El problema de la política cultural en tiempos mileistas

Se olvida que la cultura, como aquello específicamente humano en contraposición con la naturaleza, excede lo exclusivamente artístico. Hay, en toda sociedad, cultura científica, técnica, religiosa, incluso política. No se agota en el arte. Por eso irrita cuando los artistas se “apropian” indebidamente del concepto de cultura, reduciéndola a su propia obra.

Muchos músicos del país se manifestaron en contra de la propuesta de Javier Milei.
Muchos músicos del país se manifestaron en contra de la propuesta de Javier Milei.

Estamos viendo en estos días escenas inusuales: las comisiones de trabajo de la Cámara de Diputados sesionando ininterrumpidamente para tratar los diversos capítulos de la ley ómnibus, enviada por el Ejecutivo al Parlamento para ser tratada en sesiones extraordinarias. En los arduos debates se ha observado de todo, desde opiniones de altura a las más rancias chicanas del arte parlamentario. Lo que era de prever si tenemos en cuenta que el proyecto de Milei consta de más de 600 artículos que abordan cuestiones que van de lo fiscal a lo cultural, derogando leyes e institutos y modificando cantidad de normas vigentes.

No se puede negar que Milei ha mostrado tanto ambición como apuro en este tema. Ha mostrado desconsideración hacia la labor legislativa y los legisladores, a los que considera una casta nociva para el país. Milei es un presidente democrático, pero su concepción de la democracia se sustenta en la legitimidad que proviene de los votos. Su legitimidad está en su origen, y en el fin que ha sido su promesa, el compromiso de transformar sus propuestas en instrumentos de gobierno. Por ello, contra lo que la prudencia dictaría, propone a los legisladores un megaproyecto de reformas que contemplan cuestiones de fondo con otras tal vez no esenciales en el marco de la emergencia, y los urge a discutirlas y votarlas en el escaso tiempo de las sesiones extraordinarias. Para Milei, el tiempo dedicado a la política -negociaciones, consensos o, en otras palabras, rosca- debe ser limitado, reducido a dotar las herramientas necesarias para transformar la realidad, para así luego dar paso a la economía. Del gobierno de los hombres, a la administración de las cosas. Típicamente liberal. Pero antes tiene que pasar por el purgatorio de los debates, las disputas, las chicanas, asuntos menores que cede a sus alfiles, que se encargan de las maniobras políticas.

El problema es que el proceso para lograr los acuerdos necesarios para que le aprueben las reformas requiere de plazos que exceden las urgencias presidenciales. Exige dos cosas que el presidente no tiene: paciencia y capacidad para ceder algunas cosas para conseguir otras. Insiste en que el paquete no es negociable, pero en el fondo sabe que las transacciones son inevitables. Incluso, sectores dispuestos a aprobar el proyecto han expresado la conveniencia de dejar algunos temas para las sesiones ordinarias: las cuestiones relativas a educación, cultura y salud, así como los temas políticos y electorales. Esto, a cambio de votar las reformas económicas y fiscales, las más importantes para el Ejecutivo.

Seguramente el aspecto del proyecto que más polémica ha levantado es el relativo a materias culturales. Los artistas y referentes del área invitados al Congreso han criticado las reformas. También han expresado su repudio en las calles, han polemizado en redes sociales con el gobierno, e incluso han propuesto voltear el gobierno, como fue el caso de la repudiable convocatoria del cineasta Adolfo Aristarain.

La dificultad se presenta porque el gobierno propone la desaparición de algunos institutos culturales que dependen para su financiamiento, en parte, del Estado. Es el caso del Fondo Nacional de las Artes (creado en 1958), del Instituto Nacional del Teatro (existente desde 1997), y el Inamu (Instituto Nacional de la Música), que pasarían a ser programas activos en la órbita de la Secretaría de Cultura de la Nación, conservando sus funciones de promoción y desarrollo de las actividades artísticas. Leonardo Cifelli, cabeza del área, en su alocución ante los legisladores indicó que el proyecto está guiado por los valores de “libertad, transparencia, eficiencia y progreso.” El problema, entonces, no es el apoyo estatal a las artes, sino la ineficiencia de aquellos organismos en la asignación de recursos. Cifelli habló de “entes descentralizados enormes, con más puestos de trabajo que funciones concretas”, además de la superposición de organismos con objetivos, tareas y funciones similares. “Nos encontramos con gasto público, no con inversión”, insistió. Algo parecido ha sido propuesto para el Incaa (Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales): la idea es financiar con subsidios del Estado hasta la mitad de cada proyecto, debiendo recurrir el artista a financiación privada para el resto. También se contempla la devolución de lo aportado a los proyectos que no se concreten o no rindan como es esperado. Más polémica es la reducción del financiamiento otorgado a la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares (cuyo origen puede rastrearse hasta la presidencia de Sarmiento en el siglo XIX) y la derogación de la ley de Defensa de la Actividad Librera, que controla y regula los precios de los libros a lo largo del territorio.

