Opinión
Sordos ruidos en el sótano del consenso
Milei volvió a la escena del diálogo tras el fracaso de la ley ómnibus, pero con un primer trimestre económico en el que bajó unos grados la fiebre inflacionaria.
Milei volvió a la escena del diálogo tras el fracaso de la ley ómnibus, pero con un primer trimestre económico en el que bajó unos grados la fiebre inflacionaria.
Esa iniciativa implica reabrir el espacio de negociación que naufragó en extraordinarias y tuvo como consecuencia el estallido de un conflicto político con las provincias por los recursos tributarios
Hasta el momento, la única idea de gobernabilidad que exhibe Milei es la restauración de una polarización que había cedido durante el momento electoral de los tres tercios. Una nueva grieta, con una divisoria de aguas diferente.
Hasta los intuitivos caciques sindicales, consolidados desde hace décadas como directivos de grandes y prósperas corporaciones económicas, parecen haber perdido la brújula: habiendo conseguido trabar en los tribunales el capítulo laboral de la reforma mileísta, se lanzaron al fracaso de un paro innecesario.
Como toda propuesta ideológica, el mensaje de Milei siempre puede recurrir a validarse desde una lógica propia. La gestión económica de Milei no tiene ese beneficio. Es política: está obligada a legitimarse con hechos.
Francos y Bullrich demostraron alguna gimnasia parlamentaria adecuada para consolidar un acuerdo primario sobre la ley ómnibus. Por primera vez el objetivo de la aprobación no pareció una utopía irrealizable.
Con objetivos diametralmente opuestos, los principales contendientes de la escena política coinciden con un mismo diagnóstico. Ambos creen que la evolución del clima social tiene un único termómetro de resultados unívocos: la inflación.
Al pedir la delegación de facultades más holgada y extensa de la que se tenga memoria desde la restauración democrática de 1983 , Milei percibe que viene a llenar el vacío de autoridad presidencial que dejó el colapso del triunvirato Fernández-Kirchner-Massa.
El megadecreto semeja un pliego de aplicación práctica para una idea dominante: el regreso al espíritu liberal de la Constitución Nacional de 1853.
Javier Milei es el nuevo presidente, obligado a arbitrar entre necesidades y expectativas, pero en los hechos la suerte de su gestión no depende sólo de él.
Ese magnetismo tan propio de los que estrenan el poder no debería llamar a engaño al conjunto de la sociedad argentina. Es la sociedad -no sólo Javier Milei- la que está desafiada por la profundidad de la crisis. Es la sociedad la que tiene que acertar el rumbo para revertir el declive económico. Y es la sociedad la que debe encontrar la fórmula para darle a esa salida alguna viabilidad política.
Coexisten ahora por lo menos tres legitimidades de origen: la expresión potente de la voluntad popular que le entregó la presidencia a Javier Milei; la sumatoria de bloques minoritarios que ejercerán el poder desde el Congreso, y un conjunto de gobernadores también legitimados por el voto.
Menos por su formación como economista que por la realidad volcánica que tiene que enfrentar en sólo dos semanas, Milei le impuso al bloque del 55% una agenda realista: la prioridad es la economía. La articulación de medidas para enfrentar el abismo ha mostrado un Milei menos dogmático y más práctico de lo que se podía prever.
En la penumbra de una realidad desencantada que empujó al balotaje, el autor debela las batallas entre quienes ocultan verdades y quienes, directamente, las desdeñan.
Las peores consecuencias de esa crisis todavía no se han visto. La política demoró un año en elegir la capitanía de un barco que venía a la deriva. Todavía falta enfrentar la evidencia del naufragio. Si alguien cree que esta noche concluyen los problemas, tal vez convenga sacudirle la modorra porque mañana recién van a comenzar.
Massa como un fabulador compulsivo de una ficción inédita: la de un ministro que es candidato porque desconoce y niega su catastrófica gestión como ministro. Milei como un impugnador intemperante, cuyo principal activo sería una presunta racionalidad teórica para la gestión económica, pero oculta tras una serie de desbordes emocionales violentos.
El equilibrio democrático viene en riesgo cada vez mayor, desde hace años, por las pulsiones autoritarias de las cuales, lejos de preocuparse, se ufana el actual oficialismo.
Mientras farfulla maldiciones haciendo colas eternas para conseguir combustible, el argentino promedio se mira frente al espejo y reniega de la única elección que le queda por delante: elegir un presidente entre lo peor y lo peor. Esa sensación no proviene del sistema de balotaje en sí mismo, sino de las opciones que la crisis política le ofrece frente al derrumbe acelerado de la economía familiar.
No se explica la resurrección electoral del oficialismo sin la apuesta al caos del nuevo opositor
A punto de cumplir cuatro décadas desde su restauración en 1983, el sistema democrático argentino enfrenta una de las elecciones más inciertas y decisivas de su historia, tras una campaña donde la economía fue el eje dominante. No podría ser de otra manera, porque el colapso de la gestión actual se aceleró al punto de llegar a la hora de las urnas con una economía sin precios.
Es curioso que en los dos debates presidenciales el diseño de política exterior haya sido prácticamente ignorado por los candidatos y soslayado por la ciudadanía. El desorden global es un condicionante ineludible para cualquier rumbo que se proponga el país, mal que pese a la costumbre inveterada del electorado argentino de mirarse arrobado el ombligo.
Donde la coincidencia es más sutil es en la condición de pensamiento mágico que Sergio Massa y Javier Milei proyectan como salida para la crisis actual.
La de la exjueza Figueroa es una maniobra de CFK para sostener la épica de un conflicto de poderes, clave para justificar su deserción electoral con una proscripción judicial inexistente.