Piñas van, piñas vienen, los políticos se entretienen

“¿Sabrán los dueños de Twitter que acá en el sur, a sus espaldas, está lleno de “mini Trumps” que no paran de publicar barrabasadas que se viralizan con la velocidad del Covid?”

Imagen ilustrativa. / Archivo
Imagen ilustrativa. / Archivo

“Macri, Cornejo y Bullrich son una manga de irresponsables”. Lucas Ilardo, senador provincial del PJ.

“Todos usamos barbijo, la innombrable no. ¿Tendrá indicación del psiquiatra para no usarlo?”. Hebe Casado, diputada provincial del Pro.

“¡Cornejo puto!”. José Luis Espert, ex candidato presidencial.

¿Cuándo fue que la política se convirtió en un ring? ¿Cuándo pasó de ser un instrumento para organizarnos como seres sociales a un arma para descalificarnos como seres humanos?

No le echemos la culpa a la grieta, que a esta altura tiene más imputaciones que Jack el Destripador. Lo que nos ha destripado como sociedad no ha sido la división entre ellos y nosotros, sino la falta de reconocimiento de que para que haya un nosotros, tiene que haber un ellos. Y de que nosotros podemos hacer política sin que la condición sea la eliminación de ellos. Es decir, la grieta es parte de la existencia de la política; la hubo antes, la hay hoy y la habrá siempre.

Exculpada la grieta, entonces, volvamos a la virulencia a la que nuestros políticos nos vienen acostumbrando. Empezando por el mismísimo Presidente desde el Congreso (“Hay minorías ultra recalcitrantes que agitan el odio como negocio personal”, dijo Alberto en cadena nacional, haciendo justamente eso que criticaba) y siguiendo por acá, en la Legislatura provincial, el ring mayor de Mendoza, provincia que supo tener al estadio Pascual Pérez como el templo del pugilismo allá en los lejanos tiempos de la pax política.

Con el box cerrado por pandemia, las piñas ahora se pegan a puro tuitazo entre rivales que quieren ver sangre en el rostro ajeno antes de que termine el primer round. Igual es un avance, diría un optimista, porque alguna vez en la política las diferencias se saldaban a balazo limpio (el siglo XIX fue un verdadero far west electoral en la Argentina) y hasta hubo un asesinato en el Senado de la Nación (Enzo Bordabehere, 1935).

Que hoy esas balas se disparen por las redes sociales no disminuye la violencia, que es sobre todo verbal, pero al menos todos los contendientes siguen vivos después de la contienda. Tan vivitos y coleando que se arman largos hilos de Twitter donde dos personajes de distintos partidos (y a veces del mismo) se tiran con todo, hasta con el diccionario y la gramática.

Parece un espectáculo digno de ver para nosotros, los periodistas, que -hay que admitirlo- olemos sangre cuando la política se convierte en un circo romano. Pero para usted, amigo lector, amiga lectora, que dos dirigentes elegidos democráticamente dediquen su tiempo, el tiempo que le pagamos para que nos mejoren la vida, a ver quién tiene más muertos en el placar y a la vista de todos, no es una serie top de Netflix sino más bien una mala película de terror.

Una en la que la estrella máxima es Donald Trump, el presidente que quiso ser protagonista de un drama shakespereano y terminó haciendo de payaso en una comedia trunca, porque Twitter le voló la cuenta.

¿Sabrán los dueños de la red del pajarito que acá en el sur, a sus espaldas, está lleno de “mini Trumps” que no paran de publicar barrabasadas que se viralizan con la velocidad del Covid? ¿Sabrán estos políticos, estas políticas, que no hay viveza en sus palabrotas sino más bien vileza? ¿Habrá alguna remota chance de que se bajen del ring, se suban a sus bancas de legisladores o a sus sillones de gobernantes, y eleven el discurso público? Si lo hacen, nosotros los periodistas nos quedaremos sin la sangre, pero ganaremos lectores ávidos de saber quiénes son esos y esas que están trabajando día a día para mejorarles sus vidas.

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