La chica de la perla

Cuarta entrega de la serie "Cuentos inéditos mendocinos", que publica cada domingo Los Andes.

La chica de la perla
La chica de la perla

Llevaba menos de una semana trabajando en el servicio de limpieza del museo cuando un chistido me rebotó en el hombro. Al principio creí que se trataba de mi propia escoba suspirando contra el suelo (¿qué otra cosa podría ser, acaso, a esa hora desértica y silenciosa?) pero ni bien dejé de barrer, el chistido se repitió, poniéndome en alerta. Por momentos llegaba solo, por otros se mezclaba con una delicada risa, un risa pequeña, tímida, infantil. 

De sala en sala seguí a aquel sonido con la cautela de quien persigue a un animal por el bosque. Doblé dos pasillos, crucé la Sala Azul… y la vi, La chica de la perla, de Vermeer; era ella quien me llamaba. 

Me acerqué a su rostro con temor. La miré fijo, muy de cerca, y ella me devolvió la mirada. De pronto dijo sonriendo:

–Guapo.

Di un respingo. Sí, a mí, guapo, así me llamó.

Juguetona, se burló de mi asombro y del rubor en mis mejillas. Bajé la cabeza e instintivamente me miré la punta de las zapatillas, como hago siempre que me gana la timidez. Algo me obligó a levantar la cabeza justo en el momento en que ella soltaba un nuevo chistido; se tapó la boca con su manito rosada al verse descubierta. ¡Si no era más que una chiquilla, igual que yo! De a poco me acerqué, la tuve en esa primera noche tan cerca que hasta pude ver los más pequeños vellos de su rostro, su piel perfecta y esos ojos de carbón, esos ojos suyos, tan únicos, los ojos más encendidos de todo el museo.

Ese fue el comienzo de nuestro amor. Confieso que, a los 19 años, la que iniciaba esa noche era para mí la primera relación con una chica. Estaba, pues, decido a honrarla. Todos los días llegaba al museo unos minutos más temprano que el día anterior, limpiaba aquellas otras salas con premeditado descuido, a toda velocidad y me ocupaba muy bien de ignorar a las demás bellezas, aun cuando, desde sus marcos dorados, me arrojaban ahora sus más descaradas insinuaciones. 

Mientras tanto, ella, mi chica, no dejaba de insistir cada noche con sus chistidos obligándome a apurar mi visita. Y yo la dejaba hacer, halagado por la atención que me brindaba. Una vez simulé ignorarla durante un buen rato y, oculto detrás de una columna, me dediqué a observarla. Sonreía. Se había sacado la perla de la oreja y la hacía girar entre el pulgar y el índice, meneando la cabeza hacia uno y otro lado con la gracia de una niña que aprende a bailar. Bastante rato estuvo haciendo aquello, ensimismada en la blancura de su perla, intentando paliar un aburrimiento de siglos. Cuando pareció cansarse, volvió a colocársela en la oreja izquierda, bostezó y retomó los chistidos. 

Nuestra relación se volvía cada vez más perfecta. Ella era, lo sabía, el amor de mi vida. Un día me sorprendió con una pregunta:

–¿Quieres darme un beso?

¡Había pensado tantas veces en ese momento, lo había deseado tan locamente! Me acerqué, tímido.

–¡Vamos, no dudes tanto! ?dijo impaciente, con un tierno mohín.

Tenía razón en impacientarse, ese beso, el primero, sería algo que recordaría toda mi vida y no quería hacerlo mal, por eso me tomaba mi tiempo.

–Ja, ja –se burló–, ¡tantos remilgos! ¡Si es sólo un beso! Pareciera que nunca has dado uno antes.

Aquella risa me dolió en lo más profundo. Ella lo había arruinado todo. ¿Qué había querido decir con eso? ¿Se habría dado besos con cada uno de los que barrieron el museo durante todos estos años, acaso? Tomé mi escoba, apagué la luz y me fui. Ella chilló para hacerme volver. Yo sabía que detestaba quedarse a oscuras, siempre decía que la noche se le hacía interminable en la oscuridad.

Al día siguiente la ignoré, mirándola con disimulo de tanto en tanto. Barrí y me retiré sin siquiera limpiar los marcos de su sala. Ya me iba cuando, antes de apagar la luz, escuche su voz trémula, apagada casi:

–¿Me disculparías? ¿Me disculparías… por favor? Por favor… mi amor.

Era lo que estaba esperando, que me regalara aquellas palabras de arrepentimiento. Me arrojé a sus labios como un enfermo, como un sediento la besé bebiéndomela entera. Esos labios húmedos, semiabiertos, respondieron esa noche a todos mis requerimientos. 

No sé cuánto pudo haber durado aquel beso, que no fue uno, sino un millón, pero disfruté cada contorsión de mi lengua con la suya. Sólo me separé de ella después de hacerla jurar que continuaríamos aquella danza durante la siguiente noche. Y la siguiente. Y las de toda nuestra vida.

Al otro día, al presentarme a trabajar, dos hombres me tomaron de los brazos y me encontré de pronto en una helada oficina. Lo llamaron vandalismo. Vandalismo, repitieron; perversión, agregaron. Demencia. Las cámaras lo habían visto todo, me lo mostraron, tuve que verlo. ¿Qué había de malo? Una chica y un chico amándose, eso había sido todo, respondí. Alguien hizo una llamada y la oficina se llenó de uniformados. 

No me he sentido bien desde entonces, señor Juez, cómo sentirme bien sin ella, cómo ser yo otra vez. Si tuve tanto y tengo tan poco... si ni siquiera me permitieron verla una vez más para despedirme.

Cada noche, en mi celda, irremediablemente solo, saco de mi bolsillo su regalo. Y hago girar sobre mi palma como un trompo, ensimismado, la perla que quiso darme en prueba de su amor después de los besos. La hago jugar entre mis dedos y la beso, tal como aquella noche la besé a ella.

La imagino, mientras tanto, presa del desconsuelo, sus chistidos rebotando en vano en el museo, recostada sobre una mesa fría del subsuelo donde reconstruyen pacientemente su boca y vuelven a pintarle la perla que le falta a su oreja.

(*) Fernanda Rodríguez Briz (nacida en Buenos Aires, en 1969) es egresada de la Escuela Nacional de Bellas Artes y Bibliotecaria universitaria. Reside en Mendoza, Argentina desde 2012. Ha coordinado talleres de escritura para adultos y niños. Sus cuentos han obtenido premios en el ámbito local y nacional y se han publicado en diversas antologías. 
Su libro De las cosas que pasan obtuvo el Primer Premio en el Certamen Literario Vendimia, Mendoza, 2017. En 2018 publica Adán, Eva, la serpiente y el jefe. Su libro Los niños rotos obtiene Segundo premio en el Certamen Literario San Juan Escribe – Jorge Leonidas Escudero 2018.

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