¿Peligra la democracia o peligra la rosca?

Tal como era de prever, cuando apenas ha transcurrido un mes de gobierno de Javier Milei, la puesta en práctica de sus políticas ya ha despertado polémicas y resistencias. Si bien lo aconsejable sería tener un poco de paciencia y la cabeza fría, algunos actores ya han optado por hacer clara su postura inflexible tanto a favor como en contra de la administración de Milei.

Javier Milei, presidente de Argentina. (AP)
Javier Milei, presidente de Argentina. (AP)

Hasta ahora, en términos generales, Milei ha hecho lo que de él se esperaba: presentar un ambicioso plan de reformas del Estado y de la economía argentina coincidente con sus ideas libertarias. Se podrá discutir la profundidad y amplitud del programa propuesto entre el DNU y la Ley Ómnibus, pero no se puede negar que es fiel expresión de lo que prometió en campaña –y ya venía repitiendo desde hace años-. En este aspecto, es de destacar la coherencia del presidente en su discurso como candidato y lo propuesto al frente del Estado nacional.

También se debe resaltar su audacia. Se podía pensar, por lo visto al final de la campaña y en la tortuosa formación del gabinete, que el pragmatismo le había ganado la pulseada a la ideología. No ha sido así. Luego de unos tibios anuncios, las medidas tomadas y propuestas revelan que el presidente está decidido a encarar de lleno, sin medias tintas ni dilaciones, su plan de gobierno con el horizonte ideológico libertario que había prometido. Algunos podrán afirmar que hay concesiones a algunos sectores, que no se va a fondo contra el gasto político, que las medidas, en contra de lo que se prometió en campaña, implican un severo ajuste que recae sobre la ciudadanía. De acuerdo. Pero está claro que es lo más disruptivo y radical que se ha puesto sobre la mesa de la política argentina en décadas.

¿Fuerza o consenso?

La pregunta es cómo este ambicioso plan de reformas puede concretarse en normas legales que expresen el consenso de los distintos actores políticos. Todos conocen la debilidad política de Milei, la ausencia de estructura propia que, particularmente en el Congreso, lo obliga a salir a buscar acuerdos. La palabra consenso está en la boca de todos en estos días, inclusive de aquellos que no quieren el consenso con el gobierno. Habría que ver si la decisión y la audacia política del presidente pueden compensar esa debilidad. A priori, no debemos olvidar que el poder político no únicamente se construye sobre negociaciones y acuerdos, sino fundamentalmente con decisiones. Más aún si dichas decisiones cuentan con el respaldo y la legitimidad que otorga el contundente resultado electoral que puso a Milei en la primera magistratura.

El análisis se complica porque necesariamente intervienen valoraciones e interpretaciones que no siempre responden a la realidad de las cosas y, además, exceden el marco de lo institucional y se extienden al de las ideas. Una cosa es la legitimidad de origen, indiscutible en este caso, y otra muy distinta la legitimidad de ejercicio, algo que los modos y maneras del presidente, al menos para sus críticos, parecen poner en duda. ¿No estará acaso el presidente, para algunos, confirmando con sus actos la acusación de autoritario y fascista que él tanto ha negado? Veamos.

Una primera discusión es la que tiene que ver con la constitucionalidad del DNU. En este debate está en juego bastante más que la coherencia del decreto con los preceptos constitucionales. Es evidente que es atribución del presidente emitir decretos ante una situación de necesidad y urgencia, asumiendo así funciones propias del Poder Legislativo. De hecho, todos los presidentes desde 1994 han recurrido a los DNU, y esta práctica no ha despertado mayores reclamos. Lo que resulta más complejo es determinar qué es lo que constituye la emergencia que amerita el ejercicio de atribuciones legislativas por parte del Ejecutivo. Pero si vamos a los hechos, desde 2003 todos los presidentes han gobernado con facultades extraordinarias justificadas en la situación de emergencia. Recordemos, por ejemplo, la amplia solicitud de facultades realizada por Alberto Fernández en ocasión de la pandemia.

Se puede argumentar que el propósito de encarar una reforma del Estado desde una perspectiva marcadamente ideológica –y más si esa reforma responde a premisas liberales, tan denostadas en nuestro país, particularmente en las dos últimas décadas- no constituye una emergencia en sí misma. Dicho de otro modo: la emergencia es una excusa que oculta la puesta en práctica de un proyecto político, más que responder a una crisis que ameritaría el ejercicio de facultades extraordinarias. Pero en esto Milei ha sido claro, y así lo ha entendido quién ha votado por él: el estado en el que se encuentra el país constituye en sí mismo una situación crítica y terminal, que amerita la calificación de emergencia. De allí que, siguiendo el razonamiento, circunstancias extraordinarias requieran respuestas extraordinarias. Y se da la situación particular de que los remedios propuestos para salir de la crisis, de corte marcadamente liberal, coinciden con lo que la mayoría de la población estima como tratamientos inevitables. Pareciera que lo que propone Milei es, en el fondo, la única solución posible, más allá de las ideas que sostienen esos remedios.

