Las encuestas no sirven para nada

Comenzaría allanando el análisis diciendo para qué no estamos: para decir verdades absolutas, para adivinar resultados, para mentir sobre cosas que no pasan, para halagar a personalidades de la política, para explicar tantas cosas que no sabemos, ¡sí, no sabemos! Y justamente, como no sabemos, desarrollamos estudios con los que buscamos aprender y aprehender la realidad para (ahora sí diría para qué sí estamos), hacernos mejores preguntas, generar hipótesis, dudar, cuestionar, incomodar. De hecho, no preguntamos para respondernos, sino para cuestionarnos las respuestas establecidas.

Oráculos, gurúes, adivinos, vaticinadores. Habladores, chantas, vendehumo, oportunistas. Encuestas, estudios, sondeos, mediciones.

Si acaso jugásemos a armar oraciones usando estas palabras, seguramente más de un creativo las uniría con suma facilidad. Por ejemplo: “Las encuestas son producto de chantas y vendehumo que se presentan como gurúes”...También, por qué no, sostener que “El encuestador X, gurú del dato, vaticinó el triunfo del candidato Y”; Así, podría jugarse un buen tiempo a construir frases, seguramente, con más ingenio y creatividad que estas, pero con la misma orientación invadida de un instalado y chato sentido común.

La intención de esta breve columna es la de compartir algunas nociones sobre qué es un estudio de opinión pública y para qué nos puede servir. Sin entrar en tecnicismos teóricos, citando autores o frases grandilocuentes, simplemente se trata de compartir, desde las experiencias transitadas, algunos argumentos que tensionen sobre una perpetua acusación, muchas veces sin argumento, respecto del para qué sirve una encuesta. O, la más trillada de todas, sobre la afirmación que indica que “las encuestas no sirven para nada, están obsoletas”.

Primero, la aplicación de la encuesta es un paso más dentro de una serie de procedimientos técnicos, con base científica, y es parte de algo más amplio y complejo; a partir de ahora, reemplazaremos el término encuesta por estudio, porque, en síntesis, de eso hablamos o debemos hablar si buscamos expresar lo que la opinión pública manifiesta en torno a un fenómeno como, por ejemplo, la política.

Un estudio de opinión busca reconocer tendencias, orientaciones y formas de percepción de la realidad de una población respecto de algún asunto. Hay sobre cientos de temas, pero, sin lugar a dudas, los estudios sobre política son los más castigados, paradójicamente, por la misma opinión pública. ¿Por qué? En primer lugar, nobleza obliga, porque muchas veces carecen de rigurosidad metodológica, sus objetivos son poco claros y quienes los realizan suelen subestimar muchos aspectos de los que esta tarea exige (tiempos, personal capacitado, logística, formación y rigurosidad en el control del proceso de toma del dato entre otros). En segundo lugar, porque se proyecta sobre estos resultados una voluntad de verdad, esa verdad que no existe como tal y que escapa absolutamente al espíritu de la pregunta, de esa que busca conocer, aprender y no muere ni mata (no debe hacerlo) por explicar.

Las recientes elecciones provinciales habilitaron un escenario, como sucede cada dos años, para todo tipo de pronostiquería (si acaso esa palabra existiese), una marea de meteorólogos electorales que, basándose en los estudios que mejor expresen sus intenciones y deseos, habilitarán a promisorias realidades futuras. En esa tormenta de datos muchas veces inconexa, caemos, sin opción, los llamados encuestadores. A quienes nos dicen de todas las maneras posibles (desde maestros a chantas, por ser leve en los adjetivos), y que sin problema asumimos. Pero lo relevante del asunto no radica en cómo podemos, o no, cargar con esos motes valorativos, sino mejor en poder discutir para qué estamos.

Comenzaría allanando el análisis diciendo para qué no estamos: para decir verdades absolutas, para adivinar resultados, para mentir sobre cosas que no pasan, para halagar a personalidades de la política, para explicar tantas cosas que no sabemos, ¡sí, no sabemos! Y justamente, como no sabemos, desarrollamos estudios con los que buscamos aprender y aprehender la realidad para (ahora sí diría para qué sí estamos), hacernos mejores preguntas, generar hipótesis, dudar, cuestionar, incomodar. De hecho, no preguntamos para respondernos, sino para cuestionarnos las respuestas establecidas. En ese preguntar surgirán argumentos vagos, menos precisos e incluso errados, pero pareciese que ciertos errores sirven de excusa para denostar a sus responsables. ¿Acaso la política misma no es un proceso de marchas y contramarchas y de tensiones que no se resuelven? ¿Acaso estas tensiones pueden resolverse desde los aportes de estudios de opinión pública? No subestimemos lo complejo que resulta la sociedad en sus decisiones y pensamientos o nos volverá a pasar otro Milei que “nadie vio venir”.

El estudio, pensado como encuesta, lógicamente carecerá de su espíritu crítico, porque es solo una descripción de una serie de respuestas a un estímulo que llamamos pregunta, como, por ejemplo: “¿a cuál de estas opciones votará en las próximas elecciones?”. Y en este mundo de lo inmediato, de caminos cortos, de experiencias efímeras, de lo superficial y cómodo, es más fácil esperar que una encuesta anticipe el porcentaje resultante de una elección, a que un estudio se cuestione sobre las construcciones que lleva el proceso político de una ciudad, provincia o país; uno que desnude a los intérpretes de la política y los vincule en procesos de mutua determinación con la ciudadanía, esa misma que padece los embates de la realidad lograda por haber elegido dichos caminos cortos.

Replantearnos los modos en que se ha entendido esa relación de poder entre la política, los políticos y la ciudadanía exige despojarnos de la pretensión de verdad. No sirve decir que un estudio es una foto de un momento o que muchos estudios consecutivos conforman la película, ¡basta de eso!, un estudio aportará herramientas para generar mejores preguntas, para cuestionar más profundamente nuestros procesos sociales y mejorar nuestras herramientas de sospecha sobre cómo esos procesos se determinan con la política. Dejemos de pretender que existan oráculos que adivinen y calmen ansiedades e inseguridades y optemos por someternos a las propias y poco apacibles tensiones de una sociedad cansada, pero con voluntad de vida digna.

* El autor es sociólogo especialista en temas electorales.

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