El tiempo de la chicharra

Este relato, publicado en el libro "Los ojos del desierto" (2016) forma parte de la serie Cuentos mendocinos contemporáneos, que publica Los Andes cada domingo.

Ilustración: Gabriel Fernández.
Cuento: "El tiempo de la chicharra" de Bettina Ballarini.
Ilustración: Gabriel Fernández. Cuento: "El tiempo de la chicharra" de Bettina Ballarini.

Si uno sabe mirarlo, el desierto tiene sus cosas: una larga inmensidad sin horizonte que hace pensar que se parece tanto al mar, y colores que prepara la luz desde el blanco dominante del mediodía hasta los variados rojos y naranjas del atardecer.

Las más de las veces el cielo es azul, categóricamente azul, como una bóveda de porcelana azul. Y si uno camina, durante la travesía la sombra se le vuelve más recortada y sólida, propiamente un oscuro doble que nos sigue sin agazaparse y nos espía, nos remeda, hasta en la sed, cuando levantamos la cantimplora.

Para llegar hasta el puesto de la Rosarito, donde vamos a buscarla para ver si quiere aprender a leer y escribir, hay que andar mucho entre los médanos. Como la lluvia no es habitual, y en estos días menos que antes, el guadal está muy suelto y el vehículo Unimog de los guardaparques de Telteca se contonea por la picada abierta entre medio del bosque dispar de algarrobos y chañares. Un zorro, una fugaz martineta, una iguana de panza al sol y la vegetación de espinas agudas parecen ser los únicos testimonios de vida en la inmensidad sin frontera. El polvo del guadal se cuela como vapor por las hendijas de las ventanillas cerradas y vuelve a blanco tiza mortecino la piel y la ropa.

Más adelante, en una depresión del médano, se percibe más vida. El sol parece estar siempre en el cenit. Unas motas de oveja se han amontonado en pequeñísimas nubes. Con fondo de chicharras a plena luz del día.

Primero aparecen los rústicos corrales, construidos con horquetas de chañar y ramas espinosas. Adentro sólo están los chivitos de la reciente parición. Los adultos pastorean por allá, donde pueden, entre los médanos.

Si uno sabe escucharlo, el desierto tiene sus cosas.

Los berridos en sordina de los cabritos se mezclan con el alfiretazo de un silbido de churrinche que llega volando hasta beber el agua borrosa del jagüel cerca de los corrales. Hay también dos caballos y una mujer que saca agua del mismo lugar en un balde improvisado con una cubierta de auto. Siguen las chicharras.

El guardaparques hace sonar la bocina del camión y no muy lejos se escucha un desparramado cloquear de gallinas. Acompañado de chicharras. La mujer deja el balde sobre la arena y mira. Sin duda, ya hace rato que ha reconocido el ruido del Unimog. En el desierto, hasta los secretos dichos a la oreja se escuchan. Nos saluda agitando la mano derecha en alto. La izquierda contra la frente la favorece como un alero para los ojos.

–Es la Rosarito– me dice el guardaparques.

Cuando bajamos del camión, varios perros de muy simpática traza vienen a festejarnos con sus inquietas colas.

La edad de la Rosarito es indescifrable. Por el brillo, sus ojos son los de una mujer joven; pero el pelo enmarañado del viento que siempre corre en el desierto, y la piel cuarteada por el riguroso sol, hacen que uno piense que viene desde el confín de los tiempos. El aire de las palabras se le escapa entre los huecos de los dientes ausentes. Durante las presentaciones, ríe a menudo, con una nerviosa risa de bruja.

Se amontonan más nubes.

A poco de sentarnos bajo la ramada que hace de galería del humilde hogar de quincha, una multitud de catas atropella sus gritos contra nuestras palabras. La Rosarito vuelve a reír y dice que de tanto oírlas ya no las escucha, que son como los políticos. Reímos todos.

Pero, repentinamente, comienza a subir otra vez el ruido de las chicharras que nos envuelve y nos separa de cualquier otro sonido. La Luisa mira el cielo, descubre las mullidas motas que han empezado a agruparse y también a despeinarse.

