Moral pública o ecología moral: una deuda pendiente

La experiencia demuestra que para que un gobierno funcione, debe acabar con la corrupción o reducirla a su mínima expresión.

La moral pública bien implementada previene de la corrupción en los Estados.
La moral pública bien implementada previene de la corrupción en los Estados.

Mal iba a imaginar el Militar y Político correntino, Pedro Ferré, nacido allá por 1788, Diputado a la Legislatura, cuatro veces Gobernador y finalmente Convencional Constituyente en 1853, que con su intervención en ésta Asamblea concurriría a generar a más de la inserción en la Carta del concepto de “moral pública”, una discusión respecto al concepto y a la vigencia del principio, hoy tan increíble e inmoralmente erradicado de la práctica constitucional argentina.

Ya el Estatuto Provisional de 1815, como el Reglamento Provisorio de 1817 y las Constituciones de 1819 y 1826 excluían de todo juzgamiento terreno a las acciones privadas de los hombres, que no ofendieran el orden público, las que se reservaban al juicio de Dios. Fue Don Pedro, quien en la sesión del 25 de Abril de 1853, propuso agregar y así sumar a la moral pública como una acción juzgable por los Magistrados, quitándosela en consecuencia a la dudosa existencia de la Jurisdicción Divina. En definitiva, por su acción, el actual artículo 19 dice hoy: “Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados”. A contrario sensu, toda acción de los argentinos que violente a la moral pública debiera ser objeto de juzgamiento, cuestión que tanto el Poder de Policía como los Jueces parecen ignorar o haber olvidado.

La moral pública, bien puede entenderse como el conjunto de valores que conforman el recto obrar, que por su alcance repercuten en la esfera de lo público. Esa especie de “ecología moral” según Robert P. George, constitucionalista de Princeton, que afirma que “el poder político tiene la facultad y el deber de exigir por medio de la ley el cumplimiento de determinadas obligaciones morales y así también de prohibir las conductas que sean viciosas”.

Aclaremos, para no alarmar, que la regulación de la moral pública no tiene por objeto la moralización de las personas ni la intromisión en el ámbito de su privacidad, sino que enanca en acciones concretas que conllevan una pronunciada dimensión pública y que por ello porque degradan al ser humano y afectan a la sociedad en su conjunto. Enrique Valiente Noailles, coincidiendo, nos dice que “hay sí inmoralidades públicas e inmoralidades privadas”. La regulación de aquella atiende al equilibrio y la conveniencia de preservar un armónico correlato entre moral individual y pública.

Es esta “ecología moral” la que actuará a modo de frontera entre la moral individual y la moral social, imponiendo al ciudadano, pero especialmente a sus gobernantes, la obligación del cumplimiento de aquellos deberes devenidos del pacto de sociabilidad que conforma las reglas sustanciales de ese colectivo, al que llamamos Estado.

Cuando se habla de Ética Pública como equivalente a Moral Pública, nos referimos básicamente a la ética aplicada al ámbito público. En palabras de Max Weber “una ética de la responsabilidad” indicativa de los principios y normas para ser aplicados sobre todo, como dijimos, en la conducta del hombre que desempeña una función pública. En el moderno Estado de Derecho, resulta indispensable que todo aquel que ingrese al escenario público reúna un bagaje de valores y virtudes, más importante incluso que una idoneidad técnica dada. Ello implicaría un cambio esencial en las actitudes de esos individuos, que se traducirían en actos concretos orientados al interés público, tan distante en los países latinoamericanos incluido el nuestro, donde la corrupción es una enfermedad al parecer congénita que incapacita al sistema Republicano y Democrático.

Jorge Vanossi con la agudeza que lo caracteriza, señala cinco elementos que conculcan a diario a dicha moral pública, a los que nuestro país repito, pareciera estar abonado: “la confusión entre el erario público y el peculio privado. . .; la confusión por un lado entre Gobierno y Estado y por el otro entre el Estado y los Partidos o Movimientos. . .; las lealtades partidarias que operan negativamente sobre los órganos de control, a los que anula . . .; las promesas falsas y engañosas para acceder al poder y luego en éste, la desinformación o las informaciones erróneas. . . y finalmente, la vida escandalosa de los dirigentes, en particular los gobernantes”.

Concluye el constitucionalista expresando su “pesimismo” respecto a las posibilidades de cambio, en tanto según su opinión, las instituciones de control hasta ahora se han mostrado absolutamente ineficaces para salvaguardar esa “ecología moral”.

Entiendo que esto ha de preocupar seriamente a Republicanos y Demócratas, ya que tal patología corroe los cimientos de la institucionalidad, en tanto elimina la distinción entre bien público y bien privado, característica de cualquier régimen liberal y democrático, a la vez que rompe la idea de igualdad política, económica, de derechos y de oportunidades, pervirtiendo el pacto social, desprestigiando la política y provocando el socavamiento de la confianza del pueblo en sus instituciones.

El drama que implica una corrupción profundamente arraigada en muchos gobiernos, conlleva la imposibilidad de establecer una economía que funcione, que despierte confianza en propios y extraños, que dinamice la inversión y una competencia seria y genuina. La experiencia indica que para que un gobierno funcione, debe acabar con la corrupción o reducirla a su mínima expresión.

Las Democracias Latinoamericanas, y la nuestra en particular, débiles de origen, necesitan del restablecimiento de esa “moral pública” reclamada por el Convencional Correntino Pedro Ferré allá por 1853 y rebautizada como “ecología moral” por el estadounidense Robert George hace pocos años.

*El autor es abogado

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