El golpe de 1943 y su impacto en Mendoza

Perón ocupó la Secretaría de Trabajo desde donde alentó, sin pausa y sin tregua, la sindicalización de los trabajadores. En la visita que realizó a Mendoza en 1944 cuando ya había concentrado los cargos de ministro de guerra y vicepresidente, grupos de obreros lo aguardaron en la plaza Independencia aclamándolo como futuro presidente.

El 4 de junio de 1943 un golpe militar depuso al presidente Ramón Castillo fortaleciendo la intervención de las fuerzas armadas en la vida política y social del país. La nueva dictadura tomaba distancia de la inaugurada en 1930 cuando Hipólito Yrigoyen había sido destituido poniendo fin al experimento democrático nacido de las entrañas de la ley electoral sancionada en 1912. La intervención de los militares constituía una nueva disrupción institucional que ponía fin al régimen republicano sostenido por una coalición de partidos y dirigencias nacionales y provinciales refractarias todas del estilo político cultivado por el caudillo popular.

Entre 1932 y 1943, los gobiernos de la restauración conservadora habían conseguido sortear los efectos negativos de la Gran Depresión en la economía y finanzas nacionales de la mano de la recomposición del comercio exterior, y de la actividad industrial que sin estimulo estatal directo, se había multiplicado en los principales centros urbanos mediante la producción de bienes de consumo popular y la incorporación de contingentes de trabajadores oriundos de las provincias del interior. A su vez, la actividad sindical liderada por socialistas y comunistas se había reactivado con el propósito de mejorar las condiciones de trabajo y el salario real en vista a retomar los niveles de ingreso de las familias trabajadoras previos a la desoladora experiencia de los años treinta que había frenado las aspiraciones de progreso y ascenso social. Entretanto, el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial dividía opiniones entre los partidarios de las potencias del Eje y de los Aliados para quebrar la neutralidad del gobierno liderado por el último presidente de la Concordancia. El litigio que latía desde 1939 tenía un componente adicional ante las presiones de Estados Unidos para que el gobierno argentino rompiera relaciones con Italia y Alemania con quienes mantenía relaciones comerciales. Las mismas dieron lugar a debates y movilizaciones callejeras a favor de la neutralidad promovidas por agrupaciones nacionalistas embarcadas en prédicas anti-imperialistas. A ese clima de extrema tensión política e ideológica que dividía al mundo entre “democracia” y “fascismo”, se sumaba el siempre conflictivo proceso de sucesión presidencial el cual se dirimía en medio de la ausencia de los principales referentes políticos nacionales: en 1942 había fallecido Marcelo T. de Alvear, el líder radical, y en el verano de 1943, el general Agustín P. Justo había sido despedido con los honores de expresidente. De modo que la danza de candidaturas dividía aguas entre los partidos y lideres políticos reunidos en la coalición gobernante que propiciaban a un exponente del rancio partido conservador, Robustiano Patrón Costas, y los que impulsaban la candidatura del ministro de guerra: el general Pedro P. Ramírez, confeso filofascista quien contaba con el apoyo de los radicales y con amplio respaldo entre los oficiales del ejército que operaban en contra de la democracia de partidos, la soberanía popular, la corrupción, el fraude electoral y la propagación del comunismo en las filas obreras.

Esa fue la tónica de la proclama difundida el 4 de junio cuando lideraron un breve combate en la capital en medio de la atonía ciudadana ante el derrumbe de la república corroída de legitimidad y la entronización de las fuerzas armadas convertidas en actor primordial del juego político y autoidentificadas como reserva moral de la Nación. No obstante, hubo quienes depositaron expectativas en la revolución militar triunfante por juzgar que el esquema de poder vigente desde 1932 estaba agotado. Entre ellos figuraron los jóvenes militantes radicales escindidos de la conducción partidaria que habían formado la agrupación FORJA en 1935. Arturo Jauretche, el intelectual que con los años se convertiría en referente del revisionismo histórico, tomó posición frente al acontecimiento en los siguientes términos: “La revolución del 4 de junio ha abierto un paréntesis en la política argentina y ese paréntesis se ha llenado de interrogantes (…) el golpe militar se ha hecho necesario por la inoperancia de las fuerzas civiles”. En particular de la UCR que había abandonado el legado popular yrigoyenista por lo que la revolución instalaba una nueva “luz” o “posibilidad de realización nacional como obra de gobierno”.

