La escena se repite todos los días: un paciente con diabetes se acerca a su obra social o prepaga para pedir los insumos que necesita —sensores, tiras reactivas, medicación, agujas— y recibe una respuesta que parece amable, pero que es, en el fondo, una forma de evasión: “Estamos consultando con auditoría”, “La semana que viene lo vemos”, “Deje la orden médica y vuelva”.
En el Día Internacional de la Diabetes, esa rutina burocrática aparece como una forma silenciosa de vulneración. “Esto no es nuevo”, aclara desde el primer momento la abogada María Gianina Tolín, integrante del estudio Tolín–Ojeda y especialista en derecho de la salud. “Hace tiempo que vemos incumplimientos sistemáticos y pacientes que tienen que peregrinar para acceder a algo que está garantizado por ley”.
No habla en abstracto. Habla de la ley 23.753, la norma nacional que establece la cobertura total —al 100%— de insulinas, medicamentos, medidores de glucosa, sensores digitales como el Freestyle o el Dexcom, tiras reactivas, lancetas, agujas y tecnología médica avanzada como las bombas de insulina.
La ley es clara. Los incumplimientos también.
Según Tolín, los reclamos más frecuentes tienen que ver con la falta de provisión de sensores de glucosa, una herramienta que cambió la vida de miles de personas, especialmente menores de edad que deben controlar su glucemia en la escuela. “Un sensor les permite saber en tiempo real si están dentro de los valores adecuados. Les da autonomía, tranquilidad, calidad de vida. Y aun así, tenemos que reclamarlo judicialmente”.
Los demandados son de todo tipo: obras sociales sindicales, provinciales, prepagas de renombre. El patrón es el mismo: pedidos que se atienden informalmente, respuestas verbales, tiempos indefinidos. La estrategia de la dilación como política.
Tolín lo resume sin rodeos:
“El paciente tiene una condición crónica y encima debe enfrentarse a un sistema que no cumple. Muchos terminan en nuestro estudio después de meses de negativas verbales. No porque quieran litigar, sino porque no les dejan otra opción”.
El camino legal está trazado. Primero, señala la abogada, se necesita un pedido médico. Luego, presentarlo ante la obra social o prepaga y esperar un tiempo “razonable”. Si no hay respuesta o cobertura, se puede acudir a la Superintendencia de Servicios de Salud, pero la vía más efectiva suele ser otra: una intimación formal realizada por un estudio especializado.
A partir de ese momento, el expediente queda en manos de la burocracia o de la justicia. Puede haber una respuesta positiva —y el paciente accede finalmente a lo que necesita— o una negativa por escrito, o, como ocurre con frecuencia, silencio administrativo.
Ese silencio también cuenta como negativa.
Entonces llega la instancia final: la acción de amparo. Una herramienta judicial rápida, diseñada para proteger derechos vulnerados. Si el juez admite el reclamo, dicta una medida cautelar obligando a la obra social o prepaga a cubrir de inmediato lo solicitado.
En resumen: para acceder a lo que la ley ya garantiza, los pacientes deben litigar.
La abogada lo sabe y lo repite: nadie debería llegar hasta ahí. Pero miles llegan.
“Esto sucede todos los días”, insiste. “Y no debería pasar. La ley está. Los derechos están. Lo que falta es voluntad de cumplimiento”.
Detrás de cada expediente hay una vida que exige dignidad: alguien que necesita medir su glucosa antes de desayunar, un padre que busca un sensor para su hijo, una mujer que debe aplicar insulina con agujas que tienen fecha de vencimiento.
El derecho a la salud, en Argentina, parece quedar atrapado en un laberinto de oficinas, órdenes médicas, auditorías internas y silencios burocráticos. Un laberinto que obliga a judicializar lo obvio.
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