–Parece que va a llover –dice–, poquitaj nube, mucha chicharra. ¿Usté sabe de la chicharra? –me increpa y suelta otra de sus risas–. La chicharra viene a cuidarnoj la algarroba, qui é' el fruto de nuestro árbol ‘el desierto. Con la algarroba amasamo un pan muy dulce que se llama patay, y una bebida que refresca, la ñapa, y otra... para alegrarno –ríe– la aloja. Dicen que loj godoj venían a beber la aloja con loj indio de aquí, hasta caer borrachos –La Rosarito siempre acentúa con risas–. Dicen que la chicharra era una moza muy bonita, codiciada por un cacique fuerte, muy pelenciero, de una toldería de allá lejos, del sur, donde loj río no se secan y la montaña es de piedra muy dura. Ella se había enamorado de otro joven que, en un malón a loj caserío, había robado un violín que un godo tocaba siempre para su amada. Desde entonce, junto al torrentoso río, el mozo arrancaba sonido al instrumento e improvisaba unos cantoj para la niña india. El cacique, invidioso de ese amor, lo emboscó una noche al muchacho y lo mató. Ella guardó el corazón del mozo adentro del violín y huyó como pudo cruzando a pie mucha tierra, para no ser vencida por el poder del cacique. Llegó aquí, al norte, donde hay muy poco agua y no hay torrentosoj río y donde nunca hemo sido guerreroj sino pobrej. No bien llegando, se murió del agotamiento. Traía el violín contra su pecho. Ese día llovió como nunca en estaj arena y florecieron en un santiamén loj algarrobo. Di aquel tiempo laj vaina fueron máj dulce. Y nuestro pueblo empezó a hacer el pan del patay que comemoj en el invierno cuando escasea la comida. Di ahí l’ algarrobo é' “el árbol del pan”. Loj diose de la tierra, compadecidoj de laj penuria ‘e la niña, la convirtieron en la chicharra que canta para anunciar la lluvia que hace florecer el algarrobo. Después se queda en laj rama cuidando laj vaina hasta que maduran. Se parte de muerte cuando la dulce vaina está prieta y en la corteza del tronco deja pegada su piel. Hasta que vuelva a empezar todo, con la lluvia y con la cuerda vibrante del violín de la chicharra donde late el corazón de su amado…

Nuestro silencio empieza a envolvernos. La Rosarito, entre risas, advierte que si no salimos pronto se nos complicará la travesía por el medanal durante la lluvia, a pesar de lo alto del camión. El cielo ya es un rebaño de ovejas con manchas negras.

–Pero vuelvan –dice– a comer el patay y, quién sabe, también a tomar aloja, es buena para loj corazone jóvene.

Las primeras gotas gruesas caen cuando ya alcanzamos el asfalto. Me doy cuenta de que nunca le preguntamos si quiere aprender a leer y escribir. Sí, habrá que volver.

El desierto tiene sus cosas, si uno sabe mirarlo y también escucharlo.

(*) Bettina Ballarini nació en Godoy Cruz, en 1960. Es Profesora de Enseñanza Media y Superior en Letras y Licenciada en Letras. Se especializó en Buenos Aires, Argentina, y en Valencia, España, en Guion y Producción Audiovisual. Es docente e investigadora de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNCuyo. En 1990 fue una de las fundadoras de la Escuela Regional Cuyo de Cine y Video. Fundó y dirige en la Facultad de Filosofía y Letras (UNCuyo) la Cátedra Libre “María Luisa Bemberg”.

* Ha publicado entre 2000 y 2020 los libros de poemas Espacios que los pájaros pierden, Sin fundación mítica, La cantina del alba, Bananaspleen, Lejos de Lisboa y unas canciones más y El libro de Juana. Para niños y jóvenes publicó las ficciones El príncipe Narancho y el misterio de las nueces, El Conde Polán, la anciana Meli y el roble, De dónde vino la Sol Pol, El tiempo de la chicharra y Los ojos del desierto. Recientemente fue seleccionada en el Certamen Cuyo 2019 por la editorial Desde la Gente (Buenos Aires, Argentina), para integrar la selección Cuentos de la ruta del sol. Recibió premios por sus poemas, fotografías, videos y proyectos de desarrollo comunitario. En 2010 fundó Jagüel Editores.

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