El cumpleaños de Fabiola: consecuencias políticas de una fiesta fuera de la ley

Pocas veces un hecho que devino político por sus consecuencias alcanzó tal masividad y por lo tanto tamaña contundencia contra los que protagonizaron la ya tristemente famosa celebración.

La foto de la fiesta de cumpleaños de Fabiola Yáñez con Alberto Fernández en la Quinta de Olivos
La foto de la fiesta de cumpleaños de Fabiola Yáñez con Alberto Fernández en la Quinta de Olivos

Fue un tsunami devastador porque no dejó títere con cabeza. Una simple fiesta de cumpleaños, pero realizada fuera de la ley, convocó la atención indignada de prácticamente la totalidad de los argentinos, sean opositores, oficialistas o ninguna de ambas cosas. Pocas veces un hecho que devino político por sus consecuencias alcanzó tal masividad y por lo tanto tamaña contundencia contra los que protagonizaron la ya tristemente famosa celebración.

Alberto Fernández se desestabilizó solo apenas se enteró de que trascendían las pruebas del escarnio. Primero dijo que exageraron, luego hizo trascender que era una foto trucada, después que era culpa de su señora y rendido por rendido admitió el error sin pedir directamente disculpas. Para al final, al ver que las olas del tsunami seguían inundando los territorios del poder ya no sólo con fotos sino también con videos, y absolutamente desorientado por todo lo que podría venir de aquí en más, Alberto dio la orden a sus comunicadores oficiales de que divulgaran ellos lo que de otro modo al día siguiente divulgarían los “contreras”. Mejor echarse la culpa uno antes de que te la echen otros. Es lo podríamos llamar la doctrina Verbitsky.

Por su parte, la vicepresidenta de la nación y uno de sus intelectuales orgánicos le echaron la culpa al odio, en particular al odio (¿) de los que fueron a manifestar con piedras de paz en la mano recordando a los suyos fallecidos por la pandemia tan horripilantemente conducida por el gobierno. El odio en el ojo ajeno que no permite ver el mil veces multiplicado odio al otro en el ojo propio.

En fin, nada está todo dicho pero sí está dicho lo esencial porque los daños que pueden venir de aquí difícilmente serán mucho más que adjetivos, porque los daños sustantivos ya se han producido y se traducen en el desgaste explosivo de tres fundamentales características de toda autoridad presidencial: la autoridad, la credibilidad y la confianza.

La autoridad es la garantía del orden, la credibilidad lo es de la veracidad de la palabra y la confianza es lo que necesita cualquier conductor para que lo sigan los supuestamente conducidos.

La autoridad es algo así como el poder interior, aquél que emana del prestigio, el conocimiento y la experiencia, no de la mera detentación de alguna atributo externo. Se la tiene o no se la tiene pero también se puede construir si uno trabaja con humildad y honestidad.

Hoy Alberto Fernández tiene absolutamente mellada la autoridad porque casi nadie, por no decir sencillamente nadie, cree que realmente esté mandando en la República de acuerdo a la alta investidura que porta. Por el contrario, es mandado de manera descarada por quien detenta la segunda función en lo alto de la pirámide. Ya sin que ni siquiera se oculte, retando la vicepresidenta al presidente en público y en forma patética (que da vergüenza ajena) por tomar agua de la botella o usurpándole el micrófono el medio del discurso de Alberto; todo con una sola respuesta del presidente: Le pertenezco, señora.

El problema es que es muy difícil poner orden en una sociedad si no se tiene la autoridad en la cual sostenerlo. Por eso es que el gobierno está gestando su propia auto desestabilización, que no implica que deba renunciar a ninguna cosa o que alguien puede obligarlo a ello, pero sí que de seguir así marchará a los tumbos de un modo nada conveniente para la propia gobernabilidad.

La crisis de autoridad está generada básicamente por la increíble (que además reconoce pocos antecedentes históricos) falta de credibilidad en la palabra presidencial. Quien no sólo llegó al gobierno desmintiendo prácticamente todo lo que había sostenido públicamente durante 10 años, sino que luego ya en ejercicio del poder, siguió desmintiéndose a sí mismos, hoy por lo que decía apenas ayer, sin solución de continuidad. En nombre de enfatizar que él jamás miente, Alberto Fernández se cansó de mentir de un modo alucinante, entrando en contradicción consigo mismo durante todo lo que va de su mandato. Ya para muchos argentinos esa credibilidad no se podrá recuperar jamás y hasta con los que aún le dan una oportunidad, deberá esforzarse mucho para no seguir siendo considerado un hombre que miente compulsivamente. El problema es que no miente tanto porque sea mentiroso, sino que primero lo hizo por conveniencia y ahora lo hace por temor. Difícil revertir entonces ese vicio de no decir la verdad.

Finalmente, si una por falta de credibilidad pierde autoridad, se encuentra con el principal problema hoy por hoy de la sociedad argentina: la crisis de confianza.

Sólo si los representantes tienen confiabilidad en sus representados pueden seguirlos en el proyecto que éstos les propongan para ir hacia adelante, marchar hacia el futuro. Hoy son crecientes los ciudadanos argentinos que no confían que el capitán del barco los pueda conducir a puerto alguno y no son pocos los que temen un naufragio. La cosa puede ser más psicológica que real (ojalá) pero lo cierto es que la confianza popular está volando por los aires, al menos en lo que hace a la figura presidencial, porque felizmente, por ahora, no es que el oficialismo nacional no tenga poder, lo tiene y mucho, el problema en que está distribuido en otros lugares pero cada vez (menos) en la persona de Alberto Fernández.

En suma, más allá la anécdota de la fiesta fuera de la ley, estas son las consecuencias políticas más profundas y por ende más preocupantes. El tsunami ya ha ocurrido y de lo que se trata ahora es de volver a la situación anterior a la catástrofe para recuperar algo de la autoridad, la credibilidad y la confianza perdidas, sin las cuales podemos caer en las terribles garras de la anarquía. No estamos hablando de temas menores, más allá del evento que los provocó.

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