Representaciones de Malargüe en la literatura mendocina - Tercera Parte

Marta Castellino continúa analizando los temas que son recurrentes en las letras malargüinas, en este caso la presencia de los pueblos originarios y algunos mitos derivados.

Malargüe es escenario de mitos y leyendas pocos conocidas. Foto Ignacio Blanco
Malargüe es escenario de mitos y leyendas pocos conocidas. Foto Ignacio Blanco

“Tierra de montes, cerros y llanos. Tierra que prometía la tranquilidad esperada, donde el pánico parecía estar lejano. Tierra azotada por vendavales, chaparrones y sequías. De ocasos y auroras. De aguas chapaleantes e hirvientes. De cerros con cascadas murmuradoras en sus laderas. De tempestades aulladoras y de truenos bramadores. De vientos silbantes y llores”.

Norberto Hugo Bommencino. ”Hojas al viento”

Tal como la evoca el escritor malargüino Norberto Hugo Bommencino en su novela, Malargüe es tierra de contrastes: “Tierra donde pastaban baladoras cabras y corderos. Donde los pájaros gorjean entre las jarillas y los molles, confundiéndose con el cuchichear de las perdices y el chillar de los zorros”. Y a esta visión bucólica se suma la presencia humana: “Tierra de noches con encendidos fuegos crepitantes. De gallardos indígenas, que en medio de melosas, solupales y coironales, establecieron sus tolderías” (1997, p. 64).

El poblamiento indígena de la zona (pehuenches, puelches y tehuelches) es reiteradamente aludido por los escritores, aunque en tonos diferentes, como veremos. En primer lugar, Alfredo R. Bufano (1895-1950), dedica uno de los “romances” de su libro “Mendoza la de mi canto” (1943) a celebrar a su modo la épica de la raza pehuenche: “Sobre tu potro de espumas / venías al trote largo. / Negra chaqueta ceñía / tu reciura de alpataco […] Tu nombre sonó en mi oído, / Llanquinao / con algo de quisco y bosque / y de hondo río cumbrano, / con algo de nazarenas, / de boleadoras y lazos, / de galope en el desierto / y de Zonda entre quebrachos. / Sentí que la patria entera / pasaba, ardiente, a mi lado, / con resonancia de chuzas / y música de sablazos” (“Poesías Completas”, 1983, Tomo III, p. 919).

La compenetración del indígena con su tierra es puesta de manifiesto por la enumeración de topónimos a la que recurre el poeta: “Desde el Atuel a Barrancas / se alargan tus grandes pagos; / cazador en Llancanelo, / remesero en El Sosneado, / duro labriego en Malargüe, / balsero en el Colorado, / y en Ranquilco y en Chihuido / peludo en hoyos del diablo / que oro dan al que está lejos / y un mendrugo al que está abajo” (ídem, p. 920).

Explotación y desposeimiento: tal la suerte del habitante originario: “Para ti digo estos versos, / indio errante y solitario, / a quien tan solo le quedan / su cuchillo y su caballo” (ídem, p. 921).

Por su parte, Fausto Burgos (1888-1953), oriundo de Tucumán pero radicado en San Rafael, también deplora su casi total extinción, en el cuento “Los Goyco”, de su colección de ambiente mendocino titulada “Nahuel” (1929): “¿Indios? ¿Indios de raza pehuenche, aquí? […] Ya no los hay; digo que habrá tres o cuatro… […] Yo he recorrido tierras y tierras hasta el soberbio salto del Nihuil, he trepado montes y solo vi unas piedras pintadas y conocí a dos indios que se llamaban Goyco” (pp. 87-88).

A esos hallazgos arqueológicos se refiere también en otro cuento de la misma colección, precisamente el que le da título, y que es un vocablo indígena que significa “Cara de tigre”: “Arriba, sobre la cuesta, una gruta tamaña; cuentan que dentro de ella hay esqueletos indianos y flechas y boleadoras y tinajones pintados. Lo cierto es que en este cerro, uno de los que forman la cadena del Atuel, se atrincheraron los bravos pehuenches” (pp. 7-8).

Por su parte, Juan Draghi Lucero, a partir de un topónimo, el del Cerro Tinguiririca, ubicado en las proximidades de Valle hermoso, recupera una curiosa leyenda que solían contar los viejos puesteros del sur y que habla de una raza de indios de ese nombre, de muy reducida estatura y que vivían aislados en cuevas existentes en la cordillera. Estos enanos eran mineros, ya que se dedicaban a la recolección de pepitas de oro que utilizaban para hacer balines destinados a sus huaracas u hondas de revoleo, por ser el mineral más pesado. Por eso eran muy temidos por los indios puelches, ya que tenían muy buena puntería. Por esta razón, las tribus enemigas se vieron obligadas a construir altas paredes de piedra que los enanos no podían saltar. Durante el invierno, los tinguiriricas vivían en una población subterránea.

La recreación que de ellos hace el narrador mendocino no está exenta de humor y ternura, aludiendo hiperbólicamente, en primer lugar, a su corta estatura: “[…] eran, pero ¡tan chiquitos! que, bien parado y hasta estirándose en el más extremoso empinarse, uno de los más altos no llegaba ni a la rodilla de cualesquiera de nosotros” (en “Los tinguiriricas y otros cuentos”, 1998, p. 8).

Detalla luego sus costumbres y habilidades: “Como dueños y señores del Valle Hermoso es de saberse que se defendían de los pícaros indios y más que picantes mestizos […] Ellos, los pobrecitos, se obligaron a vivir bajo tierra. Tal contingencia los hizo tener inclinaciones mineras y tanto, que llegaron a descubrir ricas minas de oro […] en sabiendo que para trabajar minas hay que hacer socavones, pillaban a los quirquinchos más grandotazos, les hacían cosquillas en la panza y agarrándose de la cola de estos incansables cavadores, iban pegaditos a ellos en el hacer de galerías bajo tierra” (ídem, pp. 9-10).

Ningún aspecto de la vida cotidiana queda sin sufrir adaptación al tamaño de estos ingeniosos pequeños: “A los pericotes coludos los habían amaestrado hasta hacerlos oficiar de perros guardianes ¡y muy sentidores que eran, y bravísimos para ahuyentar a los ladrones y rateros de la noche” (ídem, p. 14). Utilizaban yuntas ¡de vizcachas! para arar sus chacritas y las comadrejas eran sus vacas. Además, “¡jinetazos eran! Y se floreaban con los escarceos de sus cabalgaduras […] Muy acomodadas a sus medidas tenían por caballos ¡a las liebres!” (ídem, p. 10).

También se valían de todo lo que les brindaba la naturaleza: “Y no se avancen a preguntarme si tenían viñas para la preparación del vino. ¡Ni las necesitaban! Acudían a la fruta del piquillín, bien madurita, que pisaban en sus lagares de cuero, las hacían fermentar en sus tinajerías y se hacían del más rico vino de los que haya conocencia” (ídem, p. 13).

Historia, fantasía y humor confluyen, como vemos, para darnos idea del antiguo poblamiento de estas tierras

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