Sobre agendas y tiempo malgastado

Es muy difícil, lo sé, pero en travesías malas, como esta, tenemos que intentar hacer de cada día una obra de arte.

Imagen ilustrativa / Archivo
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Hace unos días me llegó por correo una agenda de 2021 editada por Random House para promocionar el pequeño ensayo Todos deberíamos ser feministas, de Chimamanda Ngozi Adichie. Es una libreta preciosa, con tapas duras de vibrante color naranja, cinta de punto de lectura e información sobre mujeres históricas. Perfecta para mí, en suma, porque me encantan los objetos de papelería en general y los cuadernos en particular. Pero, ya ven, cuando abrí el sobre y la saqué, el primer impulso que sentí fue el de arrojarla por la ventana en plan lanzador de disco olímpico. ¿Cómo? ¿Una agenda de 2021? ¿Ya? ¿Qué ha pasado con este 2020 que nos ha secuestrado y envejecido como si valiera por tres años, pero que por otra parte ha sido un tiempo quieto y vacío, un periodo inhabitado e invivible?

Que el tiempo es una ilusión es algo que la humanidad ya intuía antes de que llegara Einstein a decírnoslo. A lo largo de los siglos, los filósofos han intentado entender esa sustancia elástica y mudable en la que se desarrollan nuestras vidas. De todos es sabido que, de niños, las horas son larguísimas y los días eternos; pero que, a medida que envejecemos, el tiempo comienza a adquirir un ritmillo desoladoramente vertiginoso. Siempre he tenido la sospecha de que hay algo biológico en esa percepción tan desigual. Nuestras células, al envejecer, van reduciendo la actividad metabólica, van acortando las colas del ADN (los famosos telómeros), se van haciendo lentas e inhábiles. El reloj interno temporal puede residir en esas malditas células viejunas que tardan cuatro veces más en hacer las cosas, consumiendo así las horas a grandes mordiscos. Esto es: no es que nos parezca que el tiempo va más deprisa cuando somos viejos, es que de verdad va más deprisa.

Pero aparte de estas rayaduras mentales, está claro que hay un componente psicológico: no dura lo mismo la media hora que pasas en el sillón del dentista que la que vives entre los brazos de tu amante. Curiosa y paradójicamente, he advertido que, cuando haces menos cosas en tu vida, cuando tienes menos actividades, cuando te sientes impaciente o a disgusto, cuando te aburres, digamos, el tiempo se te hace larguísimo, pero en realidad es cuando más corre. Es entonces cuando miras hacia atrás y te preguntas: ¿pero adónde han ido los días, qué ha pasado? Ayer mi amiga Ana Arambarri me escribió: “He ido a comprar la agenda de 2021 y al pagar exclamé en alto; ‘¿Y para qué la quiero, si no tengo nada que anotar?’. El vendedor me respondió: ‘No es usted la única clienta que está deprimida”. Esa es la cuestión: el huracán de la pandemia ha vaciado nuestras agendas mentales y ha convertido el tiempo en un engrudo de travesía difícil. Ana Arambarri, por ejemplo, tuvo la mala suerte de publicar su último libro, Música contra los muros, a finales de febrero, y llegó el coronavirus y se lo comió (una pena, porque es un texto fascinante sobre la orquesta árabe-judía fundada por Barenboim). En mayor o menor medida, y en algunos casos de forma gravísima, esta pandemia nos ha desbaratado a todos la vida.

Miro ahora la agenda de Random, en fin, o contemplo las iluminaciones de Navidad, cuya llegada siempre me angustia un poco, pero que este año me siento tentada de apedrear, y de pronto se me ocurre que, si queremos recuperar nuestra existencia, lo primero que tenemos que conseguir es hacernos dueños de nuestro tiempo. En mi primera juventud, siendo tan sentimentalmente apasionada como era (ahora me estoy quitando), más de una vez quise borrar los días, deseé tirarlos por la ventana, que pasara el tiempo cuanto antes para poder llegar a la próxima cita con el amado de turno. Hasta que un día comprendí que los amantes pasaban, pero que las horas perdidas pesaban. Que eran vida muerta dentro de mí, porque no hay mayor riqueza en este mundo que ese brevísimo tiempo que nos toca a cada uno, y por tanto no hay estupidez más triste e imperdonable que malgastarlo o querer quemarlo. A partir de aquella pequeña revelación he procurado ser consciente del presente y respetarlo. Es muy difícil, lo sé, pero incluso en las travesías malas, como esta (mejor dicho: sobre todo en las travesías malas como esta), tenemos que intentar hacer de cada día una obra de arte.

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