Repensando la Argentina frente a la urna electoral

Nada mejor que cuando estemos pronto a depositar el voto, arrojemos una mirada sobre el país que tuvimos para proyectar el país que queremos. Reconociendo, sí, todo lo malo, que nos ha llevado a este presente de decadencia. Pero también tratando de recuperar todo lo bueno que supimos hacer los argentinos, aunque hoy la mayoría de esas cosas estén guardadas en el arcón de los recuerdos, Intentemos, entonces, en este día, abrirlo.

Votando en los viejos tiempos
Votando en los viejos tiempos

Hoy votaremos en un clima de altísimas tensiones económicas y sociales más que políticas, porque las confrontaciones electorales entre los diversos rivales inter e intra partidarios, en esta última etapa. no escapan a la normalidad de todo comicio. Pero donde, a la vez, en lo económico el dólar y la inflación parecen haberse escapado de todo control (por más que se acusen conspiraciones improbables) y en lo social, la inseguridad se expresa con todo furor, con bestialidad inhumana, como ocurrió con el crimen de Morena. Una sociedad que mira estupefacta a un país que por abajo no tiene nada que ver con el de arriba. Y eso se traduce en los sentimientos más encontrados, sentimientos que quizá en estas PASO influyan en mayor proporción que decisiones más meditadas y racionales. Porque hace ya varios meses que la Argentina está bordeando otra vez la anarquía (etimológicamente quiere decir “falta o carencia de un poder público estatal”) con un presidente que ha perdido prácticamente todo el poder del poco que alguna vez tuvo y una vicepresidenta que aún conserva mucho poder pero lo dedica exclusivamente a sus problemas personales, tratando de anular sus múltiples causas y crear un poder judicial paralelo y afín antes que termine su gestión, a la vez que de la política sólo le interesa gestar un bunker de resistencia en la provincia de Buenos Aires. Pero hay dos elementos que han impedido derivar en una implosión como la del 2001: primero, que gobierna el peronismo y a pesar de carecer de conducción, ese partido o movimiento sigue siendo colectivamente la maquinaria de poder más grande de la Argentina y por eso ha encontrado en los parches del ministro Sergio Massa una contención a la implosión que, según muchos peronistas reconocen, hace un año rozó las puertas de la Casa Rosada. Y segundo porque 40 años de democracia han fortalecido las instituciones republicanas a pesar de todo lo que se ha hecho desde ciertas dirigencias por banalizarlas o trastocarlas por variantes populistas.

Tal es, no diríamos en desgobierno sino el “no gobierno” que hasta los candidatos del mismo oficialismo (de los cuales el principal es uno de sus funcionarios centrales) ni se presentan como su continuación, ni como su superación, sino como otra cosa que no tiene nada que ver con él. Cristina, Massa y el peronismo en los hechos ya no reconocen como propio al gobierno de Alberto Fernández a pesar de que ellos fueron sus principales gestores e incluso actores. Una situación anómala por demás que indica el estado de “anarquía controlada” en la que nos encontramos.

Pero lo cierto es que en la medida que nadie, ni siquiera el oficialismo, quiera continuar en nada a este gobierno inexistente, quien gane deberá pensar en girar ciento ochenta grados lo que está ocurriendo en este presente donde todas las variables parecen ir escapando una a una del control de un gobierno que no gobierna. Por lo cual el voto adquiere una importancia inusual porque de alguna manera deberá ser el sostén de un profundo cambio de época.

Hoy tanto los argentinos como el resto del mundo ven a la Argentina como un país fallido, se habla de un largo fracaso que viene desde tiempos inmemoriales (cada uno tiene su propia causa acerca del origen del mal) y que ahora se expresa al desnudo. Pero como de eso se habla todos los días sumidos en este clima de decepciones, broncas e indiferencias crecientes, quizá, ahora hoy que debemos practicar el deber cívico del voto, sería más útil hablar de las cosas positivas que es posible rescatar de la historia política argentina. Que probablemente deberían ser los soportes en los que nos apoyemos para un nuevo nacimiento que sea también un renacimiento. Para eso dividiremos esta brevísima narración histórica en cuatro grandes períodos, exceptuando el tiempo de la última dictadura militar de la cual no hay nada bueno para rescatar.

La etapa preconstitucional (1810-1852)

En esta etapa se forjaron los vicios y virtudes centrales que luego recorrerían la historia nacional a lo largo de dos siglos. Nadie mejor que José de San Martín definió con meridiana claridad el destino del país luego de lograda la independencia nacional y la liberación continental a la que él tanto contribuyó. Allá por 1820 dijo el prócer (según lo cita Carlos Egues en su reciente y brillante libro sobre el pensamiento político de San Martín), hablando de nuestra América toda: “Mi afección particular (hacia el gobierno republicano) no me ha impedido el ver que este género de gobierno no era realizable en América sino pasando por el alambique de una espantosa anarquía, y esto sería lo de menos, si se consiguiesen los resultados, pero la experiencia de los siglos nos ha demostrado que sus consecuencias son la tiranía de un déspota”. Y lo mismo afirmó en particular para la Argentina: “Si dóciles a la experiencia de diez años de conflictos, no dais a vuestros deseos una dirección más prudente temo que cansados de la anarquía suspiréis al fin por la opresión y recibáis el yugo del primer aventurero feliz que se presente”.

El exilio permanente de San Martín fue la demostración más cabal que su profecía se había cumplido triste y enteramente. Ya en ese entonces podemos hablar de dos Argentinas. Una, la sanmartiniana, basada en una concepción continentalista de la nación y en la construcción en América de la nueva España de ideas liberales en contra del absolutismo. Pero lo que a la postre se impuso fue el espíritu de facción por sobre la integración nacional y continental, y ese permanente ir y venir entre anarquía y autoritarismo que jamás nos abandonó del todo. Ni siquiera en el siglo XXI.

