Cuyo en revolución

Las diminutas elites cuyanas insertas en una sociedad conmovida por las promesas de libertad y las guerras de revolución, habían resuelto tomar el destino en sus manos para organizar un gobierno propio que no era pensado como átomos escindidos, sino en reunión con otros pueblos o soberanías equivalentes.

Festejos en Mendoza por el Centenario de la Revolución de Mayo de 1810 (foto de 1910).
Festejos en Mendoza por el Centenario de la Revolución de Mayo de 1810 (foto de 1910).

La formación de la Junta Provisional erigida a nombre de Fernando VII en Buenos Aires el 25 de mayo de 1810 dio lugar a innovaciones políticas e institucionales destinadas a afianzar el nuevo poder en la ya corroída geografía del virreinato rioplatense creado en 1776. Dicho propósito incluyó diversas medidas: aseguró la obediencia del Cabildo, de la Audiencia y del virrey destituido; invitó a los pueblos del interior a enviar sus diputados para integrar el cuerpo colegiado erigido en nombre del rey cautivo, y convirtió a las milicias criollas en fuerzas auxiliares de la Revolución. Pero si en un comienzo la elite porteña creyó que la iniciativa política iba a despertar idéntico entusiasmo en el interior virreinal, bien pronto sus pretensiones se vieron frustradas. La “retroversión de la soberanía a los pueblos”, el argumento conforme a derecho que había dado lugar a la formación de la Junta de Mayo configuró un mosaico de soberanías territoriales sobre el cual habrían de gravitar antiguas y nuevas rivalidades de las ciudades cabeceras de intendencia entre sí, y entre éstas y sus subalternas.

La Gobernación de Córdoba del Tucumán constituyó un capítulo central de ese atribulado proceso. Al respecto, vale tener en cuenta que la jurisdicción había sido creada en respuesta al reordenamiento territorial y administrativo dispuesto por los ministros del rey Carlos III con el fin de afianzar la autoridad de la monarquía y de sus leyes en las Indias españolas. En ese marco reformista que afectó a todo el imperio, Córdoba contó con el privilegio de oficiar de capital de la flamante jurisdicción, y colocó bajo su égida a las ciudades de Mendoza, San Juan, San Luis y La Rioja. El liderazgo cordobés no constituía ninguna sorpresa en cuanto cumplía un rol fundamental de la intermediación mercantil entre los circuitos altoperuanos, las comarcas andinas y el amplio hinterland de Buenos Aires. A su vez, Córdoba se había convertido en sede del Obispado, y de establecimientos educativos de relieve que la distinguían en el interior virreinal e incluso de su capital. En cambio, las ciudades subalternas contaban con menor población y compartían un patrón productivo subsidiario que acusaba el impacto de la competencia de bienes importados (sobre todo de vinos y tejidos de origen europeos) a raíz de la libertad de comercio decretada por el último virrey en 1809. A esas tensiones se sumaban otras en tanto el giro institucional borbónico a favor del liderazgo cordobés había despertado el malestar de las elites cuyanas, abroqueladas en sus cabildos, por lo que aspiraban romper con la dependencia de la ciudad mediterránea con el fin de obtener beneficios o privilegios reales.

De modo que los sucesos porteños introdujeron una situación inédita en la jurisdicción y develó sin matices el peso de las ciudades subalternas en la puja por reconocer o rechazar el nuevo gobierno erigido en la capital. Así, mientras el gobernador intendente, J. Gutiérrez de la Concha, y un grupo de personajes de amplísimo influjo en el cabildo y las milicias locales entre los que figuraba Santiago de Liniers, el héroe de la reconquista y defensa de Buenos Aires durante las invasiones inglesas, quisieron frenar el movimiento pergeñado por los partidarios de la “independencia”, el debate y las decisiones tomadas en Cuyo fueron relevantes a la hora de bloquear el plan contrarrevolucionario acunado en Córdoba por el que sus cabecillas fueron condenados a muerte en Cabeza de Tigre.

Todo transcurrió en pocas semanas. Más precisamente entre el 6 y el 23 de junio para cuando el pliego de la Junta y la circular que invitaba a elegir un representante para integrar el nuevo gobierno fueron discutidos en cada cabildo cuyano junto a la orden del gobernador intendente de rechazar la iniciativa, y prestar auxilios de guerra para enfrentar las tropas porteñas para doblegar la voluntad de los definidos ya como “insurrectos”. El intercambio de oficios y notas del cabildo de San Luis a la Junta, al cabildo de Buenos Aires y a la máxima autoridad de la jurisdicción verifica el latido de las negociaciones y cálculos realizados por los cabecillas del ayuntamiento, y un vecindario que incluía a propietarios distinguidos de las campañas munidos todos de cargos en las milicias quienes activaron el control de poblaciones lindantes a la frontera cordobesa. Pero la cautela ensayada por los puntanos sobrevivió hasta el 23 de junio cuando se conocieron los acontecimientos ocurridos en Mendoza. Los mismos habían gravitado a favor de Buenos Aires, y no de la autoridad cordobesa, a raíz de la movilización liderada por los reunidos en el “partido patriota”, que incluía entre otros vecinos beneméritos, al presbítero Lorenzo Guiraldez y dos mendocinos que habían luchado contra los “impíos” ingleses en el cuerpo de arribeños: Manuel Corvalán y Bruno Morón. Un proceso semejante se vivió en San Juan, donde el cabildo y los delegados de las villas de Jáchal y Pocito se pronunciaron a favor de la Junta.