Quienes no aceptan esta línea de razonamiento aducen que con estas atribuciones legislativas se está violando la constitución. En consecuencia, defienden la posición que afirma que en es en el Congreso donde deben discutirse y acordarse estas cuestiones, sin cesión de facultades extraordinarias. No hay reformas de fondo que tengan perdurabilidad en el tiempo si no son resultado del consenso de los representantes del pueblo.

Indudablemente, el Legislativo es el poder del Estado más representativo y democrático, ya que concentra la representación popular y las normas que emite gozan de legitimidad porque se presupone que son el resultado de la deliberación y el consenso de aquellos que el pueblo elige para que actúen en su nombre. Ese es un punto que los parlamentarios plantean frente a Milei con bastante razón. No hay una negativa terminante –al menos no en todos- a acompañar ciertas reformas que se perciben como necesarias e ineludibles. Lo que le solicitan al Ejecutivo es que renuncie a lo que ven como la tentación de gobernar obviando al Congreso. Algo que ya se vieron venir cuando el discurso de asunción fue leído frente a la multitud reunida en la plaza y de espaldas a la casa de las leyes.

Pero la lectura que de esta cuestión hace Milei también es razonable. En realidad, en este reclamo lo que se expresa es la exigencia de la casta política de que se respeten los habituales “peajes” que tachonan el proceso de decisión política. ¿Cómo va el presidente a osar saltearse las ventanillas por las que sí o sí debe pasar para que sus políticas de gobierno puedan ser ungidas con el óleo de la legitimidad democrática? La doctrina democrática exige que toda decisión sea expresión de la soberanía popular, y ello sólo es posible por la acción legislativa de los representantes del pueblo. Visto así, Milei es claramente antidemocrático, pero si observamos cuidadosamente, el presidente adhiere a otra concepción de la democracia, aquella que sostiene que lo democrático es la expresión del pueblo mediante el voto, que lo ha ungido a él como presidente. El resto, es expresión de los intereses de la casta política, disfrazados de cínica defensa de las instituciones. No le podemos dejar de reconocer gran parte de razón. En su diagnóstico Milei lo planteó, y sus votantes lo han aceptado: los políticos no sólo no han colaborado con la solución de los graves problemas del país, sino que en gran medida han contribuido a su recrudecimiento.

El problema de la democracia

La llegada de Milei a la presidencia ha coincidido con una fecha simbólica: la conmemoración de los 40 años de democracia ininterrumpida. Dicha concomitancia, sumada a lo que venimos planteando sobre el estilo y los modos del presidente, ha llevado a muchos a sostener que constituye un peligro para la democracia. Su referencia directa a aquellos que lo votaron como fuente de legitimidad; su desdén hacia las instituciones representativas y las distintas “castas” –política, sindical, empresaria, judicial, periodística-; su pretensión de reforma a través de DNU o mediante la asunción de facultades extraordinarias; todo ello abona la presunción de que el presidente tiene una clara vocación autoritaria.

En las últimas décadas se viene repitiendo el discurso que indica que en nuestro país el problema es el enfrentamiento entre la república democrática y el populismo. Se acusó al kirchnerismo de ser un populismo de izquierda antidemocrático, y ahora a Milei de encarnar otro tipo de populismo, libertario, pero igualmente riesgoso para la democracia. Esto es altamente discutible. Si nos guiamos, como ya dijimos, por la tendencia a legislar por decretos, desde Menem en adelante lo han hecho en menor o mayor medida todos los presidentes. Y ninguno fue acusado de antidemocrático. Además, el peligro a la democracia no parece ser, con la actual administración, mayor que el que sufrimos con las tendencias presidencialistas autoritarias de Menem, Néstor Kirchner o Cristina Fernández. ¿O acaso no era más peligroso para la democracia el avance kirchnerista sobre el poder judicial o el planteo de Cristina acerca de la división de poderes, que consideraba una antigüedad del constitucionalismo liberal que debía ser superada? Sería recomendable, es cierto, que el presidente fuera un poco más prudente a la hora de encarar su plan de reformas, amenazando incluso con recurrir a la consulta popular si el Congreso no las aprueba. Pero no es una mayor amenaza a la democracia que las que ya hemos vivido.

El problema está, creemos, en el fetichismo democrático que se ha instalado en nuestro país desde 1983. La democracia debe ser defendida, seguro, pero también deben revisarse sus fundamentos y resultados. En otro lugar hemos escrito que es evidente que la democracia está en deuda, que sus logros han sido escasos a la vista de los niveles de pobreza, exclusión, inflación, desempleo, estancamiento, entre otras cuestiones. Debe rescatarse algo importante: el mantenimiento del orden institucional, incluso luego de crisis como la de 2001, lo que no es poco, pero no alcanza para presentar un saldo positivo. Mucho más si ese orden institucional es el orden de la casta.

