Denuestos e insultos

Hay una costumbre, hoy arraigada, de expresarse a través de palabras malsonantes, cargadas las más de las veces de rencor e intransigencia.

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Enamorada de la lengua latina desde mi adolescencia, siempre busco, en las etimologías y en aspectos de aquella cultura, raíces y explicaciones para hechos de la vida contemporánea. Uno de estos aspectos viene dado por la experiencia plasmada en refranes que han perdurado por más de veinte siglos y que pueden aplicarse perfectamente a conductas actuales. Así, quiero traer hoy, para su análisis el pensamiento de Juvenal “Mali hominis pars pessima lingua est”, cuya traducción es: “La peor parte de un mal hombre está en su lengua”.

¿Por qué me ha parecido oportuno detenerme en este pensamiento? Lo he hecho por la costumbre arraigada del hablante de hoy, sin diferencia de edades, de expresarse a través de palabras malsonantes, cargadas las más de las veces de rencor, de animadversión, de intolerancia e intransigencia.

Ese tipo de vocabulario no escandaliza a un especialista en lengua, pues no es el término en sí el que se considera, sino la intención ofensiva del que lo usa para atacar e irritar a su interlocutor, al que considera su enemigo. No es “mala” la palabra, sino el designio con que es utilizada.

Acabamos de vivir una época de ataques muy fuertes en una campaña electoral signada por la agresividad: ¿qué vocablos del idioma engloban este tipo de terminología?

Por un lado, encontramos el sustantivo ‘denuesto’ y el verbo ‘denostar’: ambas voces nos remontan al latín “dehonestare”, cuyo valor significativo era “deshonrar”; por eso, si denostamos, si proferimos denuestos, estamos injuriando gravemente, infamando de palabra.

Un denuesto se concibe como una injuria grave, de forma oral o por escrito: “Lo más triste de esta campaña fueron los denuestos que causaban muchísimo daño”.

El carácter nocivo de un denuesto se debe a que ‘infama’, porque precisamente la acción de ‘infamar’ consiste en “quitar la fama, honra y estimación a alguien o algo personificado”. Por ejemplo: ”No se detenían a verificar la verdad de las afirmaciones, sino que infamaban a cada opositor sistemáticamente, con todas las consecuencias que ello suponía”.

El diccionario académico incluye el término ‘injuria’, que queda definido, desde el punto de vista del derecho, como una “acción o expresión que lesiona la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación”. Además, es un “agravio, un ultraje, un hecho o dicho contra razón y justicia”: “En sus declaraciones, fue injuriando de manera agresiva a personas totalmente inocentes”. Vemos que en la definición, aparece el concepto de “justicia”, lo cual se advierte en la etimología de ‘injuria’, término latino formado por el prefijo negativo ‘in-’ y el sustantivo ‘ius, iuris’, equivalente a “derecho” y “justicia”.

Un término nos va llevando a otro, puesto que un ‘agravio’ constituye una ofensa a la fama o al honor de alguien; además, se concibe como un “perjuicio que se hace a una persona en sus derechos e intereses”: “Será difícil rescatar a esa figura después de los agravios de que fue objeto”.

La mayoría de los hablantes engloba todos estos términos malsonantes y ofensivos bajo la denominación de ‘insulto’, vocablo emparentado con el verbo ‘insultar’: su definición es “ofender a alguien provocándolo e irritándolo con palabras o acciones”: “Lo ha humillado a través de insultos descalificadores”.

Muy vinculado a este concepto se encuentra el sustantivo ‘dicterio’, entendido como un “dicho denigrativo que insulta y provoca”: “Su alocución fue una enumeración de dicterios que ofendieron a los adversarios”.

En ese cúmulo de términos ofensivos, se encuentra también el sustantivo ‘improperio’ que, en una gradación semántica, es peor que los vocablos ya vistos pues se refiere a una “injuria grave de palabra y, especialmente, la que se emplea para echar en cara algo a alguien”: “En el careo, se enfrentaron los involucrados y no ahorraron improperios para ofenderse mutuamente”.

Resulta también muy dura la valoración del vocablo ‘ultraje’, con su correspondiente verbo ‘ultrajar’: se trata de palabras que significan “ajar”, esto es, “tratar mal a alguien para humillarle”.

Otra definición incorpora el concepto de “hecho o insulto que ofende a una persona por atentar contra su dignidad, su honor, su credibilidad, etc., especialmente cuando se hace en público y con cierta violencia”. En su formación, se halla la voz latina “ultra” (“más allá”), que sirve para dar a entender que se han violado los límites, que se ha ido más allá de lo aconsejado y permitido: “Esas expresiones constituyen un ultraje para su buena fama”.

Completan este repertorio de términos desvalorizantes las palabras ‘afrenta, afrentar, afrentoso’, que se refieren al ataque que se efectúa contra alguien, para humillarlo y ofenderlo: “La condena del acusado se realizó en vocablos afrentosos”.

Cualquiera de las voces consideradas hasta ahora responde al concepto encerrado en el verbo ‘ofender’, definido como “humillar o herir el amor propio o la dignidad de alguien, o ponerlo en evidencia con palabras o con hechos”: “Con esas palabras, me ofendió profundamente”. Se le vinculan el sustantivo ‘ofensa’ y el adjetivo ‘ofensivo’.

¿Con qué cualidades es posible calificar este modo de hablar? El primero que viene a nuestra memoria es ‘ordinario’, dado que se trata de un vocabulario vulgar y de poca estimación; también, ‘soez’, adjetivo que conlleva las cualidades de “grosero, vil”; asimismo, ‘grosero’ es un término que nos da idea de “falto de delicadeza”; ‘basto’, a su vez, aporta la idea de “tosco, sin pulimento”.

Amplía estos conceptos el adjetivo ‘chabacano’, equivalente a “de mal gusto”; finalmente, el adjetivo ‘vil’ es sinónimo de todos ellos al descalificar un término por “bajo, despreciable, indigno, infame”.

Sin recurrir a consejos ni a lugares comunes, seamos capaces, cada uno desde nuestro lugar de acción, de expresarnos con elocuencia, esto es, de usar nuestra facultad de hablar o de escribir de modo eficaz; de esta manera, lograremos enseñar, si nuestra intención es docente; agradar si nuestra finalidad es estética y persuadir si deseamos ser convincentes. Que se concreten en nuestra expresión aquellos principios ciceronianos tan sintética y sabiamente expresados en el famoso “docere, delectare et movere”.

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