Poesía y poetas de San Rafael - 2° parte

Continuando con la columna del domingo pasado, Marta Castellino analiza la poesía de Carmen Solís Cardell, cordobesa de nacimiento pero sanrafaelina por decisión.

Carmen Solís Cardell, sensible exponente de la poesía espiritual en San Rafael. Foto: Facebook.
Carmen Solís Cardell, sensible exponente de la poesía espiritual en San Rafael. Foto: Facebook.

“Algo me dicta en el oído / voces / algo me habla con / con sonidos / Algo me dice del amor / Historias”

Carmen Solís Cardell. “Mandato”.

En una nota anterior mencionamos dos directrices fundamentales por las que discurre la poesía mendocina contemporánea: esa doble tensión que Celia Lúquez, en “Tendencias y generaciones de la poesía mendocina actual” (1979), distingue al enunciar “dos dimensiones: una marcadamente horizontal, hacia el hombre y la tierra, y la otra de proyección vertical”, claramente espiritual. Ejemplificamos la primera de ella, la de la mirada amorosa al paisaje comarcano, con la obra de dos destacadas poetas sanrafaelinas: María Inés Rodríguez de Loustaunau y Nélida Almécija de Kachurosky, que con sensibilidad femenina y maestría literaria, animan con sus versos un verdadero calidoscopio de paisajes lugareños.

Ahora mostraremos una actitud distinta, que habla más bien de la interiorización del entorno observado y su expresión a través de una imagen nueva, en la que realidad natural y sensibilidad son una y la misma cosa, como leemos en los siguientes versos: “Casi un diluvio fue / esta gota / vientos que arrasan la arboleda / este sonido / algo que floreció /algo que fuimos” (p. 42).

Este poema pertenece a “Ana y otras historias” (2003) de Carmen Solís Cardell, cordobesa de nacimiento y sanrafaelina por decisión y adopción. En efecto, Carmen nació en Villa María y en 1966 se radicó en San Rafael, donde inició su carrera docente como de Danza en el Centro Polivalente de Arte, además de realizar recitales como solista. Ese trabajo le valió en 1975 una distinción del Instituto Cuyano de Cultura Hispánica, en el “Año Internacional de la Mujer” y en 1976, el premio “Flor de Lis de Plata”.

Paralelamente, desarrolló una labor creadora, un “contacto vital con la poesía”, como se lee en la contratapa del libro mencionado, al que se sumó en 2007 otro poemario: “Cristales y fuego”. Recibió premios y distinciones provinciales, como el Tercer Premio de Poesía en el Certamen de Cuento y Poesía de la Fundación “Avon”. Integró asimismo el grupo literarios “Pietas” en la ciudad de San Rafael.

De su personal talante poético, de su capacidad para refractar lo externo a través de propia expresión de mujer sensible, nos habla el breve texto que oficia de prólogo para su libro “Ana y otras historias”: la suya “es poesía que nace de una sensibilidad callada, secreta, protegida de la vacuidad del mundo […] Poesía profunda y cotidiana [que] establece relaciones con cosas que nos son familiares y sencillas y con ello, nos transporta a través de los símbolos que rescata en las esencias, hasta las esencias mismas” (p. 9).

Esas palabras son una perfecta síntesis de la poesía de Carmen; solo podemos agregar algunos aportes personales. Ante todo, resaltar el hecho de que sus poemas entablan con nuestros propios recuerdos y vivencias una extraña relación de familiaridad: se nos antojan -parafraseando a Borges- unos papeles que también nosotros podríamos “haber escrito y perdido” en cualquier tarde soledad, tal profunda comunión que la poeta logra entablar con sus lectores: “En esta soledad / contemplo / sin mirar / el mundo / me gusta más la ventana / con los árboles” (p. 23).

No es ajeno a este milagro de compenetración afectiva el diestro modo en que la autora configura la voz lírica en estos poemas: es tanto un tú que difracta sensiblemente al yo lírico, como un nosotros que nos invita a tomar conciencia de que, de algún modo, “Estamos hechos de seres superpuestos” (p. 20); estos son nuestros ancestros pero también esas “Máscaras” de que inevitablemente nos vamos revistiendo, ese “yo social” que esconde y oprime a veces lo más genuino del ser: “Esta mujer sociable / Esta prolija dama / Este ser / despojado de toda impertinencia […] Este débil reflejo” (p. 36).

Son también esas otras presencias que “Como imágenes entre espejos / desdobladas / perdiéndose en el reflejo / y en los años / […] las que fui / las que sumadas / me crearon / mirando desde el tiempo” (p. 38). O bien, esos otros que hablan de esa paradoja configurada poéticamente en el poema “Imperceptible”: “En este instante / En este segundo imperceptible /alguien nace / y alguien / en una cama / muere” (p. 16).

Es la danza eterna de la vida y del tiempo, de la que solo poseemos el instante y ese destello fugaz es, de algún modo, eterno porque encierra múltiples percepciones, resume la existencia toda: “en este segundo / las avenidas del mundo se iluminan / […] / alguien se va // alguien espera // (en ese instante se nos va la vida” (p. 17).

Precisamente la vivencia temporal, ese gran tema que acucia todo ser humano, subyace a toda la construcción poemática, bridándole el encanto azaroso de lo que es bello porque es perecedero, es decir, está destinado a perecer. Esa fragilidad de todo lo que es, de todo lo que se cree poseer, tiñe de melancólicos interrogantes el devenir humano: “El torrente del tiempo / me ha dejado / frente a esta puerta silenciosa / En ella sé que están cifradas / las preguntas sutiles / las respuestas sabidas / la esperanza / la pena inexplicable / la certeza / de lo que no quisiéramos saber / pero sabemos.” (p. 34).

La “puerta” mencionada representa seguramente la vuelta al origen, a la infancia que -como bien se ha dicho- es la tierra natal de todo poeta: infancia compartida con otros seres queridos, quizás hoy ausentes, en un entorno plácido, revivido por la magia del recuerdo: “el cielo está / aunque no lo miremos / estrellas / luna / inmensidad de enebro” (p. 50).

Y el imperativo de escribir surge como un imperativo de la propia identidad: “Buscando mi rostro / en las palabras / en los espejos de la sangre / […] /La melancólica mirada / La sola soledad de siglos / Las cruces sostenidas por mandato […]”.

Se trata de una poesía existencial, agónica, en la que el sentimiento de las muchas pérdidas que inevitablemente se acumulan a lo largo del vivir, resuenan como en sordina, matizadas por hallazgos expresivos que atañen tanto al plano de las imágenes -bellísimas, sugerentes…- pero también al plano fónico, gracias al empleo de la aliteración (“la sola soledad de siglos”), de reiteraciones y paralelismos que sabiamente potencian el contenido de cada poema.

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