Crónicas urbanas sobre el coronavirus: ¿y si me contagié?

Nuestra periodista entra en pánico ante la posibilidad de tener los síntomas. Una serie de "hechos" la llevan a pensarlo.

Crónicas urbanas sobre el coronavirus: ¿y si me contagié?
Crónicas urbanas sobre el coronavirus: ¿y si me contagié?

Mendoza. 28 de marzo. Día 9 de aislamiento... ¿o era 10? No: es 9... Mmmm, dudo... ¡Dudo!

Cuando me desperté hoy tenía una lagaña en el ojo.

Detalle. Quién repara en esa nimiedad en cualquier día de cualquier año. Cuántas veces en la semana abrimos los ojos y los tenemos medio pegados de tanto dormir.

Hay refranes sobre el caso: "no pegué un ojo en toda la noche". Ese sería el antónimo perfecto a cómo amanecí en este noveno día de aislamiento.

Pero no es cualquier día, ni cualquier año. Es este: 2020, que pasará a la historia de la humanidad como aquel en que un microorganismo, vivo a medias, desmanteló todos los sistemas de convivencia humana conocidos en el planeta.

El virus nos iguala: eso aprendí ayer y se vuelve certeza hoy con esta idea.

Cuestión es que amanecí aquí, con mi lagaña. Y reparé en ella.

Fui hasta el baño, me lavé la cara... No. Antes me lavé las manos 20 segundos corridos cantando, como Gloria Gaynor nos enseñó con su viral, "I will survive".

Ese aprendizaje lo atesoro porque es el primero que se me hizo carne aún antes de que llegara el destino final: la reclusión.

Recuerdo que estaba editando una página del diario en la Redacción -fue en otra vida, claro-. Mi colega me dice: "¿viste a la genia de Gloria Gaynor?".

Como llevaba unas cuantas horas de inmovilidad caminé hasta su máquina. Miré el video y fue instantáneo: sentir el alborozo en el cuerpo, esas ganas de bailar al ritmo -bailé-, la risa que se suelta liberada.

Emoción pura, pura sin razón.

Me reconozco latina, encendida, extrovertida y ampulosa en asuntos de la pulsión. Así, una negra con voz sublime, bailando tan pegadizo mientras se enjabona los dedos, fue la evidencia que necesitaba para fijar la instrucción: "lavarse las manos durante 20 segundos, repetidamente".

Desde esa misma tarde adopté el procedimiento que hoy me acompaña en la cuarentena: las manos con jabón, cantando "I wil survive" para mis adentros, donde mi voz suena igualita a la de Gloria.

Ya había hecho alusión a la dispersión que me conduce desde hace unos días. No es novedad, entonces. Tampoco la pérdida de noción del tiempo, del espacio, ni la redundancia. Lo que es nuevo, es la lagaña. Mejor dicho: la constatación de la lagaña. Me preocupa. Me tortura en pensamientos desvariados mientras lavo mi cara después de las manos, en esta mañana número 9.

Mi vida no se medirá más por el nacimiento de Cristo sino por un antes y después del virus. Lo asumo. Hoy es la mañana 9 D. V. Y la lagaña es un signo de algo que no puede ser bueno, de algo que acecha.

Hacia el mediodía, entre la corrección de las notas que me toca editar, se cuelan las imágenes de mi lagaña; difusas pero amenazantes relaciones de ella con el virus.

Pruebo operaciones varias para el olvido: charlo con mis hijos, charlo con mis amigos, charlo con mis colegas, leo, me concentro en la edición. Pero la sensación persiste como una nube oscura que vendrá con sus rayos fulminantes sobre mí.

En esas estoy cuando de la nada, sin aviso, suelto un estornudo. ¡Por dios! Es uno de esos estornudos inobjetables, contundentes, que sueltan gotitas de fluidos sobre lo que hay por delante: mi notebook.

Grito. De un salto agarro el alcohol en gel que dejé en el mueble del living, detrás de la mesa en la que estoy escribiendo. Temblando, medio sollozando, medio puteando a la existencia, mojo un papel higiénico y se lo paso a la pantalla de la máquina. Esta notebook la uso yo solamente. Pero quién sabe: puede venir uno de mis hijos y abrirla por un motivo que desconozco. "¡Desinfectar ya!", es la orden que me impele a pasar el papel por la pantalla hasta borrar todo vestigio del virus, del estornudo o lo que fuere.

