Razón o pasión: la grieta interna de la oposición

La oposición avanza hacia las elecciones presidenciales sin conseguir la suma clave de razón y pasión. Compromete así tanto su victoria en las urnas como su futuro gobierno. No debería dejar de buscar alternativas para suturar la grieta interna que la divide, antes de que sea demasiado tarde.

Razón o pasión: la grieta interna de la oposición. / Foto: Archivo
Razón o pasión: la grieta interna de la oposición. / Foto: Archivo

Un día será necesario escribir la historia anímica de la Argentina democrática, o cómo el humor social influyó en los acontecimientos políticos, económicos y sociales del pasado reciente.

Como adelanto de conclusiones podríamos decir que durante ese periodo el país vivió tres momentos de altísima expectativa y entusiasmo respecto de su futuro inmediato: durante el triunfo de Alfonsín, el de Menem y el de Macri. Los otros ciclos electorales estuvieron dominados por el miedo, la bronca, la resignación o la indiferencia, sentimientos negativos.

El gobierno de Macri inició arrobado por unas ansias de romper con el ciclo de la frustración y el atraso, la apertura al mundo y la razonable esperanza que siempre despierta lo nuevo. Esas altas expectativas no parecían advertir los importantes obstáculos que se oponían su realización. Mucha gente razonable creyó sinceramente que con el solo cambio de gobierno la situación del país se transformaría instantáneamente: pensamiento mágico, mucho más presente entre nosotros de lo que estaríamos dispuestos a reconocer.

Se trató de un gobierno débil, que tuvo que hacer equilibrios desde el principio entre la confrontación, el apaciguamiento y las concesiones a los poderes corporativos.

Existen razones fundadas para afirmar que Macri hizo lo que pudo, en un contexto particularmente hostil. Que no había alternativas al rumbo y a la cadencia que le imprimió a su gobierno. Que el gradualismo fue un imperativo, no una opción.

Si esto es cierto, si las reformas no se podían llevar a cabo en los plazos deseados, era preciso compensar el gradualismo con una ingeniería electoral que le asegurara la reelección: más tiempo, otro periodo. La debilidad oficialista en este sentido quedó en evidencia con la alta efectividad que logró el truco de prestidigitación electoral de Cristina, al ocultarse tras un candidato de cartón.

Si se lo mira desde una perspectiva propiamente política el gobierno de Macri fracasó: no cumplió los objetivos que se había propuesto y fue derrotado en las urnas. Podría quizá decirse que jugó mejor, pero la efectividad electoral del rival lo dejó sin nada.

Esta derrota tuvo su efecto macro y micro.

El efecto macro: como es sabido, todo desengaño conduce al escepticismo. Las elecciones de 2019 estuvieron dominadas por el despecho y la tristeza de los desilusionados, y el revanchismo de los vencidos en las elecciones de 2015 y 2017. La oposición debería estar preguntándose cómo recuperar el entusiasmo de 2015 para las elecciones de 2023, ante las cuales el humor social no se muestra muy diferente de los comicios recientes: es seguro que habrá mucha más resignación e indiferencia. Lo más difícil no es creer en algo, sino volver a creer, recuperar la fe.

El efecto micro: la derrota de 2019 tuvo como consecuencia entre los electores y simpatizantes de Cambiemos una escisión crítica.

Por un lado quedaron los desengañados, aquellos militantes, votantes y simpatizantes que esperaban de Macri una batería de reformas profundas y duraderas que le cambiara la cara y el cuerpo al país: la pasión.

Por el otro quedaron los funcionarios y dirigentes formados básicamente en la gestión de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, que retuvieron la ciudad y se dispusieron a aguantar como fuese los largos cuatro años con un Gobierno nacional de signo contrario y tendencialmente hostil: la razón.

Es necesario explicar este fenómeno en detalle. La comprensible retirada de Macri después de la derrota dejó un vacío de liderazgo en Juntos por el Cambio que fue ocupado por quien consiguiera retener el distrito más estratégico de dicho espacio político: Horacio Rodríguez Larreta. Fue esta la razón -además de cierta idea de predestinación que lo acompaña desde sus años juveniles y la conciencia clara de que era su oportunidad- la que lo situó en el primer lugar de los aspirantes a candidato presidencial de la oposición.

Este posicionamiento supone la exaltación de su estilo de gobierno, del cual se promocionan algunos de sus pretensos rasgos característicos: un estilo centrado en la gestión, la resolución de problemas, la cercanía con el vecino, el diálogo y el acuerdo, la evitación sistemática de la confrontación y el conflicto. Dejaremos para otro día el análisis de esa imagen que Larreta se esfuerza por mostrar como prenda de idoneidad.

Larreta se presenta como el referente de la racionalidad política que aprendió de la derrota, que prefiere la negociación, el intercambio de favores a la confrontación. Un proyecto de cambio que no genere las resistencias del establishment. La razón sin pasión, la fórmula potenciada del voto útil: ante todo, hay que sacar al kirchnerismo del poder.

Pero para aquellos militantes, simpatizantes y votantes desilusionados de Cambiemos, Larreta es la negación -incluso la traición- del espíritu del proyecto de reformas profundas que triunfó en 2015 y cayó en 2019. ¿Voto útil para qué? ¿Para dejar todo como está? Se preguntan.

¿Cuál es el alineamiento de ese sector político ante la contienda electoral de 2023? Muchos esperan y confían en un liderazgo emergente que rescate el espíritu reformista y confrontativo, y dispute el poder de Larreta: puede ser Mauricio Macri, que dice haber aprendido la lección de la derrota, pero en un sentido opuesto a Larreta, o Patricia Bullrich, probablemente promovida por Macri.

