El último problema de Ordóñez - Por Javier Hernández

Sexta entrega de la serie de cuentos inéditos mendocinos, que ofrece cada domingo Los Andes.

El último problema de Ordóñez - Por Javier Hernández
El último problema de Ordóñez - Por Javier Hernández

La pareja se arrimó por el rancho temprano, casi de madrugada y con pocas expectativas de encontrar algo porque ya habían buscado allí mismo solo unas horas antes; volvían sin una mejor idea y más que nada para cumplir con la formalidad de revisar la casa dos veces, que más tarde iban a demandar el juez y el expediente; andando nomás entonces y sin pretender sorpresa, los milicos se adentraron rumbo al puesto perdido entre los montes, a través del angosto camino que culebreaba desde la ruta y que por aquellos días se había reducido a una huella estrecha, después de un marzo demasiado lluvioso que despabiló a la jarilla y la animó a ganar espacios por entre los alambrados.

Sin posibilidad de entrar con el patrullero, los policías habían dejado el vehículo en la banquina y junto a los palos que bloqueaban el inicio de la huella; desde allí y en fila de dos se adentraron en el campo hacia el oeste, por entre el claro que dejaba el yuyerío y con los borcegos enterrados a cada paso en la arena suelta. Diez minutos después y rodeados por el monte que ocultaba cualquier indicio de la ruta tomaron por un surco que se abría al norte y caminaron otro rato más, uno detrás de otro, siempre en silencio, sin decirse palabra.

Fue al salir del último recodo que sin esperarlo lo vieron, a lo lejos, como a unos cincuenta metros detrás de la tranquera en la que finalmente topaba el camino. Aquel hombre era buscado por toda la policía de Santa Rosa desde la tarde anterior y allí estaba, junto a su casa y sin ningún apuro, al reparo de un árbol frondoso. Desde la distancia que marcaba la tranquera los milicos lo vieron arrodillado, sentado sobre sus talones y de espaldas a ellos y también al rancho: un pequeño albergue chato y oscuro, de adobes cuarteados por los años y apenas más viejo que el pimiento grueso que le daba sombra. Inmóvil y de cara al sol que asomaba rojo por detrás del monte, el puestero tenía la cabeza inclinada y apoyada contra el pecho, los brazos quietos sobre el regazo.

De lejos parecía que estaba como rezando, explicó más tarde en el despacho del comisario, el primero de los dos suboficiales que se arrimó hasta el rancho.

¿Y de cerca?, preguntó el superior.

Y de cerca también, mi comisario. Claro que ya visto desde muy cerca el asunto cambiaba y se veía clarito el balazo arriba de la oreja y el arma a un costado. Pero igual el finado quedó así, arrodillado y sin caerse del todo, como si antes de terminar hubiese estado rezando o pidiendo algún perdón. Más que seguro mi comisario, que el Ordoñez se habrá ido del mundo con el remordimiento en la conciencia de que había matado a alguien.

Pero mirá vos Colombo qué teoría más interesante sacás del birrete. Ahora va a resultar que ya no sos más mi cabo primero sino que te llamás detective Colombo… ¡Como el de la tele!, soltó el comisario Pereyra, pesado y burlón como acostumbraba y dueño además de una risa atropellada de dientes manchados de tabaco y descuido.

Dentro del despacho la siesta era sofocante, no solo por el calor que sumaban cuatro milicos en una estrecha oficina con ventana al norte, sino porque el ventilador que colgaba desde la tirantería del techo de chapa a dos aguas llevaba tiempo roto. El intendente le había prometido a Pereyra mandarle algún municipal para reparar ese aparato y otros dos ventiladores igual de estropeados, pero la promesa había sido en diciembre, durante un acto escolar que los tuvo en el mismo escenario y desde entonces había pasado todo el verano sin noticias.

El de la tele era Columbo, con una U, corrigió el cabo sin muchas ganas, pero al comisario el detalle ortográfico le importó nada. Ah, ¿sí? Miralo vos al detective Colombo, insistió chistoso y los otros dos suboficiales festejaron la ocurrencia, no tanto por lo divertida sino más bien con la idea de congraciarse con el jefe.


El último problema de Ordóñez, de Javier Hernández | Ilustración: Gabriel Fernández.
El último problema de Ordóñez, de Javier Hernández | Ilustración: Gabriel Fernández.

