Sartre y el fenomenólogo Merleau-Ponty estuvieron de acuerdo en la frase que debía presentar Los Tiempos Modernos, la publicación sobre temas filosóficos, literarios y políticos que crearon en 1945: “Chaque mot a des consequences, et chaque silence aussi” (cada palabra tiene consecuencias y cada silencio también).
En términos políticos, se trata de una verdad esencial en la democracia liberal. Que las palabras tengan consecuencias prueba que tienen sentido. Por eso cuando las palabras y los silencios dejan de tener consecuencias, las democracias se debilitan. Ocurre que, al no fundamentarse en la fuerza como los autoritarismos, sino en la razón, el Estado de Derecho necesita que las palabras tengan sentido porque ellas son el instrumento de la razón.
Esa es una de las tantas señales de que el Estado de Derecho se está debilitando en Occidente. El sistema que hizo grande y libre al Norte Occidental está jaqueado por líderes inconcebibles, que usan las palabras como objetos sonoros que sirven para impactar, no para explicar; para exacerbar y movilizar, no para convencer.
Si algo logra revertir este crepúsculo de la democracia liberal, las palabras y los silencios volverán a tener inexorables consecuencias, como advertía el lúcido autor de El Ser y la Nada. Pero ahora no la tienen. La única consecuencia es que no convencen. Aunque puedan exacerbar y movilizar, sobre todo contra un enemigo al que aborrecer, las palabras ya no convencen.
Esos liderazgos patológicos jaquean la democracia liberal por derecha e izquierda. La mayor ofensiva actual proviene de un conservadurismo recalcitrante.
Trump es la mayor expresión de una retórica disparatada. Se podrían llenar corpulentos volúmenes con sus afirmaciones absurdas. Sobre esos torrentes de palabras vaciadas de sentido avanza la cultura autoritaria, que ya muestra sus garras en Estados Unidos.
Cacerías humanas contra inmigrantes, creciente militarización de ciudades gobernadas por la oposición y persecuciones a la crítica y la disidencia.
Los periodistas televisivos que lo cuestionan son sacados del aire, como ocurrió con Jimmy Kimmel, quien regresó porque la gigantesca ola de repudio a la censura hizo que ABC News le devolviera su programa.
El prestigioso The New York Times enfrenta una demanda millonaria por publicar críticas al líder ultraconservador. Su ex abogado, Michel Cohen, fue demandado por confesar que violó leyes federales cumpliendo órdenes de su entonces jefe. Varios funcionarios que renunciaron con duros cuestionamientos a Trump también sufren persecución administrativa y judicial.
El último es John Bolton, ex consejero de Seguridad Nacional que renunció al cargo cuestionando sus políticas hacia Rusia y la OTAN, y ahora está procesado porque su ex jefe lo acusó de “usar indebidamente información clasificada”.
Bolton ingresó en la lista de figuras prominentes que han criticado a Trump y hoy padecen acoso judicial y presiones administrativas.
El millonario que ocupa el Despacho Oval comenzó por vaciar de sentido a las palabras y desembocó en su consecuencia inexorable: la deriva autoritaria.
Lo mismo ocurre con otros liderazgos de similitudes ideológicas y estéticas con Trump. Su mayor fan sudamericano, Javier Milei, también ha hecho de la palabra un objeto sonoro sin contenido.
Argentina lo escuchó acusando a Patricia Bullrich de haber puesto bombas en jardines de infantes y luego lo vio hacerla ministra. Argentina lo escuchó acusando a Luis Caputo y a Sturzenegger de causar daños económicos irreparables y luego lo vio entregarles los comandos de la economía. Argentina lo escuchó prometer que acabaría con “la casta” y luego lo vio colmar su gobierno con exponentes de esa nomenclatura miserable.
La cultura autoritaria asoma detrás de los dirigentes que hablan sin consecuencias, porque usan las palabras como objetos sonoros. No puede ser inocuo que Jorge Taiana eluda la palabra “dictadura” para referirse a una dictadura. Según el ex canciller, lo que impera en Venezuela es “una democracia con fallas”.
Gabriel Boric lo dice con todas las letras. Siendo de izquierda, el presidente chileno puede describir al régimen facineroso de Maduro como lo que es. Pero no pueden hacer lo mismo muchos dirigentes que, igual que la dirigencia a la que pertenece Taiana, habrían sido salpicados por los petrodólares de PDVSA que financiaron la construcción del liderazgo de Chávez a escala regional.
Por la devaluación de su palabra, Milei tiene que ir a cada rato a Washington para que la fuerza de la imagen supla el débil impacto de sus afirmaciones. Lo que consigue son fotos con Trump, con Bessent, con Georgieva; siempre con los pulgares hacia arriba, siempre apretando contra el pecho la carpetita y el estuche.
Lo único claro en esta Argentina cada vez más parecida al desolado camino rural donde Vladimiro y Estragón esperaban a Godot en la obra de Becket, es que en la economía de Milei a “la mano invisible del mercado” la reemplazó la mano visible del titular del Tesoro norteamericano.
* El autor es politólogo y periodista.