The Division Bell: el testamento de belleza de Pink Floyd cumple 30 años

Hace tres décadas, la célebre banda inglesa editaba este hermoso disco que significó, en la práctica, su despedida.

Richard Wright, David Gilmour y Nick Mason, el trío que grabó "The Division Bell".
Richard Wright, David Gilmour y Nick Mason, el trío que grabó "The Division Bell".

La campana de división es la que suena en el parlamento británico cuando va a llevarse a cabo una votación. Representa, digamos, “la hora de la verdad”. Esa es la hora que enfrentó Pink Floyd en 1994, cuando publicó el que es su verdadero último álbum de estudio como banda en actividad y que lleva por nombre The Division Bell.

No era un momento cualquiera: ya entrados los 90 y con el fin de siglo a la vista, el grupo, ciertamente, no era lo que había sido, por muchas razones. Tras el elogiado y piscodélico disco debut, en 1967, la banda había tardado un poco en sobreponerse a la salida de su líder, Syd Barrett, asediado por sus problemas de salud mental. Con el ingreso de David Gilmour, el reparto de roles en las voces y el aporte compositivo de todos los miembros de la formación (Roger Waters, Richard Wright y Nick Mason), más el progresivo protagonismo de Waters en el liderazgo, el grupo británico había alcanzado su cúspide en los 70, con el disco Dark Side of the Moon como joya de la corona.

Sin embargo, el éxito, el dinero, las giras abrumadoras y el propio tiempo habían producido un desgaste, y luego de esa otra joya llamada The Wall, todo se había precipitado: el despido de Wright, un disco de Waters firmado por la banda (The Final Cut) y, al fin, la salida de este de la banda.

Creyó Waters, en ese momento, que sin él Pink Floyd estaba enterrada. Sin embargo, al parecer, su partida imulsó a Gilmour y a Mason a seguir adelante y, tras dolorosos procesos judiciales, publicaron bajo esa rúbrica el álbum A Momentary Lapse of Reason, en 1987.

Portada del disco, diseñada por Storm Thorgerson. Es la fotografía de dos esculturas metálicas gigantes que representan a dos cabezas enfrentadas.
Portada del disco, diseñada por Storm Thorgerson. Es la fotografía de dos esculturas metálicas gigantes que representan a dos cabezas enfrentadas.

Siete años más tarde, Pink Floyd ya había recuperado a Wright para la banda y eso renovó los bríos, lo cual permitió que el 28 de marzo de 1994 (es decir, 30 años atrás) publicaran The Division Bell, tal vez el mejor álbum de la banda desde The Wall. Era, decíamos, la hora de la verdad, porque tras la gira de presentaciones, el grupo no volvió a existir como tal. Sólo la excepcional reunión de 2008 en el Live Aid para un puñado de canciones en vivo (con el mismo Waters en la formación) pareció renovar las esperanzas, que fueron destrozadas con la muerte de Wright. Ni siquiera la aparición, en 2014, de The Endless River (disco con retazos grabados en las sesiones de The Division Bell y una canción nueva), ni algunos arrestos extraños (un tema firmado por Pink Floyd en 2022 y motivado por la guerra ruso-ucraniana) consiguieron el prodigio de que una de las bandas más grandes de la historia del rock volviera al ruedo.

Con todo, The Division Bell es, sin dudas, un magnífico testamento. La vuelta de Wright, el trabajo en las letras de Polly Samson (novelista, esposa de Gilmour) y un trabajo de producción notable de Gilmour y Bob Ezrin pueden anotarse en las razones de ese logro. El tema de la incomunicación atraviesa conceptualmente toda la placa, y esa directriz está perfectamente resumida en la magistral portada diseñada por Storm Thorgerson, diseñador de las mejores tapas del grupo, quien montó dos gigantescas esculturas metálicas de Adam Hypes y John Robertson, basadas en un dibujo de Keith Breeden, en un campo que deja ver al fondo la catedral de Ely.

La incomunicación puede ser el motivo conceptual, sin embargo, el cincel que modela gran parte de las letras del disco de 1994 es la sombra de Roger Waters, a quien van destinados varios dardos y versos dolidos en canciones como Poles apart (“Pensé en ti y los años / y toda la tristeza se alejó de mí / ¿Y sabes qué? / Nunca pensé que ibas a perder esa luz en tus ojos”), o Lost for words (“Estaba estancado perdiendo el tiempo, / atrapado en un caldero de odio, / me sentía perseguido y paralizado / y pensaba que todo lo demás tenía que esperar”).

Si el despecho fue el combustible, hay que agradecerlo, porque dio a luz canciones tan inspiradas como las mencionadas, pero también What do you want from me? (con notables solos de guitarra de Gilmour, basados en una canción de su primer disco solista), el instrumental Marooned (que le deparó el único Grammy de toda la trayectoria a Pink Floyd), el notable Keep Talking (con la voz procesada de Stephen Hawking como leit motiv), el luminoso Take it Back (con guitarras al estilo U2), el hipnótico Wearing the Inside Out (tema compuesto y cantado por Wright, en su primera intervención vocal para la banda desde 1973) o el monumental tema de cierre, High Hopes, donde la dupla lírica Gilmour/Samson parece repasar los mejores años vividos, incluyendo la etapa con Waters, y versos como “La hierba era más verde, / la luz era más brillante, / con amigos alrededor / de las noches de maravilla”).

Sería ocioso mencionar todas las canciones del disco, aunque lo merecieran por el nivel indeclinable en la hora que demanda la escucha de The Division Bell. No resulta vano, sin embargo, recordar que en su momento fue recibido como un “mero producto de la avaricia”, o un “combinado pobre de rock progresivo y new age”. Pero la campana de la división, la hora de la verdad llegó. Dice el adagio que la verdad es hija del tiempo, y hoy, tres décadas después, la belleza del disco parece ese cauce del que hablan los versos finales: “el río eterno / por los siglos de los siglos”.

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