La dirigencia política en cuestión

El jurista mendocino Julián Barraquero y quienes lo secundaban, tradujeron e Imprimieron en el texto constitucional provincial un dispositivo de remedio crucial que permitiera poner freno a la tensión siempre activa entre los partidos políticos y la oligarquización del poder.

Julián Barraquero
Julián Barraquero

La celebración de la reinstauración de la democracia republicana está muy lejos de replicar el entusiasmo y fervor cívico que vivimos 40 años atrás. La principal razón de esa desventura reposa en la orfandad de la ciudadanía frente a la oferta electoral por la que deberá pronunciarse en el balotaje del próximo 19 de noviembre que resolverá la sucesión presidencial, dirimido en el voto entre uno y otro, la abstención o el voto en blanco frente a la insatisfacción de las candidaturas en danza.

No son pocos los que atribuyen dicha desazón a la incompetencia de la clase política para responder las urgencias o demandas de la ciudadanía, junto a la dislocación entre los intereses personales (o de grupo) perseguidos por las dirigencias políticas con la agenda pública acuciada por igual por los desafíos de la macroeconomía, indicadores de pobreza e indigencia alarmantes y el desapego a las prácticas de buen gobierno en la gestión de lo público o estatal en el plano nacional, provincial o municipal. Se trata si se quiere de un fenómeno radial que suele caracterizar numerosas carreras políticas en las que atributos o cualidades individuales y ético-morales esperables, confrontan con perfiles rústicos que ponen en entredicho no sólo el proceso de selección de las dirigencias políticas sino también, y lo más acuciante, abonan el suelo de los disconformes o decepcionados sobre la naturaleza, desempeño y virtudes de los gobiernos surgidos del mandato popular.

No resulta extraño vincular la disminución de la calidad de la clase política con la regularidad y periodicidad de las elecciones en los distintos niveles de gobierno. No se trata de poner en duda el proceso de renovación del lazo representativo entre pueblo y gobierno prescripto por la constitución. Se trata más bien de prestar atención sobre un proceso más complejo en tanto involucra la puesta en escena de maquinarias electorales animadas por redes, mecanismos institucionales extendidos e incentivos públicos materiales o simbólicos muy diversos que se recomponen y fluyen sin cesar al interior de los partidos tradicionales y otros nuevos, como por fuera de ellos, ha puesto sobre el tapete lo que ha se ha dado en llamar la territorialidad del voto. En sentido estricto, se trata de un fenómeno de ningún modo novedoso pero que obtuvo un giro sustancial en los años noventa cuando los intendentes o jefes políticos locales acrecentaron su protagonismo a raíz de las políticas de descentralización y la transferencia de competencias y recursos del gobierno nacional, fortaleciendo desigualdades y asimetrías que multiplicaron sus beneficios, y no siempre mejoraron la calidad de las políticas públicas en beneficio del bienestar social. La crisis del 2001 que impactó de lleno en la crisis de representación de los partidos mayoritarios, y jugó a favor de coaliciones electorales inestables, habría de acrecentar el poder de intervención de estos actores intermedios entre lo que podría definirse como la “alta” y la “baja” política que, en muchos casos, aparece amañada por reelecciones indefinidas o limitadas, según los casos, permitiéndoles cosechar credenciales para alcanzar posiciones por fuera del territorio, consagrar a sus sucesores cuando no pueden ser reelectos y traccionar el voto popular en sus distritos mediante recursos institucionales y materiales variados. El deterioro de la calidad de la dirigencia política se explica además por otras variables: en particular, en la disociación cada vez más evidente con la agenda ciudadana que le atribuye la promoción de intereses personales y sus círculos, la lógica del mero cálculo en detrimento del interés general, el control de los principales cargos electivos y sus ramificaciones en la órbita judicial, la manipulación de recursos públicos, y en el peor de los casos, por la irritación social ante escándalos de corrupción.

La ciencia política catalogó el fenómeno con una categoría de enorme potencia hermenéutica: oligarquización. Un concepto inspirado en la tipología formulada por Aristóteles para clasificar la defección o deformación de la aristocracia como forma de gobierno pero que fue reformulada por los filósofos de la Ilustración y los publicistas latinoamericanos y argentinos de los siglos XIX y XX con el firme propósito de subrayar y, eventualmente, corregir las desviaciones de las democracias republicanas erigidas del colapso del antiguo imperio español. Dichas denuncias u observaciones reposaban en el contraste entre la letra o “espíritu” del credo liberal fungido en las constituciones adoptadas, y las prácticas políticas ensayadas por gobiernos y políticos prácticos a los que concurrían clientelas movilizadas que desvirtuaban el lazo representativo entre gobernantes y gobernados, y entre nación y provincias. Ese diagnóstico afloró con mayor vigor en la Argentina en vísperas de la Revolución de 1890 que puso en jaque el régimen de notables y el partido gubernamental, obligó al presidente Juárez Celman a renunciar y precipitó la eclosión de agrupaciones partidarias que traccionaron la política del acuerdo concertado entre Roca y Mitre para conservar las riendas del poder, y erigió a los radicales en el principal partido de la oposición cuyas estrategias bascularon entre la competencia electoral, revoluciones cívico-militares frustradas y la abstención electoral a los efectos de impugnar el régimen político desprovisto de legitimidad por violentar las libertades públicas y las autonomías provinciales. En la mayoría de los casos, y como subrayó Ezequiel Gallo en su estudio sobre el pensamiento político del fundador de la UCR, el liberalismo defendido por Leandro N. Alem tenía como cimiento “una filosofía de resistencia al poder” que estructuró la dinámica política de las sociedades latinoamericanas desde la era de las independencias.

En aquel escenario ganó centralidad la arenga de los liberales reformistas confiados en que sólo la transformación de las costumbres sociales, por la vía de la educación, la inmigración ultramarina y las buenas prácticas en el arte de gobierno y la administración, podía dejar atrás los vicios de la “política criolla” y de los “gobiernos de familia” o de la “oligarquía” en base a la certeza del carácter evolutivo del gobierno representativo republicano y democrático. En esa estela de voces regeneracionistas adquirió relevancia la labor del jurista mendocino, el Dr. Julián Barraquero, cuya destreza intelectual y muñeca política incentivó las reformas constitucionales de la provincia en 1895 y 1916, a despecho de las mañas e intereses abroquelados tras el influyente influjo de Emilio Civit. En ese lapso, la constitución provincial diseñada por Juan B. Alberdi en 1854 no sólo se transformó en la esfera político-institucional. También se hizo eco de la gravitante cuestión social promovida por los socialistas y avanzó con pie firme en el sistema de contrapesos entre los poderes públicos al vetar al gobernador saliente de acceder al Senado de la nación. Mediante ese mecanismo, como de otros, Barraquero y quienes lo secundaban, traducían e imprimían en el texto constitucional provincial un dispositivo de remedio crucial que permitiera poner freno a la tensión siempre activa entre los partidos políticos y la oligarquización del poder. Un problema que, a decir verdad, no era solo argentino, sino que inquietaba a los cientistas sociales ante los desafíos que enfrentaban los regímenes representativos liberales, los partidos y políticos profesionales preanunciando la tormenta que asolaría a las democracias occidentales entre la Gran Guerra, la revolución bolchevique y el ascenso de los totalitarismos europeos y de las dictaduras latinoamericanas. Un ciclo que en nuestro país se cerró en el ya mítico proceso de democratización inaugurado en 1983 cuyo actual derrotero mantiene expectante a la ciudadanía.

* La autora es historiadora. Incihusa - Conicet - UnCuyo.

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