La democracia argentina es una democracia loteada, es un sistema en permanente equilibrio inestable. Un conjunto de actores, de corporaciones –o “castas” como denomina Milei-, se han repartido el poder en todos los ámbitos: los políticos, el sindicalismo, los empresarios, los medios de comunicación, los movimientos sociales, los más importantes. Cada uno de esos sectores persigue su propio beneficio, en desmedro del bien común. Como esos equilibristas de circo que hacen sus malabares en una tabla que descansa sobre un cilindro, cada movimiento hacia un lado, al poner en riesgo el equilibrio, obliga a una corrección hacia el otro. Así, el equilibrista se logra mantener en su posición, pero sin avanzar nunca hacia ningún lado. El equilibrio es, en realidad, parálisis. La democracia hoy es un sistema de reparto de porciones de la torta entre esas corporaciones o castas, reparto que se ejecuta habitualmente a través del poder político, pero no es el medio para alcanzar ninguna meta común. El sano principio que concibe a la política como la actividad que permite alcanzar el bien común ha sido abandonado por aquél que indica que es la mejor manera de asegurar los intereses particulares. Lo que históricamente se ha conocido como oligarquía. Y, como ya sabemos, cuando no se avanza en realidad se retrocede.

Milei tuvo un resonante éxito denunciando esta colusión de intereses particulares, sectoriales, que a la larga sostienen y reproducen lo que él ha llamado el “modelo empobrecedor”. De allí su natural desconfianza hacia la política o, mejor dicho, los políticos, como casta regida por intereses particulares. De allí también su búsqueda de atajos que le permitan no tener que recurrir a la “rosca” política, tan denostada. Rosca que fuera defendida en su momento por un digno representante de la clase política, Emilio Monzó, en un artículo periodístico publicado en La Nación en 2018 titulado, justamente, “Elogio de la rosca”. Quien quiera rastrearlo se encontrará con una oda a la política como búsqueda de acuerdos y consensos, de puntos comunes de coincidencia, aunque el autor no dice cuál es la utilidad, cuál es el fin de esos consensos. Son sólo eso, “rosca” y nada más. No es raro que una de las voces que, entrevistada por los canales de televisión, más se quejó por la decisión de Milei de dar su discurso de asunción fuera del recinto parlamentario fuera, justamente, la de Monzó. No es raro tampoco que Milei haya demostrado con su palabra y sus actos un sonoro desprecio hacia los cultores de la “rosca”. Y en esto también le damos la razón.

A cuarenta años de la restauración de la democracia, la llegada de un outsider a la presidencia de la Nación es un dato sintomático. Más aún si vemos que ese “extraño” al mundo de la política profesional accede al poder sin estructura partidaria pero con la impactante legitimidad que le otorga el resonante triunfo en el balotaje frente al candidato del poder. Se ha criticado a Milei su tendencia a poner carteles a todos los demás, acusándolos de ser una “casta”. Paradójicamente, aquellos a los que él pone cartelitos son los que ahora le ponen cartelitos a él, calificándolo de antidemocrático. Antes el antidemocrático golpeaba la puerta de los cuarteles, hoy es el que viene de afuera de la política a poner en jaque al sistema mismo. Y, para profundizar la paradoja, en un sistema democrático que se pone en peligro a sí mismo por la falta de respuestas y soluciones, que a consideración de gran parte de la población se ha reducido exclusivamente a procedimiento para la elección de gobernantes, es el voto popular el que ha llevado a este outsider a la primera magistratura.

Un futuro incierto

Más allá de las lógicas dudas e incertidumbres que su presencia en la Rosada despierta, debe destacarse que, hasta ahora, Milei ha hecho –o propuesto- casi exactamente aquello que prometió en la campaña. Además, también debe remarcarse que ha tenido una virtud poco habitual en política: la sinceridad. Me refiero a que en ningún momento ha dejado de indicar el estado calamitoso en que se encuentra el país, sin endulzar el diagnóstico para mitigar el impacto de sus medidas de gobierno. En ese sentido, ha descorrido el telón de retórica, mentiras y promesas tan propio de la política profesional y ha mostrado la cruda realidad, dejando expuestos los kioscos corporativos que tienen loteado el país. Lo que no es poco. Queda esperar, primero, si sus propuestas de gobierno son acompañadas por los diversos actores políticos y sociales, lo que hasta ahora, vistas las marchas, anuncios de huelgas y críticas desde la política, está en duda. Y, segundo, si las soluciones propuestas a los problemas diagnosticados, son las que funcionan. Habrá que armarse de paciencia.

* El autor es profesor universitario de Historia de las Ideas Políticas.

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