Historias de vendedores ambulantes que buscan una oportunidad para ganarse la vida

La lista de “baratijas” que ofrecen los buscavidas en las zonas céntricas del Gran Mendoza se incrementó con la pandemia. Muchos encontraron en la calle una forma de sobrevivir.

Carlos Chaparro (23 años) admite que “la calle tiene de todo, en especial grandes personajes” y que ha cosechado amigos gracias a su trabajo. / Foto: Orlando Pelichotti
Carlos Chaparro (23 años) admite que “la calle tiene de todo, en especial grandes personajes” y que ha cosechado amigos gracias a su trabajo. / Foto: Orlando Pelichotti

Caminar de punta a punta las calles céntricas, ofrecer la mercadería, intentar caerles bien a los clientes, recibir tratos de todo tipo, esquivar a los inspectores municipales…

Si bien los vendedores ambulantes existen desde épocas remotas, la pandemia del Covid-19 obligó a muchísima gente que quedó fuera del sistema a sumarse a este tipo de trabajo informal que tiene miles de particularidades.

Mendoza no es la excepción: orégano de San Carlos, lentes de sol, anteojos con aumento, lapiceras, pañuelitos, café, garrapiñadas, golosinas, flores, gorros. Y mucho, mucho más.

Aunque la lista de chucherías a bajo costo es interminable, los tapabocas han tomado un gran protagonismo en este contexto de cuarentena eterna.

La venta de estos productos no se agota: en Las Heras, una de las avenidas más comerciales del microcentro mendocino, Carlos Chaparro, de 23 años, los ofrece hasta con válvulas.

“Sí, válvulas que permiten que se filtren las partículas del aire exterior cuando la persona inhala”, explica con seriedad, mientras cuenta que el valor es de 300 pesos, aunque hay otros más económicos y con los más variados diseños y colores.

Carlos dice que en la calle se observa de todo y que los días de semana con buen clima, en especial jueves y viernes de principios de mes, son los mejores en términos económicos.

Si bien en su puesto es empleado -es decir, rinde cuentas a un patrón- un día productivo puede “hacer” hasta diez mil pesos. Claro que la ganancia debe distribuirse también en el canon municipal y la inversión tiene su costo. Ahora, por ejemplo, prepara gorros y cuellitos para la temporada invernal.

Los lentes de sol -a 400 pesos- y los de lectura -350- se ofrecen sin demasiado esfuerzo simplemente porque están exhibidos.

“Puedo hacer una rebaja”, dice Carlos, por lo bajo. A esta altura tiene su clientela fija y también muchos amigos que jamás le sueltan la mano.

A la gran mayoría, señala, los cosechó en la calle. “Porque la calle tiene de todo, en especial grandes personajes”, admite, entre risas. “¿Los temas que más preocupan? La política y el dinero que no alcanza. De eso se habla todo el día”, asegura.

Claudia Mamaní también ofrece barbijos, aunque lo suyo es más artesanal y a pulmón: con una máquina de coser prestada confecciona novedosos diseños que luego sale a vender por las calles, a escondida de los inspectores.

“Camino tanto que pierdo la cuenta”, exclama resignada. No es para menos. Sus padres llegaron desde Bolivia con una mano atrás y otra adelante y si bien ella siempre trabajó, tiene dos hijos en edad escolar.

Prolijos y de hermosos estampados, los tapabocas de Claudia son solo una de las opciones que hoy ofrece por la gran demanda. Pero también cose ropa para perros y cuellitos que ya tiene listos para empezar con la nueva temporada de clima riguroso. Mientras cose y cose sin parar desde el amanecer, su marido sale a trabajar como albañil.

“Nadie nos ha regalado nada y es difícil llenar la olla”, reflexiona. Su mamá le enseñó a usar la máquina desde que era niña y dice que en días buenos vende entre 50 y 100 barbijos. “Requiere paciencia y la gente –detalla- suele tratarme bien porque jamás insisto.”

Claudio Actis, a veces, es mal mirado por algunos transeúntes.
Claudio Actis, a veces, es mal mirado por algunos transeúntes.

Diferentes experiencias

Claudio Actis, de 25 años, vende medias de “buena calidad”, según asegura con la simpatía de los buenos vendedores. A él, en cambio, los transeúntes no suelen tratarlo como corresponde. “Muchas veces esconden la cartera o el teléfono como si fuera un ladrón. Estoy trabajando, no robando”, diferencia para contar que desde las nueve de la mañana y hasta el anochecer camina por Arístides Villanueva, Juan B. Justo, Las Heras, San Martín, Vicente Zapata, Godoy Cruz....

“Un día bueno son dos mil pesos, pero en pandemia ¡no quiero ni acordarme lo que padecí…!”, se lamenta. Eso sí, no tiene hijos y su padre lo ayuda a sobrevivir.

Enrique Hidalgo es ciego y tiene su territorio propio desde hace cinco años en San Martín y Garibaldi. Su mercadería es siempre la misma: pañuelitos descartables y lapiceras que va comprando según la oferta del día. “Recorro farmacias o supermercados y peleo precios. Como discapacitado cobro una pensión, pero no me alcanza; por eso, salgo a ganarme la vida de esta manera”, cuenta.

Dice que mal no le va -para el plato de comida y la pensión le alcanza- y valora el gesto solidario de su público. “Clientes es una manera de decir, porque hay muchos que me dejan su colaboración y no se llevan nada”, confiesa.

Soltero, su única familia es una hermana que vive en el sur. “Por eso siempre digo que mi aliada es la calle, que me ha dado grandes amigos. Muchas veces -remata- vuelvo con mercadería y algún buen billete.” Navidad y Fin de Año son las épocas fuertes, según aclara.

Pero él, al igual que todos los que sobreviven vendiendo a la intemperie, le pone el cuerpo los 365 días del año. No hay frío ni calor, sólo la subsistencia.

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