Con la facha de un turista

En cualquier ciudad del mundo, todos reconocemos al turista que se viste y se comporta como tal. Seguramente, más de una vez nos hemos reído al cruzarnos con alguien en un shopping o un bar vistiendo un atuendo como para ir a un safari: sombrero de ala, cámara de fotos colgando del cuello y pantalón de trekking (cuantos más cierres y bolsillos, mejor, y con la ventaja de hacerlo corto).

Tomar el subterráneo desplegando un mapa gigantesco, la fascinación por probar comida típica en la calle o alquilar un carruaje tirado por caballos también son algunos de los hábitos que emergen junto con la figura del turista. Pero ¿qué hacemos nosotros cuando viajamos?

Es que recién cuando emprendemos un viaje conocemos realmente -y desplegamos- nuestro potencial turístico, al punto de sorprendernos a nosotros mismos haciendo cosas que jamás haríamos en la vida cotidiana. Es el turista que llevamos dentro y que permanecía dormido.

Aquí proponemos un juego, para ver con cuáles de estos comportamientos nos sentimos identificados.

¡Hey.. soy turista! 
Sombreros que jamás usaríamos en casa, riñoneras, cantimploras, zapatillas y pantalones de trekking, remeras con el nombre del lugar que se visita y hasta la camiseta de la selección cuando no hay partido... Todo lo que uno no se pondría en su lugar de origen pareciera cobrar sentido en otra parte.

Es que lejos de fundirnos con el entorno, cuando estamos de viaje, nos esmeramos en llamar poderosamente la atención con nuestro "disfraz" de turista.

Quién esté libre de pecado que arroje la primera piedra...

Souvenir, souvenir...
Habrase visto la cantidad de objetos que compramos en los viajes, incluso que traemos de regalo que no tienen ningún sentido más allá de los escaparates que los exhiben en sus lugares de origen. Adornitos espantosos, llaveros, remeras con el Yo Amo..., cajitas inútiles, lobos marinos que indican si habrá lluvia, collares que son imposibles de usar fuera de la playa, y cuando no, las trencitas...

Desayuna como un rey... Huevos, salchichas, queso, panceta, jugos, facturas, panqueques con dulce de leche, yogur con cereales, frutas, y por supuesto, café con leche. Llenamos una y otra vez los platos que sean necesarios y comemos como si no fuéramos a probar bocado el resto del día. El hígado, agradecido del paseo. Pero más allá de la comida o la mezcla es la necesidad de ¿consumirlo todo?

Sabores locales. No hay como probar la gastronomía local cuando se viaja, esos platos que no vamos a encontrar en otro sitio y que vale la pena degustar una vez en la vida. Desde algo picante que quita la respiración hasta escorpiones y gusanos fritos, pasando por comida al paso que se sirve en dudosas condiciones sanitarias. Todos los requisitos higiénicos y el sentido común se desvanecen por arte de magia y nos lanzamos a la aventura, en forma exagerada muchas veces.

La foto más buscada. Otro clásico de los viajes es llevar siempre con nosotros el teléfono junto al bastón para selfies, cámara de fotos, trípode, cámara de video y/o tableta, para plasmar cada rincón que visitamos de mil maneras diferentes. Algo que ni se nos ocurriría hacer ante los ojos avispados de posibles ladrones que esperan el momento para robarnos la mochila, pero estamos más atentos al enfoque de la foto que al peligro.

Como nos encontramos de viaje, olvidamos los consejos que nos dieron, como no bajar las ventanillas del vehículo en un parque con animales salvajes en libertad, o no sacar fotos de espaldas a un precipicio. Aunque las vistas sean preciosas, no hay que anteponer la foto a los peligros.

El transporte público. Quienes utilizan el transporte público a diario saben que no tiene nada del otro mundo y que son simples medios para desplazarse. En cambio, la percepción cambia cuando estamos de vacaciones: conseguir ver las principales atracciones de una ciudad por el precio de un boleto de bus puede convertir la experiencia en un viaje alucinante que le recomendaremos a todo el mundo. Los monumentos, tiendas, cafeterías y hasta el ir y venir de la gente resultan asombrosos cuando se miran por primera vez.

Todo vale. Pueden ser carruajes tirados por caballos, bici taxis, góndolas o camellos. En las principales ciudades existen medios de transporte que son típicamente turísticos. Nunca se nos pasaría por la cabeza recorrer lugares de esta forma en otras circunstancias, pero con el síndrome turista parecen opciones geniales y no nos damos cuenta de lo ridículas que pueden llegar a ser. ¡Pero a quién le importa!

La cantidad de museos. Aunque en nuestra ciudad haya importantes museos y pinacotecas, jamás se nos ocurriría visitarlos todos el mismo día. Sin embargo, basta con llegar a una ciudad nueva para querer ir a todos los museos, con guías y recomendaciones de otros viajeros que imponen itinerarios sin descanso.

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