Hay un consenso que vale la pena escribir con tinta indeleble: Argentina —y Mendoza en particular— necesita un shock de infraestructura. Cuando decimos “infraestructura”, hablamos de infraestructura vial y, por supuesto, de servicios. Pero esto no significa hablar de hormigón: es hablar de tiempo y hablar de dinero. Tiempo que se le devuelve a la gente para ir y volver del trabajo sin perder dos horas por día; tiempo que gana una pyme cuando su mercadería cruza sin demoras a Chile; tiempo que baja costos, abre mercados y vuelve más amable la vida cotidiana. Es decir, genera una economía más eficiente.
No es casual que los departamentos mejor valorados de Mendoza sean los que hicieron las obras antes.
Mirado en el espejo de los últimos 30 años, nuestra trayectoria es zigzagueante. No hubo una política de Estado sostenida para planificar, priorizar y ejecutar obras clave. Pasamos del “Estado presente en todo” al “Estado corrido de todo”, según el ciclo político de turno. El resultado es conocido: cuellos de botella, sobrecostos logísticos, inversiones que se demoran o que directamente se van a donde ya hay certezas. A lo que debemos sumar otras variables más como corrupción, sindicatos, entre otros.
El Anuario de Competitividad Mundial muestra qué dimensiones empujan a los países al podio: desempeño económico, eficiencia gubernamental, eficiencia empresarial e infraestructura. Suiza, Singapur, Hong Kong SAR, Dinamarca y Emiratos Árabes Unidos encabezan el ranking por razones que no sorprenden: reglas estables, trámites simples, logística a tiempo y energía confiable. Argentina subió cuatro lugares y hoy está en el puesto 62 entre 69, un avance modesto pero insuficiente. Hay que salir de la parte más baja de la tabla. Y para esto se necesitan reformas.
Las economías regionales dejaron de crecer de manera sostenida y quedó pendiente el salto que importa: pasar del rebote a un boom de inversión y productividad que genere competitividad sistémica, agregue valor a lo que producimos y cree empleo de mejor calidad y con mejores salarios.
Mendoza exhibe la foto de ese dilema. Las exportaciones provinciales acumulan doce años de caída, de acuerdo con IERAL. Durante el panel de Negocios e Impuestos que propuso AEM el viernes pasado, los empresarios destacaban que, cuando la red troncal de infraestructura (rutas, pasos, energía, conectividad digital, logística de última milla) es precaria o imprevisible, se encarece cada decisión.
El empresario Matías Díaz Telli señaló: “Creo que es erróneo pensar que la infraestructura que necesitamos como país es responsabilidad exclusiva de los privados o que, si no tiene un retorno medible en una planilla de Excel, no se tiene que hacer”. Y subrayó que hay un déficit en este sentido que afecta tanto a la comunidad en general como a los empresarios.
La falta de inversión en infraestructura se traduce en un severo déficit de competitividad, muy notable en la cadena logística. El empresario detalló los costos “demenciales” que enfrentan las industrias, como el sector vitivinícola, agravados por la superposición tributaria (IVA e Ingresos Brutos) en la adquisición de camiones.
Por eso, la discusión no es “más Estado” versus “más mercado”, sino mejor Estado y mejor sector privado, trabajando juntos. Da la sensación de que pocas agendas son tan aptas para ese acuerdo político-empresario como la de la infraestructura.
El capital no necesita discursos; necesita reglas claras. Si hay red troncal, energía confiable y tiempos predecibles, aparecen parques industriales, centros logísticos, vivienda bien ubicada y comercio de proximidad. Si no, la inversión migra a donde alguien ya lo resolvió, aunque sea a otro municipio. Las asociaciones público-privadas pueden ser una herramienta potentísima si el reparto de riesgos está bien hecho, si los pagos se realizan contra hitos verificables y si existen tableros abiertos para seguir el avance físico y financiero. No se trata de reemplazar al Estado, sino de apalancar su capacidad.
* La autora es periodista. sgonzá[email protected]