dejemos de hacer lo que sea que estemos haciendo con ella.

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