Los enemigos viscerales del centro

El centro es el único espacio en el que la democracia se mantiene estable. En los polos, el sistema tambalea. Por eso la centroderecha y la centroizquierda son imprescindibles para la democracia liberal. Por eso todos los autoritarismos quieren "dinamitar el centro".

“La intolerancia, la estupidez y el fanatismo pueden contenerse por separado, pero cuando se juntan no hay esperanzas”, dijo Albert Camus, terminando de dar forma a lo que también mascullaron otras mentes esclarecedoras de la primera mitad del siglo 20. Una descripción que parece hecha observando los rasgos comunes en los liderazgos disruptivos de este tiempo.

En su libro La Sociedad Abierta y sus Enemigos, Karl Popper planteó la “paradoja de la tolerancia”. Es necesario “reclamar el derecho a no tolerar a los intolerantes”, explicó el filósofo austriaco antes de que Camus señalara la más desequilibrante de las conjuras contra el pluralismo y el sentido común demo-liberales.

Más tarde, John Rawls defendió la necesidad de tolerar incluso a los intolerantes, pero fijó un límite. Para el filósofo que escribió La Teoría de la Justicia, el límite que la tolerancia a la intolerancia no puede traspasar está en el punto en el que los intolerantes hacen peligrar la libertad y la justicia.

Décadas antes, Camus tuvo la visión que parece describir lo que hoy están viviendo muchos países, entre ellos Argentina. Para explicar el ascenso de líderes ultraconservadores que rozan lo impresentable, John Carlin incluyó entre las variables a tener en cuenta la posibilidad de que la masificación de tecnologías que reducen la necesidad de acumular conocimiento y ejercitar la mente para responder los interrogantes y resolver los problemas, esté pariendo generaciones menos inteligentes y menos cultas.

En esta realidad, la flacidez ante la intolerancia, el fanatismo, la estupidez y todo lo que, por su gravedad, no puede ser considerado cuestión de forma sino de fondo, crece hasta horadar los fundamentos de la cultura liberal.

En las raíces está la desesperación ante la muerte de la certeza y de lo predecible, que genera la cada vez más acelerada evolución tecnológica. Un proceso vertiginoso que hunde a las sociedades en la incertidumbre y el miedo.

En la segunda mitad del siglo 20, empezó a caer el respaldo a los políticos tradicionales. Ante su falta de respuestas a los miedos e incertidumbres que crecían junto con la aceleración del cambio tecnológico, las sociedades comenzaron a buscarlas fuera del sistema. Irrumpió así el “outsider”, que tuvo ejemplos como Silvio Berlusconi y Alberto Fujimori.

Cuando quedó claro que el outsider tampoco traía las repuestas que urgen en tiempos de incertidumbre, las sociedades recurrieron al anti-sistema, que por cierto tampoco pudo calmar las ansiedades actuales. Entonces apareció una utopía regresiva que culpó a la clase política, la intelectualidad y el periodismo, describiéndolos como elites encerradas en sí mismas y prometiendo el regreso a un pasado amable en el que el futuro resultaba predecible.

Este tipo de liderazgos fue incubado en las usinas del anti-globalismo. Para abrir paso al nacionalismo conservador de este tiempo, se trabajó en la conquista de la nueva plaza pública: las redes sociales.

Al revés de las plazas públicas reales, cuya esencia es democrática porque son espacios donde los diferentes se cruzan y se acercan, o sea donde hay una unidad en las diferencias, las redes sociales son una plaza pública que no acerca entre sí a los diferentes, sino todo lo contrario: les alimentan sus fobias hasta atomizar la sociedad en grupos que se repelen.

Esto ocurre porque el nacionalismo ultraconservador generó especialistas en alimentar las fobias de las personas de modo que se aglutinen en aldeas ensimismadas donde todos escuchan sólo aquello de lo que están convencidos. En ese ensimismamiento crece la intolerancia a los que viven, sienten y piensan diferente, convirtiendo a la plaza pública de este tiempo en el espacio donde las diferencias se agigantan causando grietas que supuran desprecio por “el otro”.

Allí es donde desaparece el adversario que actúa en la democracia liberal. Lo reemplaza el “enemigo” que necesitan las autocracias.

El centro es el único espacio en el que la democracia se mantiene estable. En los polos, el sistema tambalea. Por eso la centroderecha y la centroizquierda son imprescindibles para la democracia liberal. Esa es la razón por la que el ideólogo de la Alt Right, Steve Bannon, proclamó que “hay que dinamitar el centro”.

“Dinamitar el centro” es lo que hicieron desde Putin hasta Trump, pasando por Orban, Netanyahu y Bolsonaro, además de los italianos Gianroberto Cassaleggio, Bepe Grillo y Matteo Salvini, entre otros líderes corrosivos para la cultura pluralista.

Muchos atacaron a las elites con el término inaugurado por el diario italiano Corriere della Sera y utilizado por el izquierdista español Pablo Iglesias y luego por Javier Milei: la casta. Eso que Bannon y Trump llaman “Estado profundo”.

Esos líderes no surgen naturalmente. Son seleccionados y potenciados por usinas que le exacerban la insensibilidad social; el desprecio a las diversidades; el negacionismo del cambio climático; el recurso de la vulgaridad y el insulto; las expulsiones humillantes como castigo al perfil propio, y la híper-actividad aluvional en materia de cambios regresivos.

Muchos de ellos son archimillonarios, con Trump como claro ejemplo, o son, como Milei, de la clase media pero propugnan la entrega del poder político a los millonarios. De un modo o de otro, el nacionalismo ultraconservador apunta a reemplazar la democracia liberal, esencialmente globalista, por plutocracias enemigas del globalismo y de los organismos multilaterales.

Esos rasgos están en el catálogo de liderazgos contra-liberales producido en las usinas anti-globalistas. Los ideólogos rusos y europeos generaron partidos con el poder concentrado en líderes patológicos a partir de una lógica moldeada en las redes sociales. El molde donde se mezclan la intolerancia, el fanatismo y la estupidez, convirtiéndose en una avalancha incontenible.

Así se forjan las utopías regresivas que están reinventando el pasado para adueñarse del presente.

* El autor es politólogo y periodista.

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