Javier Milei en su última visita a Mendoza, haciendo su campaña política para el año 2023. / Foto: José Gutiérrez / Los Andes
Javier Milei en su última visita a Mendoza, haciendo su campaña política para el año 2023. / Foto: José Gutiérrez / Los Andes

Otros muchos ya no esperan nada de ese espacio político. Manifiestan una voluntad creciente en la candidatura de Javier Milei y La Libertad Avanza. Conforme las definiciones se demoran en Juntos por el Cambio, ese segmento crece y se potencia.

Existen muchas suposiciones y conjeturas en torno al fenómeno Milei. Las más engañosas son, por un lado, que su base social está compuesta casi exclusivamente por jóvenes ignorantes de la política (a quienes sus críticos rotulan sarcásticamente como “virgos”), y por el otro que es expresión de la bronca y del rechazo generalizado: un voto irracional, puramente negativo.

Lo cierto es que, con fundamento o no, el voto a Milei concentra las expectativas de cambio del electorado, que no logran despertar ni las candidaturas de Juntos por el Cambio (porque desilusionó) ni las del Frente de Todos (porque es incapaz de generarlas). Concentra la pasión que les falta a los otros.

Esta fragmentación entre razón y pasión condiciona las dinámicas de enfrentamiento entre los dos segmentos opositores. Antes de entrar a analizarlo, es preciso observar las condiciones generales de ese enfrentamiento. Hace un par de años Loris Zanatta explicó la naturaleza del conflicto político que instala y en el que se desarrolla el populismo: es un conflicto aut-aut, también conocido como tercero excluido. Son unos u otros, no hay posiciones intermedias ni matices.

Ese tipo de conflicto determina también al adversario no populista: todo aquel que muestra una posición propia, independiente de la lógica de concentración opositora, es necesariamente cómplice o colaborador del adversario.

De ese modo, así como los partidarios de Larreta acusan a los de Milei de ser una “colectora K”, apoyados en los vínculos profesionales de su líder con egregios empresarios de la patria contratista, los de Milei acusan a los de Larreta de formar parte de ese establishment prebendario que reparte estratégicamente apoyos entre el kirchnerismo y sus oponentes, y de tener con el kirchnerismo una concepción ideológica y técnicas corporativistas afines. Son discursos simétricos. Ambos se acusan mutuamente de hacerle el juego al oficialismo, dividiendo el necesario voto opositor.

Pero la confrontación interna no es una pura cuestión de poder. Razón y pasión están disociados, pero al no poder integrarse se erigen en rivales.

Larreta se ha preocupado por fomentar las buenas relaciones con los centros de poder con los que va a tener que entenderse si llega a ser presidente. También trabaja en su armado electoral con la convicción de que para conseguir el apoyo de los radicales debe hacerles concesiones. Otro asunto son los votos. Su campaña transcurre por una serie de desaciertos repetidos, recurrentes. Por un lado, un discurso apagado, continuista, centrado en los acuerdos, el diálogo, la experiencia de gestión, que no entusiasma a nadie. Por el otro una militancia reactiva, minoritaria, triste, burocrática. Sin pasión.

Milei es una explosión de entusiasmo, mueve multitudes, crece en las encuestas. Desprecia los acuerdos y coaliciones, fiel a su estilo rupturista. Otro asunto son los cuadros, los equipos, el aparato. No trasciende el personalismo excluyente, no suma dirigentes ni personalidades que prestigien su propuesta y consoliden la idea de constituirse en una alternativa de gobierno. Sin razón.

Al orientar su discurso contra Milei y La Libertad Avanza, al hostilizarlos en las redes y los medios, el larretismo y los sectores que lo acompañan no hacen sino ratificar la impugnación que se les dirige desde aquellos sectores: el larretismo es el defensor principal del statu quo. No está realmente interesado en cambiar nada.

Al enfilar sus ataques contra el larretismo, Milei y sus seguidores parecen situarse en una posición de debilitar lo posible en beneficio de lo óptimo. El larretismo entiende que la propuesta de La Libertad Avanza es irrealista y termina jugando indirectamente a favor del statu quo.

Es probable que el hecho de que no despierte grandes expectativas sea un factor favorable para un futuro gobierno que deberá enfrentarse a una situación gravísima: todo lo que consiga, por pequeño que sea, será celebrado como un desborde de objetivos. Pero para eso, primero hay que ganar. El larretismo no logra presentarse como una alternativa electoral ganadora, queda lejos de la sensibilidad del elector. Un asunto relacionado es el de los apoyos que necesitará es gobierno acosado por conflictos y problemas gravísimos. ¿Alcanzará con la razón? La sombra del gobierno de la Alianza se proyecta ominosa sobre un hipotético gobierno no-peronista.

Por su parte, los simpatizantes de Milei parecen multiplicarse, medran con las indefiniciones de Juntos por el Cambio y las torpezas del equipo de Larreta. No es seguro de que obtendrán un resultado electoral suficiente para entrar en el ballotage, pero el estado anímico de los argentinos parece favorecer las opciones más radicalizadas. Un hipotético gobierno de La Libertad Avanza es por ahora una incógnita llena de presagios turbulentos. Tampoco alcanza con la pasión.

La oposición avanza hacia las elecciones presidenciales sin conseguir la suma clave de razón y pasión. Compromete así tanto su victoria en las urnas como su futuro gobierno. No debería dejar de buscar alternativas para suturar la grieta interna que la divide, antes de que sea demasiado tarde.

*El autor es profesor de Filosofía Política.

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