Las ciento una velitas que Kirk Douglas soplará hoy con buena salud, lo ponen en un plano de igualdad con Olivia De Havilland -la Melanie Hamilton de "Lo que el viento se llevó", que cumplió la misma edad en julio pasado-, dentro de esa categoría de seres inmortales gracias al celuloide.
Douglas fue famoso por el hoyuelo en el mentón, en plena competencia con Robert Mitchum, y para muchos será por siempre la cara del esclavo insumiso Espartaco, del film homónimo dirigido por Stanley Kubrick; el Vincent Van Gogh de "Sed de vivir", el Capitán Nemo de "20.000 leguas de viaje submarino".
Nacido como Issur Danielovitch Demsky en Amsterdam, Nueva York, el 9 de diciembre de 1916, hijo de inmigrantes rusos de origen judío, a los que recordó como “pobres y analfabetos; al llegar a Estados Unidos creían que las calles iban a tener adoquines de oro” y acotó que su padre “se hizo trapero porque a los judíos les estaba prohibido trabajar en las fábricas”.
Eso fue lo que lo llevó, ya famoso como Kirk Douglas, a escribir en los ‘80 “El hijo del trapero”, un libro de memorias que van desde el doloroso principio de la familia en su nuevo mundo, hasta sus propias y divertidas peripecias infantiles. “Quise buscar mis raíces -contó en una entrevista-, soy un esnob al revés, y en el libro intenté recuperar mi infancia, que estuvo marcada por la tragedia de no haber tenido una mejor relación con mi padre, que se marchó muy pronto y me dejó solo con mi madre y mis seis hermanas”.
Pese esa pobreza tuvo el empuje para abrirse paso en la vida y llegar donde llegó. Siempre apuntó a lo más alto y su extraordinaria fuerza interpretativa, su apostura física y su inmenso talento dramático, lo convirtieron en una de las más rutilantes estrellas de posguerra; dentro de un equipo que integraban también Burt Lancaster, Gregory Peck, Montgomery Clift, Richard Widmark y Humphrey Bogart, entre pocos más.
Antes, durante sus estudios universitarios becados, había sido campeón de lucha libre y mucha de la tosquedad de los barrios bajos que arrastraba fue limada hacia 1939 por su profesora Louise Livinston, quien le inculcó el amor por la literatura y el arte, además de haberlo incitado a probar suerte en las tablas mientras -se rumorea- le aportaba nociones sobre el placer.
Pocos años después cumplió papeles de reparto en teatros de Nueva York y Pensilvania, hasta que en 1941 Broadway le abrió sus puertas para que debutara en “Otra vez primavera”. Pero llegó la Segunda Guerra y lo envió a la Marina.
Al volver a la vida civil se reencontró con Lauren Bacall, quien le había echado el ojo en tiempos universitarios, ahora pareja estable de “Bogie” y en la cúspide de la ola por haber interpretado “Tener y no tener”, de Howard Hawks. La recomendación de la bella al productor Hal Wallis determinó que Douglas enfrentara una cámara por primera vez en “El extraño amor de Martha Ivers”, de Lewis Milestone, que en 1946 cambió su destino para siempre.
En su extensa filmografía, con más de 60 títulos, hay lugar para "Electra" (1947), de Dudley Nichols, "Carta a tres esposas", de Joseph L. Mankiewicz, y "El triunfador" (1949, Oscar a Mejor Actor), "Cadenas de roca", de Billy Wilder, y "Sangre en el río" (1952).
La lista sigue: "Sed de vivir" (1956), de Vincente Minnelli, "La patrulla infernal", de Stanley Kubrick, "Espartaco" (1960), de Kubrick, "La lista de Adrian Messenger" (1963), de John Huston; entre más.
Filmó también “Primera victoria”, de Otto Preminger, "Los héroes de Telemark", de Anthony Mann, y “¿Arde París?” (1965), de René Clement, “El arreglo”, de Elia Kazan, y “Furia” (1978), de Brian de Palma, entre muchos films menores.
El último título protagonizado por el centenario actor, visto en salas argentinas, fue “Herencia de familia” (2003), de Fred Schepisi, y a lo largo de toda esa carrera Douglas tuvo tiempo para casarse con Diana Dill y luego con Anne Buydens -aún con vida-, con quienes tuvo a sus hijos Michael, Joel, Peter y el fallecido Eric; el primero de ellos, con una jugosa historia profesional y personal.