Con ello, y como quedó registrado en las páginas de La Gaceta editada por Mariano Moreno, la adhesión de los pueblos cuyanos al gobierno de la revolución no sólo se fundaba en el cálculo u oportunidad de sostener el flujo mercantil con Buenos Aires, y los lazos entrelazados ante la invasión de los ingleses del pasado reciente. La “unión y uniformidad de sentimientos” de los cabildos con la capital, a su vez, incubaba la vieja aspiración de abandonar la tutela cordobesa a la que accedieron en 1813 para cuando la revolución había radicalizado su curso de la mano de los hombres de la Logia Lautaro, sufría derrotas militares en las provincias altoperuanas, litigaba con erradicar el poder español de Montevideo, debía pactar con las parcialidades indígenas del sur para defender sus fronteras y asistía como podía a los patriotas chilenos en la guerra contra las fuerzas enviadas por el virrey Abascal desde Lima que había conseguido el apoyo de caciques y mocetones indígenas de Concepción y más allá del Maule.

Para entonces, la pedagogía patriótica revolucionaria nutría la agenda del gobierno de la capital, y de los cuyanos a través de una activa política de propaganda propiciada por funcionarios y clérigos que defendían el “sagrado sistema de libertad” desde el púlpito o el confesionario. En ese contexto, las celebraciones del cumpleaños de la Patria y los triunfos militares cosechados en el indefinido mapa de las Provincias Unidas del Sud cobraron vigor, periodicidad y en Buenos Aires adquirió monumentalidad mediante la erección de una pirámide alegórica. Los pueblos cuyanos no estuvieron ausentes de la fiesta revolucionaria. En 1811 la Junta subalterna de Mendoza dispuso carreras de caballos para evocar el primer año de la Revolución. Al año siguiente hubo que suspender los festejos porque se descubrió que un grupo de negros libres y esclavos planeaban una conjura para exigir la carta de libertad e integrar los ejércitos de la Patria. Pero poco después el homenaje patriótico se realizó en la Iglesia Matriz al conocerse la noticia que el español peninsular Martín de Álzaga y sus secuaces habían sido ajusticiados y sus cadáveres expuestos en la vía pública. A su vez, el éxito de Belgrano en Tucumán fue celebrado con todo el boato de rigor, aunque sería el anuncio y los preparativos para la reunión de la Asamblea General Constituyente de 1813 que prometía declarar la independencia de las Provincias Unidas donde las fiestas cívicas obtuvieron mayor relevancia. Para entonces, el cabildo sanjuanino ordenó iluminar las calles y el edificio del ayuntamiento para celebrar “la gloriosa instalación de nuestro Gobierno” con el fin de unir voluntades, “dispersar la discordia” y que sólo se oyeran voces que expresaran “Viva la Patria, odio eterno a la Tiranía peninsular”. Pero sería sobre todo el argumento vertido por el ayuntamiento de San Luis el que expondría de manera contundente la asociación exclusiva y de ningún modo ambigua del cambio político inaugurado con la revolución porteña y asumido como propio por los pueblos cuyanos: “Si en los anales de nuestra historia es memorable el 25 de mayo de 1810, por haberse dado principio a nuestra gloriosa revolución, no debe serlo menos el 31 de enero de 1813 por haberse constituido y reconocido en esa capital, la soberana representación de las Provincias Unidas, que tantas veces se ha disuelto, antes de entrar en el ejercicio de sus respetables funciones”.

Y sería justamente esa veloz mutación semántica y política la que expresaría la manera en que las diminutas elites cuyanas insertas en una sociedad conmovida por las promesas de libertad y las guerras de revolución, habían resuelto tomar el destino en sus manos para organizar un gobierno propio que no era pensado como átomos escindidos, sino en reunión con otros pueblos o soberanías equivalentes para lo cual debían poner en marcha los mecanismos de representación de la comunidad política que pretendían fundar. A esa altura, casi nadie advertía los enormes desafíos que la nación imaginada habría de enfrentar en las décadas siguientes.

* La autora es historiadora del INCIHUSA-CONICET y UNCuyo.

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