Bofetadas inútiles - Por Rosa Montero

La ciencia demuestra la inutilidad y el daño de los azotes, y por fortuna es una realidad cada día más evidente para todos.

Bofetadas inútiles - Por Rosa Montero
Bofetadas inútiles - Por Rosa Montero

Hace un par de semanas, Francia aprobó la llamada “ley anti­bofetadas”, que prohíbe castigar físicamente a los niños tanto en la escuela como en sus casas. La noticia no me sorprendió; lo que sí me chocó fue la respuesta de los españoles a esta medida: los comentarios en las radios y en los digitales de los periódicos; el tono furibundo, la burla, la dignidad herida. Salvo unas pocas excepciones, a la mayoría parecía que les habían mentado a la madre con esta ley, así de personalmente se lo tomaban. Aunque, ahora que lo pienso, quizá fuera literal lo de la mención materna, porque muchos se referían a los guantazos que les habían atizado sus progenitores en la infancia y a lo bien que habían salido ellos. Unas palabras que, además de maravillarme por el altísimo grado de autoestima que esta gente parecía tener, no dejaban de conmoverme por la tenaz defensa de la honra paterna.

“¡Pero qué locura!”, “¡Sólo faltaba que se metieran a controlarnos también en nuestras casas!”, estas son las frases y el tono de muchas de las intervenciones. ¿Sólo faltaba que se metieran en las casas? No sé, a mí me parece que se meten poco, y no a controlar, sino a evitar los abusos. Tengo la sensación de que el sacrosanto respeto que se ha tenido tradicionalmente en España por la institución de la familia ha creado muchos infiernos silenciosos en la clausura de lo doméstico. De esa intimidad sellada está emergiendo ahora, gracias a décadas de atención política y social, el maltrato contra las mujeres, pero el ejercido contra los niños y los ancianos sigue aún por debajo de la línea de visibilidad. En 2018, la Fundación ANAR presentó un estudio de la violencia contra los niños en España; tras analizar casi dos millones y medio de llamadas a sus teléfonos de ayuda, han descubierto que el maltrato infantil se ha cuadruplicado desde 2009, aumentando la frecuencia, la duración y la gravedad. Pues bien, en un 58% de los casos la culpable es la propia familia, y la mitad de las veces son los padres (más ellos que ellas). Según un informe de Unicef de 2014, el 80% de los niños del mundo entre 2 y 14 años padece “disciplina violenta”.

“Una bofetada normal de vez en cuando es mano de santo”, dicen. Ese es el problema: ¿quién define lo que es “normal” y lo que es “de cuando en cuando”? ¿Cómo se puede dejar algo tan proclive a infinidad de abusos al criterio de cualquiera, en la indefensión de los niños y la opacidad de los hogares? Sí, mi madre, una mujer maravillosa, también me atizó algún bofetón. No fue grave y no la culpo; sé que lo hizo por mi bien. Pero ya hemos superado eso, por favor. Numerosos estudios demuestran que pegar a los críos no sirve de nada; la última investigación (abril 2019), hecha por las Universidades de Míchigan y Texas con más de 160.000 niños, concluye que los azotes no sólo no funcionan, sino que además tienen efectos negativos: hay más probabilidades de que desafíen a los padres y de que tengan un mayor comportamiento antisocial, agresividad, problemas de salud mental y dificultades cognitivas.

La ciencia demuestra la inutilidad y el daño de los azotes, y por fortuna es una realidad cada día más evidente para todos. Francia ha sido el país número 56 en sacar una ley contra los castigos corporales; de hecho, y quizá para sorpresa de muchos de esos comentaristas indignados, España tiene una ley semejante desde 2007. Nuestra sociedad ha superado ya la penosa frase de “mi marido me pega lo normal”. Ahora a ver si superamos los bofetones.

Eso sí, prescindir de los castigos físicos no quiere decir dejar de educar a los niños, antes al contrario. Yo, que no tengo hijos, llevo teniendo perros 40 años. Permítanme la licencia de hablar de ellos. A mi primer perro, ignorante de mí, lo pegué para intentar enseñarlo. Fue un desastre toda la vida. Ahora mis peludos, a los que jamás he tocado, están incomparablemente más civilizados que aquel primer animal. Pero, claro, he tenido que esforzarme mucho más en su instrucción. Esa es la cuestión: educar es un trabajo constante y una inversión de tiempo importante. De lo que se deduce que dar un bofetón es un fracaso personal de quien abofetea. Como yo fracasé con mi pobre primer perro.

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