El perfil antiliberal, antidemocrático y nacionalista de la dictadura militar se tradujo en la disolución del Congreso nacional, la intervención a las provincias, la suspensión de la actividad de los partidos políticos, la intervención a las universidades y la expulsión de profesores y estudiantes liberales o de izquierda. A su vez, el componente católico del régimen se hizo patente en el restablecimiento de la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, la disolución de asociaciones judías, la estricta censura de la prensa gráfica y radial, e incluso se prohibió el uso del lunfardo en las letras del tango. Tales políticas si bien despertaron protestas o denuncias, no lograron torcer el brazo del gobierno en lo inmediato que respondió con medidas orientadas a captar la adhesión social que incluyeron la reducción de alquileres, el aumento de sueldos a empleados estatales, nacionales o provinciales y el restablecimiento de la autonomía universitaria.

El ascenso al poder de los militares no suponía la ausencia de divisiones intestinas ni de improvisaciones: las mismas se hicieron patentes en la seguidilla de presidentes que anticiparon el acceso del general Edelmiro J. Farrell a la cúspide del Poder Ejecutivo Nacional y del elenco de oficiales que lo secundaron en ministerios estratégicos y en las provincias que fueron intervenidas. Entre ellos figuró el coronel Juan D. Perón, con quien había estrechado lazos en Mendoza cuando habían desempeñado funciones en la Escuela de Instrucción de Tropas de Montaña entre 1941 y 1942, y compartían ejercicios de esgrima, salidas nocturnas y visitas a la finca de Farrell en Chacras de Coria. Como ha sugerido Garzón Rogé, en ese ambiente todavía dominado por los hombres del Partido Demócrata, Perón había apreciado el modo de integración de los trabajadores en el sistema político e institucional que evocaba lo que había observado en la Italia de Mussolini que había visitado en 1939. Justamente, en 1942 había tenido lugar la huelga de los trabajadores de la fábrica de cemento Minetti que había terminado con el despido de dirigentes comunistas y obligado al Departamento de Trabajo intervenir en el conflicto y conceder a la Federación Obrera Provincial, hegemonizada por sectores sindicalistas, beneficios sociales de relieve.

Dicho aprendizaje no sería para nada menor cuando Perón se convirtió en mano derecha del general Farrell, y ocupó la Secretaría de Trabajo desde donde alentó, sin pausa y sin tregua, la sindicalización de los trabajadores con el fin de esmerilar el influjo de los comunistas e instituyó decretos-leyes de enorme impacto social que lo catapultaron como líder popular. El mismo se hizo patente en la visita que realizó a Mendoza en 1944 cuando ya había concentrado los cargos de ministro de guerra y vicepresidente: lo hizo para encabezar la ceremonia que impuso la banda de generala a la Virgen del Carmen de Cuyo, con lo cual conectaba su liderazgo con el de San Martín. En aquella oportunidad, grupos de obreros lo aguardaron en la plaza Independencia aclamándolo como futuro presidente. Luego se llevó a cabo un acto en el estadio del club Independiente Rivadavia que reunió al interventor federal, el general Aristóbulo Vargas Belmonte, un puñado de camaradas y diferentes entidades gremiales.

En el discurso que dirigió a las “obreras y obreros” el viernes 8 de septiembre, no sólo reiteró que el gobierno de revolución venía cumpliendo con la promesa de conciliar los intereses de las clases trabajadoras, las clases medias y las capitalistas en beneficio del interés de la patria en sintonía con las naciones modernas. También subrayó, como lo había hecho más de una vez en las periódicas reuniones mantenidas con empresarios y agrupaciones profesionales y sindicales de casi todo el país, la necesidad de evitar la lucha de clases y desterrar de las agremiaciones obreras “la política y las ideologías extrañas a las masas” en tanto “los sindicatos han de hacer pura y exclusivamente política gremial y obrera”. Antes de concluir, anunció la inminente sanción del Estatuto del Peón y legislación favorable para las mujeres trabajadoras, el hilo más delgado del mundo del trabajo formal e informal para luego rematar con un puñado de recomendaciones a la dividida conducción obrera que lo escuchaba con atención. Allí les dijo: “queremos sindicatos únicos, unidos y fuertes; queremos dirigentes obreros puros, leales y sinceros a su propio gremio; y queremos, asimismo, que esos sindicatos sean lo suficientemente disciplinados como para responder a la orientación de la Secretaría de Trabajo, que no tiene otra aspiración que el bien de la masa trabajadora”. Con tales expresiones, Perón no hacía más que exponer el zócalo constitutivo del vínculo trabado entre el movimiento obrero argentino, el estado y su propio liderazgo mucho antes del 17 de octubre de 1945 que lo erigió en actor excluyente de la vida política argentina de la segunda mitad del siglo XX.

* La autora es historiadora. (INCIHUSA- Conicet y UNCuyo).

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