Investigar al muerto no fue problema porque no era un extraño: durante 46 años y hasta la noche en la que debajo de un pimiento decidió darse un tiro, el hombre al que encontraron de rodillas a la salida del sol fue Omar Ordoñez, un puestero parco y solitario, ducho con el caballo y con el cuchillo pero corto en el trato; un hombre acostumbrado al trabajo de campo y a las culebras más que a la gente, un mamado tranquilo los días domingo y poco putañero que no tuvo problemas serios con la ley ni la comisaría, que hizo alguna amistad pero ninguna familia y que según se supo, había llegado del Tucumán siendo un muchacho y se afincó para siempre a 60 kilómetros al norte de la villa de Santa Rosa, en el puesto La Greda, donde la tierra y la vida son austeras y sacarles algún favor es difícil y trabajoso.

A Ordoñez lo buscó una comisión policial durante la tarde y la noche del 30 de marzo de 2006 pero fue recién a la mañana siguiente y en la segunda inspección que hicieron a su rancho, cuando lo encontraron: arrodillado y como rezando, según imaginó Colombo, pero muerto en definitiva, con un agujero en la sien derecha que casi ni sangre había soltado y un revolver 22 sobre la tierra, a veinte centímetros de su mano, donde también había una vaina servida.

Todo indica que hasta que llegaron los primeros efectivos no hubo, además de la víctima, otra gente en el lugar y que se trató de un suicidio, concluyeron los peritos tras revisar el lote y la vivienda, en un informe breve de un par de carillas. Una semana después, el forense ratificó la hipótesis e indicó que el cuerpo no tenía signos de violencia a excepción, claro, del balazo en la cabeza.

El cuerpo permaneció en la morgue del hospital Perrupato durante 20 días sin que lo reclamaran y después, como ocurre con muchos de los muertos sin destino, fue enterrado sin mayor trámite en el viejo cementerio de El Ramblón, debajo de una cruz anónima que el sepulturero de turno improvisó sin pasión y con dos tablas.

El último problema de Ordoñez, ese que resolvió apuntándose una bala de calibre 22 sobre la oreja, empezó la tarde anterior a su muerte y a mitad de camino entre el almacén del Colorado Morales y el puesto de Ramón Felice, un vecino con quien el tucumano se tomó unos vinos y después se peleó trágicamente; aunque según lo reconstruido, lo que hubo entre ambos fue más bien una bronca o un disgusto que habrá subido de tono, pero que no llegó a ser pelea porque Ordoñez clausuró la discusión temprano, cuando primereó el facón que guardaba entre la faja y tan veloz, que el otro no atinó a correrse siquiera y así, sin anticipar el arco que trazaría el acero en el aire, a Felice solo le quedó la sorpresa de mirarse las vísceras al descubierto. Una queja habrá soltado al sentir que el filo le abría la panza, tal vez lanzó un insulto y hasta algún manotazo pero no mucho más y ahí, sin fuerzas y lleno de horror se desplomó, sujetándose las tripas con las manos y manchando la tierra de oscuro con su sangre. Así lo contaron las huellas en el lugar y algo agregó un peón de apellido Galíndez, que aquella tarde seguía a pie el mismo camino y que encontró a Felice despatarrado junto al alambrado, la cara contra el suelo y resoplando arena.

El Ordóñez se fue a caballo y el otro muchacho quedó tirado y casi que no se movía, recordó Galíndez cuando el juez lo citó a declarar: Me arrimé un poco miedoso porque pensé que estaba muerto, pero seguía vivo, solo que desinflado, como en las últimas.

Tras el ataque, Ordoñez montó su criollo overo y escapó enseguida; luego se supo que durante horas anduvo sin rumbo, que pasó por una aguada a limpiarse la sangre, que hizo fuego al resguardo de una loma y que se arrimó por la ruta pero que desistió; también que se cruzó con un vecino de apellido Toledo, que volvió a internarse en el campo y que por fin huyó hacia el rancho y atrapado en la desesperación se pegó aquel tiro que lo dejó arrodillado debajo del pimiento y como rezando. Al revisar el puesto, los policías hallaron pisadas que iban y venían entre el rancho y el corral de cabras donde había atado el caballo a unos palos.

Parece como si hubiese dudado mucho y durante largo rato no supo qué final darle al problema, si escapar, entregarse o pegarse un tiro, le contó Colombo al comisario Pereyra. Algo parecido a lo que supuso el cabo concluyeron los peritos.

