Octubre será puntual

No es verdad que los desaguisados argentinos con la vacunación sólo sean una consecuencia fatal de las borrascas globales. En realidad, la ineficiencia oficial agravó desde un principio las condiciones generales que impuso la pandemia.

Imagen ilustrativa. Foto: Gentileza / Gobierno de Mendoza
Imagen ilustrativa. Foto: Gentileza / Gobierno de Mendoza

En los primeros días del mes que comienza, la escena global asistirá al aniversario de un fenómeno inusual como el impacto de un meteorito: la palabra Covid cumplirá un año. Jamás existió antes del 11 de febrero anterior; nunca será olvidada después de su explosión.

Nunca un neologismo se impuso a una velocidad tan atroz. Los teóricos de la cultura ensayan explicaciones; los actores de la política y la economía reman con sus consecuencias.

Las sociedades azotadas por el virus toman sus decisiones. La derrota de Donald Trump, cuya reelección era pan comido antes de la pandemia, ha sido la señal más llamativa. Pero además, esas mismas sociedades comienzan a reflexionar sobre sus pérdidas. En España, admiten con dolor que el coronavirus fue la última prueba ingrata para toda una generación que protagonizó décadas cruciales de su historia reciente.

Refiere el periodista Pablo de Llano que casi todos los muertos de la pandemia, reconocidos oficialmente por el estado español, tenían más de 70 años. “Una generación que creció en la posguerra y que, tras atravesar la dictadura, protagonizó una regeneración formidable de su país. Su esfuerzo fue el catalizador del ascenso social de sus hijos y sus nietos. Su lucha cimentó la democracia. Al final, en sus casas, en hospitales o en residencias, auténticas trampas sin salida, muchos fallecieron solos, después de haber dado tanto”.

Argentina traspasó hace tiempo la cantidad de 30 mil víctimas fatales que condujeron a esa reflexión en España. Nadie se atreve a pensar aquí sobre las consecuencias a largo plazo de negar a los muertos en multitud. Reduciendo su identidad a un número; resignando a la contabilidad de crematorio el anónimo legado que dejan para la construcción de una identidad social.

El Estado argentino parece inmovilizado por el pánico frente a esa realidad. La elite dirigencial jamás imaginó vérselas de frente con algo así. En especial, la generación política que hizo de las 30 mil víctimas de la última dictadura una piedra angular de su destino histórico.

La negación de los muertos actuales, de la catástrofe humanitaria que puede implicar una gestión ineficiente de la emergencia sanitaria, está en la raíz de las aberraciones que hoy admiten los militantes de los derechos humanos de ayer.

La incapacidad para empatizar con las víctimas actuales está en la raíz y atraviesa las inconsistencias del Gobierno: de la defensa inadmisible de los centros de detención pergeñados por el gobernador formoseño Gildo Insfrán, al alineamiento de la política exterior con el dictador venezolano Nicolás Maduro, que receta aguas de milagro para curar el coronavirus a los olvidados del mundo que todavía no alcanzaron a huir de su régimen de tortura y terror.

Una facción interna del oficialismo, La Cámpora, expropia las dosis de vacunas que le llegan al Estado en cuentagotas y las dispensa en puestos callejeros de propaganda, para dejar constancia de que la identidad de partido es condición indispensable para acceder a la inmunidad sanitaria. Otra facción distinta, la de los barones del conurbano bonaerense, también hace lo suyo: entrega la vacuna siguiendo su tradición acomodaticia del favor y el disfavor.

El discurso oficial para justificar esta deriva caótica de la emergencia sanitaria se ha reducido a inscribir y absolver los errores propios en el desorden global.

Es cierto que las expectativas de una rápida recuperación mundial tras el año negro de la pandemia han decaído. El optimismo de los mercados financieros cuando la difusión de los informes positivos de la industria farmacéutica sobre el descubrimiento de la vacuna cedió el paso a la cautela actual por las dificultades inocultables para su fabricación a gran escala y su distribución en tiempo y forma.

Pero no es verdad que los desaguisados argentinos con la vacunación sólo sean una consecuencia fatal de las borrascas globales. En realidad, la ineficiencia oficial agravó desde un principio las condiciones generales que impuso la pandemia.

El Fondo Monetario Internacional estima que en el lustro posterior al inicio del flagelo, el mundo habrá perdido la friolera de 22 billones de dólares. Aunque augura una recuperación del 5,5 por ciento para este año, para toda la economía global, corrigió a la baja la previsión para Argentina: un rebote de 4,5. Menos de la mitad de lo que perdió en la crisis.

Sólo un reñido con la aritmética puede confundir ese rebote con crecimiento. Sin embargo, fue el argumento optimista expuesto por el presidente Alberto Fernández ante los líderes reunidos virtualmente en el Foro Económico de Davos.

Fernández elogió con énfasis a la jefa del FMI, Kristalina Georgieva. Pese a que el pronóstico inicial del kirchnerismo sobre el orden económico posterior a la pandemia acababa de ser sepultado en público por la misma Georgieva. Nunca ocurrió el jubileo anunciado de condonación global. Al contrario, Georgieva admitió que el mundo económico se hizo más desigual y salvaje por la pandemia.

Alberto Fernández no tiene margen para ese realismo. Como al anciano coronel de García Márquez -que durante 57 años no había hecho nada distinto que esperar un correo inexistente- sólo lo asiste una solitaria certeza: octubre es de una de las pocas cosas que llegan.

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