Leopoldo Lugones: el mayor de los venenos

El autor de “El libro fiel” conoció, a los 50 años, a la mujer que desencadenaría la pasión más arrasadora de su vida. El célebre poeta y la joven estudiante Emilia Cadelago fueron el nudo de una historia atravesada por la literatura, la política y la tra

Leopoldo Lugones: el mayor de los venenos
Leopoldo Lugones: el mayor de los venenos

I
Todos conocemos la historia negra de los Lugones: el poeta nacional que comulgó con la derecha, ideólogo del golpe militar de 1930 que derrocó al gobierno legítimo de Yrigoyen, escribiente de los discursos del general Uriburu, padre de un hijo torturador, iniciador de una genealogía de suicidios que culminaron con la muerte de su nieto Alejandro (el hijo de Pirí Lugones, desaparecida por la última dictadura), en el mismo Tigre que el abuelo había elegido para tomarse el whisky con cianuro.

Antes de eso, dos décadas y algunos años antes, Leopoldo Lugones caminaba de chaleco, leontina y cuello duro por las calles de Buenos Aires con el pecho inflamado. Era la voz del Centenario, amigo de los generales, el escritor más respetado por el poder, el caballero que se autoproclamaba “único esposo fiel de toda la ciudad”.

Se había casado joven con Juanita González, el primer amor de su vida, con la firme idea de formar una familia con principios. Ambos eran oriundos de Córdoba, pero pronto de trasladaron a la capital de país, donde Leopoldo fue consolidando su carrera de escritor.

Tuvieron un hijo, Leopoldito, único heredero de la familia, uno de los personajes más nefastos de la historia argentina. La única gloria de Polo, como se lo conocía, fue convertirse de adulto en el instaurador de la picana eléctrica como método de tortura nacional.

Pero mientras Leopoldito crecía acogotando gallinas como pequeño psicópata, antes de convertirse en comisario del terror, su padre se lo pasaba dando cátedra de fidelidad. En 1912, Lugones decidió consagrar un libro a su abnegada esposa Juanita, titulado “El libro fiel”, con una inscripción latina: Tibi, unica sponsae, turtura meae, unicissimae, que puede traducirse como: “Para ti, mi única novia, mi tórtola, sin igual mía”.

II
"Cuando Lugones conoció el amor: cartas y poemas inéditos a su amada", edición de María Inés Cárdenas de Monner Sans, Seix Barral, 1999, 310 páginas.

En ese volumen, la profesora Cárdenas, autora de libros como “Martín Fierro en la conciencia nacional”, cuenta la otra historia. En 1932, se hizo amiga y confidente de una muchacha discreta que, al egresar del Instituto del Profesorado, iba como oyente a algunos cursos de Filosofía y Letras, en especial de historia antigua.

A Emilia Santiago Cadelago no le gustaba contar intimidades pero, cuando se volvió a encontrar con María Inés en la Escuela Normal, le confesó que estaba enamorada de un gran poeta argentino. ¿Lugones?, dedujo Inés. Emilia no lo negó. Desde entonces, Cárdenas la consoló hasta el final y se convirtió en su albacea cuando Emilia Cadelago murió en 1981.

Poeta y estudiante habían intercambiado cientos de cartas. Leopoldo le escribió: “Mi amor en tus ojos, el cielo./Mi amor en tus manos, la suerte./ Mi amor en tu boca, el anhelo./ Mi amor en tu alma, el consuelo./ Mi amor sin el tuyo, la muerte”.

Eso, entre manuscritos cubiertos por las manchas de sangre y semen con que el amante subrayaba su pasión.

Dice Ariel Schetini: “Lugones enamorado recorre en su epistolario una zona notable de sus preferencias eróticas. Los pies de la amada como el lugar del placer del humillado que no deja de citar en cada carta, o la constante ansiedad y el suspense dedicados a los encuentros e incluso la retórica paranoica del secreto que aparece cuando los teléfonos son intervenidos por la policía o su correspondencia violada (Polo Lugones, su propio hijo, era el oficial de policía que los investigaba), construyen un Lugones que no tiene nada que envidiar al Sacher-Masoch de La Venus de las pieles”.