La república constitucional (1852-1916)

La Constitución nacional de 1853 pone fin a esa época y aparece otra rotundamente distinta ya que la Argentina se abre al mundo, ocupa el desierto interior, desarrolla sus extraordinarias ventajas comparativas, crea el Estado nacional y en pocas décadas nuestra nación pasa a ser un gran país cercano a convertirse en uno de los importantes del mundo, tanto que en 1910 ya parecía que lo había logrado. Pero, aún en las mejores épocas, secuelas preanunciantes de futuras decadencias ya existían en el entonces modelo de desarrollo económico argentino. El escritor liberal chileno, Mauricio Rojas, que nos ha estudiado con seriedad y profundidad habla de una entrega privilegiada de tierras proclives al latifundio que impidió el sueño sarmientino de su ocupación por parte de pioneros que devinieran pequeños y medianos “farmers” como ocurrió en los Estados Unidos. A esa falla de origen, el escritor socialista argentino, Jorge Abelardo Ramos, le agrega que la brillante generación del 52 y del 80 no pudo o no supo construir una sucesión por lo cual ya entrado el siglo XX el “patriciado” dirigente se transformó en una “oligarquía”, con lo que el extraordinario liberalismo que gestó un nuevo país, casi desaparecería como opción política en la nueva etapa que él mismo ayudó a gestar, la que empieza con el voto universal.

La democracia de masas (1916-1976)

La etapa de la democracia de masas tuvo tres grandes protagonistas: el radicalismo, el peronismo y el partido militar. En vez de mirar hacia el mundo como la Argentina liberal, se miró hacia adentro. Y se protegió más la industria urbana que el desarrollo de valor agregado en el campo. Por eso estuvimos más ocupados en sustituir importaciones que en aumentar exportaciones. Pero así como siempre tuvimos un campo competitivo, no pudimos crear una industria competitiva pese a dignos intentos como el de Arturo Frondizi. Las luchas políticas impidieron la construcción de un sistema político único como hubo en la etapa anterior. Y esa etapa terminó de la peor manera en la década del 70. Sin embargo, en esas largas décadas que cubren la centralidad del siglo XX, la Argentina también tuvo sus éxitos tanto en lo que supo proseguir de lo mejor de la etapa liberal como la ley de educación 1420 como en las nuevas legalidades sociales que permitieron la incorporación a la producción y al consumo de las grandes masas inmigratorias, tanto las que vinieron de afuera como las que arribaron desde el interior del país. Esa Argentina de masas se alejaba cada vez más de la posibilidad de ser una potencia mundial, pero sin embargo se transformaba en el gran país de clase media de América Latina con una capacidad de integración superior e incomparable con nuestros países vecinos. Sin embargo, las debilidades que hemos señalado arriba, con el tiempo se impusieron sobre las virtudes y esta etapa terminó de la peor manera, inaugurando otra donde males desconocidos se apoderaron del país teniendo todos su origen formal (aunque provinieran de males anteriores) en la verdadera década infame y trágica de la Argentina, la de los años 70. Un día de 1975 un ministro de Economía impuesto por un brujo asesino instauró el célebre rodrigazo, hecho fundacional de la hiperinflación que regresaría una y otra vez, en las más variadas formas y en todos los gobiernos posteriores, convirtiendo al gran país de clase media en una creciente fábrica productora de pobres. Por si fuera poco, la otra tragedia de esta ignominiosa década del 70 fue el haber abierto las puertas a la violencia política en todas sus formas, retrocediendo la Argentina al infierno, hasta el retorno de la democracia.

La república democrática constitucional

La democracia de 1983 es un proceso que aún está abierto pero que en unos meses cumplirá 40 años de continuidad ininterrumpida. Con ella, la violencia política prácticamente desapareció de la Argentina pero la pobreza creciente no se pudo detener. Y las advertencias sanmartinianas acerca de la anarquía y el autoritarismo volvieron a ser moneda corriente entre nosotros, una y otra vez. Primero la democracia fue vituperada por sus viejos enemigos intentando el regreso de los viejos golpes de Estado, pero estos ya no tenían vigencia. Con sus bemoles, la democracia vino para quedarse aunque no todos sus integrantes dirigenciales la apreciaran de igual forma y algunos intentaran reemplazar su espíritu liberal y republicano por otro populista y corporativo. Es cierto que esta Argentina no pudo despegar económicamente ni abrirse al mundo como en los tiempos de la generación liberal del siglo XIX ni pudo continuar con la movilidad social ascendente de la Argentina de masas, pero en lo político el sistema sobrevivió a todos los intentos de deterioro interno que debió soportar. Y así llegamos al presente, con la democracia viva y coleando, pero en un estado de preanarquía, con la esperanza de que el voto popular pueda dar inicio a un nuevo ciclo que recupere la mejor Argentina, que también supimos tener. Esa Argentina sanmartiniana enemiga de la idea de facción. Esa Argentina liberal abierta e integrada al mundo. Esa Argentina de clase media incomparable en América Latina. Y esa Argentina que se quedó sin ninguna de las buenas cosas anteriores, pero que supo sostener durante cuatro décadas una democracia republicana que puede ser el punto de partida de una gran reconstrucción si recuperamos el mejor espíritu de las otras Argentinas y eliminamos esta brutal decadencia que nos viene persiguiendo desde nuestro nacimiento, que no nos deja ser esa gran nación que alguna día incluso hasta creímos ser. Pero, como toda democracia que se precie de tal, cada vez que el pueblo vota es una nueva ocasión para permitirnos volver a soñar.

* El autor es sociólogo y periodista. clarosa@losandes.com.ar

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