Elección entre creación y reproducción. Viejas Fotos

El autor nos brinda un breve pero apasionante ensayo sobre el valor artístico de la fotografía.

Elección entre creación y reproducción. Viejas Fotos
Raúl Antelo

Hace un siglo, en 1923, José Vasconcelos se sorprende al hojear El arte en la Rusia actual, un pequeño panfleto ilustrado por Roberto Montenegro, admirador de Aubrey Beardsley, discípulo de Anglada Camarasa, quien poco antes había decorado el pabellón mexicano en la exposición del Centenario, en Río de Janeiro, con una imagen tan idílica como idealizada de su país, lo que satisfacía al nacionalismo de Vasconcelos. De vuelta de todo, abro un primer número de Sur, en 1931, y mucho antes del museo imaginario de André Malraux, también me sorprendo al depararme con “Ocho fotos del nuevo film mexicano de Eisenstein (Directores: S. M. Eisenstein y G. Aleksandrov. Cameraman Tisse)”. No sorprende la existencia de imágenes. La revista era inicialmente pródiga en ejemplos fotográficos: las telas de Georgia O´Keeffe ilustrando un ensayo de Lewis Mumford sobre artes plásticas en los Estados Unidos; los amuletos amerindios de Oliverio Girondo o las fotos documentales de Alfred Métraux para ritos antropofágicos en Bolivia. Pero aquí hay un conjunto de fotos, entre ellas, las de Eisenstein, sin autoría reconocida. No son exactamente “stills” (fotogramas), sino fotos de la ambientación tendientes a ser capturadas para el film. ¿Quién las sacó? ¿Tisse? Podría haber sido Manuel Álvarez Bravo, uno de los asistentes de Eisenstein. Más difícilmente, Adolfo Best Maugard, nombrado por el gobierno mexicano una suerte de censor de mexicanidad de la película. Aunque lo más probable es que haya sido Agustín Jiménez, asistente de Montenegro en su ensayo cinematográfico Oaxaca.

En México, debemos al trepidante Salvador Novo la inclusión de fotografías como obras de arte gracias a un magnífico ensayo aparecido en la revista Contemporáneos, “El arte de la fotografía”. Hija pródiga del arte, debería tomar distancia de su madre cruel, la pintura. Novo la define como arte, a pesar del recurso mecánico del click, porque el arte no está en los dispositivos sino en el gusto. Es decir que hay que elegir entre creación y reproducción y a ese proceso mucho puede aportar Eisenstein, el único gran fotógrafo del mundo. Pero también su teórico. No olvidemos que el editor Ortiz de Montellano, por intermedio de Aragón Leyva y de Álvarez Bravo, ambos de la troupe Eisenstein, consigue un ensayo suyo, “Principios de la forma fílmica” que, traducido por Leyva, introdujo a los lectores mexicanos en la cuestión. En Argentina, Jorge Romero Brest, célebre por su programación del Instituto Di Tella, apoyado en un ensayo de Franz Roh sobre mecanismo y expresión, analiza, en 1935, las fotografías de Horacio Coppola y Grete Stern, reproducidas por Sur en 1931. Son imágenes, primeramente, de naturaleza, nos dice, traspuestas por un medio mecánico (la máquina) mediante un medio óptico (el objetivo) a un vehículo fijador (la placa), en las que interviene como elemento dominante la luz, que actúa directamente sobre los objetos. Grafías de luz. El carácter definidor de todo ello es la visibilidad. “Este momento de la creación fotográfica está condicionado por un procedimiento técnico que, a su vez, depende de una posición visual y espiritual: el punto de vista único para conseguir la expresión del objeto en su escorzo más pleno de sentido. El segundo momento, ya puramente mecánico, es la trasposición de la realidad a la placa. Un tercer momento es la trasposición de la placa a la copia”. Romero Brest no desconoce el parentesco entre fotografía y pintura. “Los primeros daguerreotipos corresponden al ideal pictórico de 1800; al culto de lo pintoresco las fotos a lo Rembrandt; al expresionismo en todas sus direcciones la foto construida, la hinchazón de gestos, etc.; al post-expresionismo esta nueva exactitud minuciosa”. Pero ya no se trata, a su juicio y como lo pretendió Cézanne, de expresar los objetos en relación con las figuras idealmente trascendentes, ni de que la obra sea la creación de un nuevo objeto que tenga una relación con el objeto natural, sino de que el arte, sin perder su fuerza modeladora, aprese la realidad como tal, en lugar de soslayarla. Romero Brest creía así, pioneramente, ver en esas fotos un deseo honesto de domeñar el yo, así como un intento logrado de huir del intimismo individualista, una manera plástica, en fin, de ordenar al individuo en la estructura universal, ya no como solitario confesor de sus más íntimas maneras de sentir y de obrar, sino como factor de la cultura en la colectividad de los hombres. Sin embargo, ninguna de esas fotos es propuesta como creación autoral. No son la ampolla de Duchamp, “Air de París”. Todavía se las veía como “documentos”, aunque, paralelamente y en Paris, el grupo de Georges Bataille sacase una revista con ese nombre, justo para abolir el carácter documental y mostrar que el fetichismo tecnológico era contracara del fetichismo primitivista.

Entre las fotos anónimas publicadas en Sur, hay dos fotografías de Manuel Álvarez Bravo reproduciendo los murales Samba y Carnaval (1929-1930), que Di Cavalcanti pintó en el teatro João Caetano de Rio de Janeiro, a convite del arquitecto Alejandro Baldassini, autor de la remodelación de ese teatro centenario. ¿El arquitecto argentino Baldassini (1893-1943), editor de la revista carioca Forma, no tuvo participación en la divulgación de esas fotos? ¿Son mérito exclusivo de Alfonso Reyes, embajador mexicano en Río de Janeiro, gracias a su amistad con Victoria Ocampo y Guillermo de Torre, consejero de la revista? La opinión convencional en relación a los murales era entonces bastante escéptica. El especialista en arquitectura del Correio da Manha opinaba que eran una mezcolanza simplona y extravagante, cuyo bizarrismo teñía todo lo que es “regional”. Pero los murales, en verdad, eran (y restaurados recientemente, aún lo son) un estallido, una proto-forma. Irrumpe con ellos, tanto en el foyer del teatro, como con sus fotos, en el cuerpo de la revista, la multitudinaria música popular, la sensualidad de las bailarinas mulatas, que vienen a sustituir el simbolismo lánguido de importación, como señaló Mário de Andrade, de las tenues Colombinas o las coquetas art nouveau de los primeros trabajos de Di Cavalcanti. ¡Qué viva Río! Lo popular nunca tiene firma. Pero se afirma.

* El autor es Doctor en Letras UBA. Doctor Honoris Causa de la UNCuyo (2013). Docente en la Universidad Federal de Santa Catarina (Brasil)

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