III 
Los datos son escasos pero es posible suponer que la pasión duró seis años. Corría 1926 cuando Emilia Cadelago se acercó a la Biblioteca del Maestro, situada en la calle Rodríguez Peña, entre Paraguay y Marcelo T. de Alvear, donde habitualmente trabajaba Lugones.

Era sólo un trámite: la joven estudiante necesitaba una copia del libro “Lunario sentimental” que no había podido conseguir para su tesis universitaria.

No cuesta adivinar que fue un encuentro poderoso. Lugones le entregó un ejemplar de “Las horas doradas”, en lugar de “Lunario sentimental”, pero pocos días después Emilia comenzó a recibir llamados y cartas.

Aunque era mucho mayor que ella,  ambos se entregaron a un romance tan intenso como perturbador que pasó del platonismo a la práctica.

La pareja se reunía en un mini departamento de Retiro. Pero ese sueño clandestino de seis años se quebró cuando el hijo de Lugones, que entonces ya tenía 35, descubrió la verdad y amenazó a la familia Cadelago para que Emilia dejara a su padre. Al enterarse, los Cadelago decidieron enviar a su hija a Montevideo, a fin de alejarla definitivamente del desastre.

El poeta enloqueció. Se desesperó. Pasó seis años intentando recuperar a su amada. No hubo chance. Ya desencantado con la vida (incluyendo la política) decidió suicidarse el 18 de febrero de 1938, en una sobria habitación de una hostería del Tigre.
Emilia murió soltera, casi cinco décadas más tarde.

IV 
En 1932, ya a los sesenta años, Leopoldo Lugones (hijo), comisario de policía, interviene los teléfonos y graba los intercambios de la pareja clandestina. Se presenta con los padres de Emilia y los amenaza: si no cortan de inmediato esa relación, hará que declaren loco a su padre y lo encierren en un manicomio.

En medio de ese escándalo, Lugones escribe estas cuartetas: “Calladamente la vida,/Calladamente se va./Calladamente cumplida,/Pronto mi hora llegará./Calladamente la espero/ Desde que te vi partir./Calladamente te quiero,/Y así me voy a morir”. Pero soporta otros seis años los reclamos de ese hijo al que llama “un esbirro”.

Se pone a trabajar en una biografía del general Julio Argentino Roca, el que llevó a cabo la “conquista del desierto”, esa masacre para la “limpieza étnica” de los pueblos originarios de la pampa y el sur.

Escribe una nota para ser leída póstumamente. Un favor: “No puedo concluir la historia de Roca. Basta. Pido que me sepulten en la tierra sin cajón y sin ningún signo ni nombre que me recuerde. Prohíbo que se dé mi nombre a ningún sitio público. Nada reprocho a nadie. El único responsable soy yo de todos mis actos”.

Toma el camino a El Tigre. Compra arsénico en una farmacia de paso. Lugones llega a una de las islas y alquila un cuarto en un hotelito llamado “El Tropezón”. Toma el veneno y espera. Era una dosis menor, así que la agonía fue larga y dolorosa.

En alguna parte del olvido, había quedado el joven Lugones que comenzó su carrera como militante anarquista y socialista. Se afianzaba, sin embargo, la imagen del canonizador del Martín Fierro, que buscaba legitimar sentimientos xenófobos. Y la del ideólogo de la militarización de la cultura latinoamericana.

Es curioso que en 1926 (el mismo año en que conoce a Emilia), invitado por el gobierno del Perú, Lugones pronunciara su ya célebre “Discurso de Ayacucho”, en el que alentaba al poder militar a “salvar” nuestra región, tal como nos habían “liberado” un siglo antes. Llamó a ese ciclo redentor “la hora de la espada”, que sonaba nuevamente para Latinoamérica.

Interesante lo que observa Schetini: “El hombre ‘más fiel del mundo’ y que dedicó un libro a esa ‘virtud’, termina acorralado por las mismas cárceles sociales que contribuyó a erigir. De un modo o de otro, es inevitable pensar que no fue sino una víctima de un Estado de vigilancia y represión que él mismo ayudó, literalmente, a engendrar, y que padeció”.

Peligré y la muerte 
Por mis ojos vi. 
Riesgo y ventura 
Fueron para ti. 
Con espada y firme 
brazo combatí (...). 
Si cayera un día 
Como no caí 
Mi último suspiro 
Será para ti.

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