Otra de las cosas en las que he reparado en el aislamiento es que la acción te distrae -de ahí la dispersión, supongo-. La acción te libera de pensar más allá del procedimiento.

"Es momento de hacer, no de pensar", escuché en alguna arenga política de la que descreo. Pero en el aislamiento, atravesada de redes y medios, consignas como esa se han vuelto "teoría no falsable".

Resulta casi desesperante lidiar con la idea de que los años de estudiar a Popper y su: "ninguna teoría es absolutamente verdadera, sino a lo sumo 'no refutada'", tiembla como hoja ante este estornudo incuestionable.

Termino de limpiar la pantalla. La lagaña de la mañana viene a sumar tensión al estornudo. Y en cuestión de segundos me imagino discando el 911, la ambulancia en la puerta de mi casa, confinada en un hospital con más aislamiento del que ya tengo y una serie de síntomas que, quién lo duda, me llevarán a la muerte.

Fumo, pienso. ¡Fumo! Ayer leí en una nota que los fumadores pueden ser también "grupo de riesgo". ¿Por qué, por qué, por qué a mí? Ya estoy sumida en el espanto.

Miro a mi alrededor. Mis hijos están arriba, con sus cosas. Estoy sola en el living. Nadie, excepto yo, ha reparado en el estornudo; mucho menos en la lagaña. "Si no tengo fiebre, está todo bien", me digo.

Pienso en todas las horas de noticiero que vi, donde los rompedores de cuarentena, u ocultadores de síntomas, son apedreados mediáticamente; apresados sin piedad. "¡Bien!", exclamaba yo frente a la pantalla, refregándome las manos de satisfacción. Ahora soy una de ellos. Y tengo miedo: "mala madre, que contagia a sus hijos porque no devela los síntomas". Tengo miedo.

De la escalera viene bajando uno de los chicos. Estoy en este estado. Es evidente. Me hace razonar: no fue más que un estornudo. Un estornudo, algo tan natural como expeler una pelusa que se metió en la nariz y pica. Una lagaña, algo nimio como una lágrima que se secó durante la noche y se adhirió a las pestañas. Sí: ahora recuerdo. Anoche lloré con una película y después me dormí. Constatación. Me quedo tranquila.

Llega la hora de trabajar duro y no hay lugar para los débiles. Concentrarse se impone. Me olvido.

A la tardecita, ya terminado todo, me llega un wasap. Es de una colega a la que respeto. Audio: una médica del Malbrán que dice, en líneas gruesas, que el virus se viene con furia para la próxima semana, que tratemos de aprovisionarnos en estos días para no salir en ese momento. Soy comunicadora, sé lo que es la posverdad: "el hecho ha muerto". Sé lo que hacen los virales de las redes en la cabeza de la gente. Escucho el audio, me asusto un poco -una es humana- pero me digo: "no, no es cierto".

Ya casi a la hora de la cena, otro wasap. Este es de una científica amiga. Mujer racional como no conozco otra. Conicet, pura ciencia. Mismo audio. Ya está: las alarmas saltan todas juntas y el pánico es lo único que entiendo.

Me acuerdo de la lagaña, del estornudo, de las gotitas de fluido en la computadora. Repaso cómo y dónde puse las manos cuando salí a hacer la compra, qué toqué, qué no toqué cuando llegué a la casa.

Me voy al baño a cantar "I will survive" por enésima vez y, cuando estoy en medio de la operación escucho el noticiero: "los integrantes del Malbrán salieron a desmentir un audio que está circulando...".

Alma al cuerpo. Salta el wasap. Es mi amiga científica: "¿Viste lo que están diciendo del Malbrán?". Sí, le digo. Era mentira. Ella: "es de locos. A mí me lo mandó alguien de súper confianza" (se refiere a probado ser de ciencia). Y remata: "es de locos. Esto te lleva a no creer en nada. Habrá que leer más a los filósofos".

Dicen los filósofos: el hecho ha muerto bajo la potestad de la opinión. Todo es discutible: si la tierra es plana o no lo es. Dicen los teóricos, en los que creo y a los que sigo: "la emoción envuelve a la información de tal modo que sin ella -la emoción- el dato se vuelve ruido".

Sí. Hoy la cabeza fue ruido y más ruido. Emoción pura, pura sin razón.

Otra certeza me trae el virus: las pulsiones nos dominan, no importa que seas Einstein.

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