Lo irónico del asunto es que a pesar de las heridas, Felice no murió aquella tarde ni tampoco la siguiente y un par de semanas después, mientras se recuperaba en una sala del Perrupato, fue a verlo el juez a cargo de la investigación. No me acuerdo, contestó Felice a las preguntas del magistrado y así se mantuvo durante el interrogatorio, entre la confusión y el silencio. Apenas si contó que Ordoñez lo atacó sin darle tiempo a defenderse, pero nada aclaró sobre los motivos; de todos modos, para el juez fue suficiente y con ese último trámite dio por cerrado el caso. No habían pasado ni 30 días.

De entrada el expediente se caratuló suicidio y por eso nunca se investigó demasiado, me dijo Colombo unos años después, mientras recordábamos el caso: El motivo de aquella discusión que terminó con la muerte de Ordoñez es un misterio que Felice nunca quiso aclarar.

Después de una pausa Colombo agregó: Mire, esos dos eran conocidos, pero también eran buenos vecinos. Ramón Felice tenía su puesto casi en el límite con Lavalle, a no más de cinco kilómetros de las tierras de Ordoñez; era gente con los mismos intereses y las mismas preocupaciones: negociar el precio de sus chivos, aliviar las pestes del ganado, conseguir del municipio alguna tancada extra de agua que siempre es poca en el desierto y avisarse de los pumas y también de los robos, que no voy a negar que existen; pero también compartían la diversión y se veían en algún baile de fin de mes, en las cuadreras o en las peleas de gallo y pasaban tardes enteras de domingos con los naipes, el tabaco y el vino.

Nunca pudimos aclarar qué fue lo que en realidad ocurrió, insistió Colombo, que para ese entonces había ascendido y hasta despacho propio tenía: Ordoñez era diestro con el cuchillo y le gustaba fanfarronear esa habilidad, pero no era peleador ni pendenciero y nunca dio problemas. La verdad es que no hubo ganas de investigar los secretos entre esos dos puesteros.

Lo poco que se sabe de aquella tarde es que unas horas antes de la pelea, Felice montó a caballo y pasó a buscarlo a Ordoñez por su rancho, y que después bajaron juntos hasta la proveeduría El Colorado, una suerte de almacén junto a la ruta que surte de víveres, balas y tabaco. Allí, después de comprar algunas cosas y encargar otras, Felice y Ordoñez charlaron largo rato y comieron, sobre una mesa de plástico y debajo de la galería de cañas, una picada de salame y queso que acompañaron con unos vasos de vino.

Entrada la tarde y con el sol rojo en el horizonte, los hombres se despidieron del almacenero y decidieron la vuelta. Era gente que venía siempre, clientes del lugar, yo no les vi mala intención ni enojo, recordó el dueño del almacén a los dos días, cuando la policía pasó a preguntar. Lo demás es confuso, un entrevero en el camino que terminó mal.

Sentado frente al juez, Felice se guardó la solución al problema y la verdad es que la Justicia tampoco insistió ni buscó por otro lado, me dijo Colombo y siguió: Felice nunca fue bueno con el cuchillo y eso lo puso en desventaja, pero esa torpeza no necesariamente significa que haya sido inocente de todo; mire, el que sabe pelear se anticipa, el que sabe se fija siempre en la mirada y no tanto en la mano que sostiene el arma porque así, mirando a los ojos del otro es como el que conoce de pelear adivina su intención, no sé si me explico.

Lo último que supe es que cuando Felice recuperó la salud y pudo vender sus tierras dejó el rancho y se fue de Santa Rosa; creo que ahora anda por Alvear, arriesgó Colombo y cerró: Alguien me contó que de vuelta al puesto, Felice nunca más vivió tranquilo y que por las noches había empezado a asustarse con aparecidos que venían murmurando cosas desde el campo vecino. Vaya a saber, en una de esas eran fantasmas nomás, que por acá son cosa cierta, o capaz que no y solo era alguna culpa grande la que volvía en las noches y no lo dejaba dormir tranquilo..

(*) Javier Hernández nació en Mendoza en 1972. Estudió Comunicación Social en la UNCuyo y trabaja en diario Los Andes como corresponsal de la zona Este y editor. Por su cuento Una lluvia interminable ganó el primer premio en el Certamen Literario Cuyo 2019. Autor de diversas obras, entre ellas Plaza Bonsái (libro de microcuentos con fotos de Luis Amieva, publicado en 2009); El Roto (libro de relatos publicado en 2011) y de Infiernos íntimos (obra ganadora del Gran Premio Literario Vendimia de Cuento 2007, organizado por el Gobierno de Mendoza y publicado durante ese mismo año). En 2019 ganó el Certamen Regional Cuyo con su cuento Una lluvia interminable.

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