Quino: el maestro que supo dibujar lo terrible con alegría

Arte. El creador de Mafalda es, probablemente, el artista mendocino más conocido en el mundo. Supo crear tiras inolvidables y de una sutileza incomparable.

Joaquín Salvador Lavado, conocido Quino, posa junto a una escultura de Mafalda en el Parque San Francisco de Oviedo (España), en 2014 / AFP
Joaquín Salvador Lavado, conocido Quino, posa junto a una escultura de Mafalda en el Parque San Francisco de Oviedo (España), en 2014 / AFP

Con la alegría de un niño que tiene un juguete nuevo, el padre llega a casa con un envoltorio. Es un regalo, pero para sí mismo. Amante de las plantas, como es, trae en una maceta la que será destinada al living. Su hija lo ve llegar e, intrigada, espera que le saque el papel que la envuelve. Cuando el padre, con una sonrisa de crío frente a un circo, lo quita finalmente, se descubre que se trata de un cactus, tan vistoso como lacerante. La niña, entonces, es la que adopta un rostro adulto y amargo, para comentar: “Ah… ¿Es el monumento a la situación nacional?”.

En esos tres cuadritos, en blanco y negro, dibujados con una precisión genial en la que cabe toda la descripción del párrafo precedente e infinitos matices más, está resumida la maestría de Joaquín Salvador Lavado Tejón (1932-2020), más conocido como Quino.

El arte de Quino, trabajado desde una plataforma a veces tan poco admirada como la historieta, es de esa clase de obras tan brillantes y originales, tan de su tiempo y a la vez eternas y universales, que sólo gracias a ese conjunto inigualable de virtudes puede explicarse justamente la fama global que este mendocino adquirió.

La clave de su popularidad, de su prestigio, la razón de que sea leído (¿se leen solamente las historietas?) cada día por millones de personas, tiene un nombre principal y es el de Mafalda. ¿Qué otro personaje de ficción creado por un argentino puede arrogarse una fama sin fronteras como la de esta niña “picuda”, de una inteligencia sorprendente y que nos hace reír aún con esa sonrisa que no esconde una pátina de tristeza? Difícil encontrar a otro, difícil que una galería de personajes escrita y dibujada durante apenas 10 años tenga una persistencia tan poderosa como la de estos creados por Quino, un dibujante y humorista que partió en su juventud a Buenos Aires y que vivió en muchos lugares del mundo, pero que eligió volver a morir a Mendoza. Como sus Beatles amados, la obra de Mafalda es fulgurante y breve, pero todavía referencial: no hay, después de Quino, ningún humorista gráfico en la Argentina que no lo reverencie, que no lo tenga como maestro efectivo, incluso, que no lo copie, explícita o tácitamente.

Mafalda, la inmortal creación de Quino.
Mafalda, la inmortal creación de Quino.

Tanta genialidad —que Quino (por supuesto) no mostró sólo con ese personaje magnífico, sino también en infinidad de tiras posteriores que publicaciones de todo el mundo le requerían— tiene, además, la particularidad de ser algo así como una rosa nítida en el desierto. Y es que no hay antecedentes tan notables antes que Quino en Mendoza de un “artista gráfico” que tenga tanta relevancia. Sí, luego de él, han venido otros (Chanti entre los más exitosos), pero difícilmente alguno alcance esa relevancia tan poderosa. No nacen genios todos los días.

En su trato diario, Quino era tímido, de hablar pausado y de voz baja, aunque todo lo que dijera, estuviese uno de acuerdo con él o no, tenían la misma convicción esa que su personaje más célebre imponía en cada diálogo dibujado. Una vez, me llamó por teléfono. Yo quería entrevistarlo, pero él estaba en otras cosas: ya retirado, con la visión diezmada y el pulso un tanto tembloroso, al parecer, se veía más bien como un jubilado que podía gozar de lo que tanto amaba: ir al teatro Colón (estaba viviendo en Buenos Aires), pasear, pasar los días con su esposa Alicia. Me llamó por teléfono, decía, cuando no tenía razones para hacerlo. “Quería disculparme, prefiero no hacer la entrevista. Pero quiero agradecerle mucho por su interés”, me dijo, mientras yo no alcanzaba a salir de mi sorpresa y el ruido de la redacción se me hacía un enemigo a batir. No supe qué decir, y él insistió: “Así que, perdóneme. Igual no creo que pueda decir muchas cosas interesantes”. Yo agradecí su llamado y lamenté la negativa. Pero en aquel entonces no le dije lo que ahora sé, lo que ahora sabemos todos: “Todo lo interesante ya lo dejó dibujado, maestro”.

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