Apuntes de viaje: imposible no perderse en la traducción cuando se visita Japón

La barrera ideomática es todo un desafío para quienes visitan el país nipón. Aquí te contamos una experiencia.

Es imposible no perderse en la traducción cuando se visita Japón. Sofía Coppola lo advirtió en el nombre de su filme –Lost in Translation, 2003- que (paradójicamente) producto de esa pérdida o licencia creativa que impera en la traducción de nombres de películas, llegaría a la Argentina como Perdidos en Tokio.

Para alguien occidental visitar Japón, supone sentirse en otro planeta. Aquí todo llama la atención y no tardo en entender por qué los nipones tienen fama -cuando viajan- de ser fotógrafos crónicos ¡Es que para ellos todo debe resultar tan extrañamente diferente! Y tomando una foto se deja registro de esa, para ellos, exótica diferencia.

Son las primeras horas en Osaka, la tercera ciudad más grande de Japón, y también las primeras horas en el país del sol naciente. Pienso que en Mendoza ya es noche cerrada, mientras intento descifrar qué tipo de boleto necesito para llegar a destino. Miro encandilada todo lo que me rodea y una voz interior no deja de repetir: “Woooww… Japón”.

Sepan entender mi sorpresa de primeriza en el imperio, pero no puedo salir de mi asombro y es que la agudeza de la observación resulta crucial en un lugar tan diferente. Aquí, la enseñanza popular que reza “donde fueres, haz lo que vieres” es -en muchos momentos- decisiva. En los buses de Kioto la vieja capital imperial, por ejemplo, se ingresa por la puerta trasera y se paga el boleto antes de salir por la puerta delantera. Aunque ésta, es sólo una muestra de las tantas acciones que, en Japón, se hacen sencillamente de otra manera.

Rápidamente caigo en la que cuenta de que las situaciones más cotidianas pueden transformarse en este país, en una empresa de una inédita y graciosa dificultad. El simple hecho de pedir una comida en un restaurante se convierte en un auténtico acto de fe cuando la carta está íntegramente en japonés. Era de esperarse. Estoy en Japón después de todo y la barrera idiomática hace imposible entender una sola palabra.

¿Lo gracioso? El show de señas, sonrisas, balbuceo de palabras en un inglés cuya ciudadanía universal es aquí, cortés pero olímpicamente desconocida, susurro tímido de palabras en un japonés iniciático y demás ademanes dignos de alquilar balcones, para luego simplemente darse por vencida y señalar uno de los renglones de la carta. Pero de eso se trata muchas veces viajar; de abrirse a lo desconocido; de enfrentarse a situaciones diferentes; de probar cosas nuevas ¿O no?

Sin embargo, quien no haya visitado estas latitudes no debe preocuparse. En primer lugar está la exquisita amabilidad japonesa que, a diferencia de muchos países europeos y asiáticos, siempre juega a favor del viajero en este tipo de situaciones. En segundo lugar, la mayoría de los restaurantes cuentan con maquetas de tamaño real de sus platos lo cual hace mucho más fácil la tarea de indicar a nuestro anfitrión la opción precisa.

En el caso de esta primera cena en Osaka, lejos de exasperarse ante la diferencia idiomática, la señora de ese pequeño restaurante de un barrio residencial de la ciudad, hará lo posible para poder entender. En este sentido, la tradicional tecnología oriental es otro punto clave.

Los japoneses suelen tener aplicaciones para traducir, tanto palabras, como oraciones por lo cual es común que ofrezcan sus celulares para que el turista escriba lo que quiere decir en su alfabeto y automáticamente se le exprese a ellos en indescifrables caracteres nipones.

O aplicaciones que permiten tomar una foto y traducir el texto que contiene. De una u otra forma, la comunicación se reduce a aspectos básicos. Entro en un local de sushi para llevar y por más que intento preguntar qué recomiendan; si tienen piezas vegetarianas o pedir una doble ración de salsa de soja, sólo puedo sonreír y señalar las bandejas ya preparadas que exhibe la heladera: las reglas de no manejar el idioma. Aun así logro hacerme entender y salir del local no sólo con sushi sino también con una bolsa de galletas que la señora entrega  a modo de regalo.

Contagiada por la cortés amabilidad nipona, más tarde corresponderé llevando monedas y billetes extranjeros –a los japoneses les gusta exhibir en los mostradores de sus negocios dinero de otros países-; gesto al que luego ella volverá a corresponder con otro presente, una pequeña imagen tallada en madera. Una vez más, la amabilidad japonesa impera sobre cualquier barrera idiomática y la comunicación no verbal, es protagonista cuando faltan las palabras.

No recuerdo si fue en una entrevista o en alguno de sus libros, que el escritor español Javier Marías - quien fuera profesor en Oxford y traductor de obras al español como Tristam Shandy- decía que, en cuestiones de idiomas, todo puede traducirse y sin embargo, nada puede traducirse por completo. Esa paradoja que ofrecen los idiomas, donde hay palabras y expresiones que nunca encontrarán su exacta correspondencia en otra lengua. Así el viajero en Japón, en un momento u otro, siempre termina por perderse –indefectiblemente- en la traducción para que la inefable amabilidad nipona lo rescate de ese laberinto idiomático.

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