El gasto público debe ser con la mayor racionalidad

Frenar esa suerte de locomotora lanzada a gran velocidad –los subsidios– sería tan improbable como imprudente, pero de una vez por todas se impone la necesidad de administrar con rigor lo que no pocas veces se derrocha o cae en las manos menos indicadas.

Imagen ilustrativa / Archivo
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Como siempre ocurre, las cosas caen por su propio peso. Y en un país que se maneja con el presupuesto del año anterior, el Congreso de la Nación debió poner al día números previos a la actual crisis de la economía que se suma al balance parcial de la pandemia.

Afrontar la dura realidad: la caída de los recursos contrapuesta a la suba sideral de la emisión por parte de un Banco Central que parece ser la única industria floreciente por estos días.

El resultado es una ampliación de 1,9 billones de pesos, en un marco en el que los ceros a la derecha ya no impresionan a nadie.

Con una alta dosis de racionalidad, la mayoría de la oposición acompañó el proyecto, destinado en un 80 por ciento a financiar los numerosos planes sociales vigentes y, en menor medida, a reforzar las partidas previstas para las universidades y a subsidiar el transporte, aun cuando en este último caso el grueso de los recursos seguirán quedando en el Área Metropolitana de Buenos Aires.

Sin detenernos en el monumental deterioro de la moneda que implica toda emisión sin respaldo, y que en el futuro cercano deberá pagarse con ajustes variados, el volumen de los recursos debería imponer una mayor racionalidad.

Frenar esa suerte de locomotora lanzada a gran velocidad –los subsidios– sería tan improbable como imprudente, pero de una vez por todas se impone la necesidad de administrar con rigor lo que no pocas veces se derrocha o cae en las manos menos indicadas.

En otras palabras, esta crisis no deja de ser una oportunidad para que la masa de subsidios encuentre una forma de gestión ajena a la política y todas las formas conocidas –y repudiables– de administración de la pobreza por parte de quienes la han convertido en un formidable negocio.

Vale decir, con el clientelismo en sus más variadas formas, todas las ayudas a los pobres se convierten en algo que favorece más a quienes entregan los subsidios que a quienes los reciben, los cuales por su parte, con este esquema devenido estructural de reparto, están condenados a permanecer sin solución de continuidad en su frágil y dolorosa situación.

Es por eso que estamos hablando de una deuda que todos los gobiernos de los últimos 20 años, o quizá más, adquirieron con una sociedad en la que muchos consumen lo que pocos aportan.

Simétrico a lo anterior es el capítulo de los refuerzos presupuestarios para las universidades, que no fueron discriminados, lo que obligará a cada rector a librar una dura batalla para conseguir la mejor porción, sin garantías de que las negociaciones no acaben convertidas en un toma y daca.

La sociedad política argentina debería reparar en que no hemos llegado al punto donde estamos por mera casualidad y que el volumen de nuestros errores nos están imponiendo una suerte de impiadoso tránsito a la madurez.

Para que dentro de unos años no debamos hablar de otra oportunidad perdida.

Para que de una vez por todas podamos establecer un plan estratégico de desarrollo que nos permite vislumbrar algo más que la mera coyuntura.

Para que el futuro pase a ser la meta de los argentinos en vez de quedar recluidos en un presente eterno.

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