Estas propuestas, desde la perspectiva del gobierno, apuntan a una cuestión esencial: la mayoría de esos organismos no sólo implica una erogación del Estado para actividades que se consideran esencialmente sociales, no estatales, que en un contexto de emergencia deben ser reducidas o reformuladas, sino que además han realizado una mala gestión de esos recursos. Se afirma que el porcentaje de los fondos destinados a la promoción de las diversas actividades y productos culturales se ha reducido en beneficio de los fondos asignados al funcionamiento administrativo de dichos institutos. Ergo, se han convertido en kioscos ocupados por la militancia, lo que se potenció especialmente durante los gobiernos kirchneristas.

Estos argumentos, centrados en criterios de eficiencia y que, aunque discutibles, gozan de razonabilidad -en tiempos de emergencia es lógico apuntar los recursos a lo prioritario, especialmente en un país con un 50% de pobreza-, esconden otras cuestiones más profundas que tienen que ver con el concepto que se tiene en nuestro país de la cultura. Sin pretender agotar un tema que no es de nuestra especialidad, podemos sí adelantar algunas cuestiones que pueden aportar al debate.

En primer lugar, suele darse una confusión terminológica al definir la cultura. Cuando en la actualidad se habla de cultura, en general se piensa en el arte, tanto popular como elevado. Se olvida que la cultura, como aquello específicamente humano en contraposición con la naturaleza, excede lo exclusivamente artístico. Hay, en toda sociedad, cultura científica, técnica, religiosa, incluso política. No se agota en el arte. Por eso irrita cuando los artistas se “apropian” indebidamente del concepto de cultura, reduciéndola a su propia obra. Además, al hablar de arte suele hacerse referencia a los artistas, es decir, a aquellas personas que “producen” arte. Y remarco el “producen” porque, en general, se concibe al artista como un “trabajador” de la cultura. Si el hombre se define -o se crea a sí mismo- por el trabajo, como el liberalismo y el socialismo sostienen, es lógico que los artistas sean definidos como trabajadores, ya que toda actividad humana constituye trabajo. Esta condición de trabajador, con toda su implicancia política, implica fundamentalmente que el artista se constituye en merecedor de un salario, al igual que cualquier otro trabajador. El inconveniente es que, por la naturaleza de la obra artística, cuesta determinar quién debe hacerse cargo de remunerarlo e, incluso, de valorar su producto.

Desde el mundo clásico hasta, probablemente, los albores del siglo XX, la solución pasaba por el mecenazgo. Un señor, un aristócrata o un burgués, o la Iglesia, tomaban a su cargo el mantenimiento del artista, a cambio, la mayoría de las veces, del derecho a quedarse con la obra terminada. El problema aparece cuando el Estado Moderno -siguiendo su tendencia a intervenir crecientemente en cada vez más actividades de la vida, invadiendo el ámbito de lo social e incluso la vida privada-, resuelve financiar las actividades artísticas y, en consecuencia, en muchos casos poniendo a sueldo a los artistas. Con al menos dos consecuencias negativas: primero, el arte deja de ser una expresión del espíritu independiente de actividades mucho más prosaicas como las económicas, y la obra de arte se trastoca en producto sujeto a las reglas de la economía, deviene mercancía; y segundo, el artista deja de percibir su actividad artística como un impulso espiritual que conlleva una buena dosis de riesgo, indefinición e incluso contradicción respecto de su sostenimiento material, para transformarse en un asalariado o, peor, en un empleado público. En este último caso, también el artista termina muchas veces obligado a “militar” al gobierno de turno que le paga el salario.

Sin tener en cuenta lo anterior no se logra captar en su totalidad el conflicto desatado con las reformas propuestas en el ámbito de la cultura. Por una parte, resulta razonable que aquellos artistas que han podido desarrollar su actividad gracias al r aporte de las instituciones estatales, muestren su preocupación ante la perspectiva de que el Estado nacional deje de financiar estas expresiones. Librado al interés de los particulares, aducen, el arte quedaría desprotegido, a merced de las reglas del mercado. Es una genuina preocupación general que también involucra una particular: si dejo de percibir el aporte económico estatal, debo salir a buscar otra fuente de financiamiento para mi labor artística. O consigo algún mecenas, particular o institucional, o tengo que depender de otro trabajo que me dé de comer y me permita costear mi arte. O, lo que sería la alternativa ideológicamente consecuente, me acojo a un plan asistencial del Estado que me proteja.

Por el otro lado, el gobierno ha sido claro en sus posturas, ya indicadas: la necesidad de ajustar las cuentas fiscales exige la reducción de partidas innecesarias, entre las que se cuentan los aportes a estos institutos que, además, han demostrado ser ineficaces en la distribución de sus recursos. Además, han sido el coto de caza de artistas y referentes culturales que se han aprovechado de los recursos por su cercanía intelectual y política a los gobiernos de turno, particularmente los kirchneristas. Pruebas de esto abundan; basta con ver qué artistas fueron favorecidos durante los últimos años, por ejemplo, con subsidios para filmar o montar obras de teatro, o con millonarios contratos para actuaciones exclusivas pagadas por presidentes, gobernadores e intendentes. Lo que es seguro es que, además de los criterios de eficiencia económica, Milei y su equipo también han tomado en cuenta la adhesión mayoritaria del mundo cultural y artístico al kirchnerismo, el carácter militante de muchos artistas, así como su indebida “apropiación” de la etiqueta de la cultura. Son y actúan, definitivamente, como otra casta más.

* El autor es profesor universitario en Historia de las Ideas Políticas.

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