Un antiguo tópico ha reaparecido en el discurso público, adquiriendo nuevas inflexiones, nuevos denunciantes y naturalmente nuevos culpables de practicarla. Ese tópico es la crueldad, que es presentada como una práctica muy extendida en las derechas emergentes en varios países. En la Argentina de Milei la crueldad -es decir, su condena y su denuncia- se ha convertido en uno de los argumentos transversales del discurso opositor, esencialmente inspirado por la ideología progresista. Desde Schiaretti a Carrió, desde Grabois a Maxi Ferraro. Para el arco opositor, sus intelectuales y periodistas asociados, el gobierno practica explícitamente la crueldad.
Para empezar, hay que preguntarse por el concepto de crueldad. Podríamos definirlo como la acción por la que se inflige deliberadamente algún tipo de sufrimiento a una persona, a un grupo o a algún ser vivo. La crueldad puede ser física, psicológica, moral. Conforme avanza la civilización se descubren nuevas formas de crueldad, derivadas de la experiencia cada vez más compleja del sufrimiento. Ernest Jünger asoció el desarrollo de la psicología hacia finales del s. XIX con la investigación y el estudio de las diversas formas del dolor.
Asociamos usualmente los comportamientos crueles con el sufrimiento físico, con la tortura o el asesinato. Pero en la actualidad podemos listar una extensa serie de conductas que suponen formas no físicas (psicológicas, morales, sociales, discursivas) de crueldad: la afectividad tóxica, el comportamiento pasivo-agresivo, el gaslighting, la cultura de la cancelación, los discursos de odio, el bullying. Aunque la crueldad física parece ir haciéndose menos frecuente como práctica social, los confines del sufrimiento contemporáneo no hacen sino expandirse. Cada vez hay más cosas que nos hacen sufrir, y en consecuencia más formas de crueldad que padecemos o que denunciamos. En ese contexto, el concepto de crueldad se subjetiviza, pierde fuerza, se vuelve banal. El denunciado ejecutor de la crueldad se despersonaliza y tiende a convertirse en sistémico. En ocasiones se califica de cruel aquello que apenas disgusta.
La crueldad es una componente habitual de la política. Es frecuente que los gobiernos tomen decisiones que provocan sufrimiento a sus gobernados o a otros pueblos. Maquiavelo establece una preceptiva básica que sigue siendo completamente vigente, y que los buenos gobiernos (no los malos) siguen al pie de la letra. En primer lugar, no infligir sufrimiento si no es estrictamente necesario. Si se debe ser cruel, hay que hacerlo desde el principio y sin vacilaciones, con la mayor fuerza posible y por el menor tiempo posibles. Vademécum básico para cualquier política impopular: desde conflictos armados a aumentos de impuestos o ajustes del gasto público.
Veamos ahora si es posible observar la presencia de la crueldad en la política nacional. ¿Han sido crueles los gobiernos con su población? Podemos tomar como límite temporal el restablecimiento de la democracia, es decir, los últimos 42 años, lo cual es razonable, dado el supuesto de que un gobierno elegido por el pueblo será menos proclive a hacerlo sufrir ¿no?
La indagación no es sencilla, porque habría que determinar si los gobiernos infligieron sufrimiento deliberadamente, con o sin motivo. Para lo cual debería haber declaraciones explicitas en ese sentido, lo cual, como se entenderá, no es muy posible. Quizá podría encararse por el lado del sufrimiento, aunque ya vimos que es una experiencia extremadamente variable, que cambia de persona a persona y de sociedad a sociedad.
Lo más razonable es plantearlo en términos de las condiciones materiales y espirituales en las cuales es posible llevar una existencia libre de grandes penurias. Dicho de otro modo ¿qué puede ofrecer la política para aliviar o atenuar el sufrimiento? Asumimos que el restablecimiento del Estado de Derecho y las garantías individuales contribuyeron a la seguridad de las personas, sus libertades y sus bienes, que dejaron de estar amenazados por el aparato represivo del Estado. Lo mismo con la posibilidad de expresar libremente su opinión y sus preferencias políticas.
Ahora vayamos a las condiciones materiales. La economía argentina inicia un proceso de declinación irreversible -al menos hasta el momento- hace medio siglo. Durante ese período el PIB per cápita se mantuvo sin mayores variaciones, mientras que el de la región se duplicó. Su participación en el PIB regional (Sudamérica) cayó, desde 1960 a 2022, de un 37% (10 puntos por encima de Brasil) a 15,5% (35 puntos por debajo de Brasil).
En 1974 aproximadamente el fenómeno de la movilidad social ascendente, que había sido la característica de la sociología argentina desde la década del 30 se invierte, y empieza a crecer el porcentaje de pobres. La Argentina no produce la riqueza que podría producir, y por tanto distribuye cada vez peor la que genera. Una población cada vez más grande con una torta del mismo tamaño.
Con el restablecimiento de la democracia se sucedieron planes de estabilización económica: las medidas de ajuste del gasto público se alternaron con políticas expansivas insostenibles, impactando en una sociedad cada vez más pauperizada. El fenómeno recurrente de la devaluación de la moneda, que ha imperado en la vida de los argentinos durante más de medio siglo y ha servido para financiar un Estado cada vez más grande e ineficiente, es el causante de un enorme sufrimiento en las capas más bajas de la población. Sufrimiento que es relativizado por las élites políticas. Desde hace 15 años -es decir, durante más de un tercio del periodo democrático- la Argentina está técnicamente en recesión: no crece.
Por otra parte, los sistemas que podrían atenuar el sufrimiento derivado del derrumbe de la economía personal de millones de argentinos han ido declinando de forma paralela: educación, salud, seguridad, infraestructura, jubilaciones. En su lugar se advierte el aumento de políticas asistenciales, que incrementan la dependencia de cada vez mayores sectores de la población. Durante el gobierno anterior, la campaña electoral del candidato oficialista por poco desencadena un proceso hiperinflacionario potencialmente peor al de 1988-1989, en razón del deterioro del entramado social durante las últimas décadas.
Si de infligir sufrimiento a la población se trata, los gobiernos democráticos desde 1983 hasta la fecha no han escatimado esfuerzos. ¿Habría que calificarlos de crueles? Vamos a ver. Durante todo ese periodo, el argumento principal que ocupó la discusión pública fue precisamente el de la justicia social, el bienestar material de la población, la expansión de derechos sociales, la equidad. Cuando se habla de «la deuda pendiente de la democracia» se alude inequívocamente a esto. Y no es un argumento esgrimido por las fuerzas de la oposición radicalizada, sino el discurso oficial de los gobiernos sucesivos, en particular del peronismo, pero también del radicalismo y de fuerzas políticas como Cambiemos.
De manera que en forma paralela al empeoramiento de las condiciones materiales de vida de los argentinos imperaba un discurso inclusivo, de fuerte contenido social igualitario, que parecía enfocarse en la situación cada vez peor de la población. Si hubiera que calificar esa diferencia entre la evolución de la situación en materia económica y social, y los discursos que las inspiraban las políticas de Estado, no podemos menos que concluir que se trataba de la hipocresía constitutiva de la cultura política argentina.
Si además se destinaban ingentes recursos públicos para resolver estos problemas sociales a través del Estado, pero estos recursos no resolvían esos problemas, por razones que van desde la corrupción a la incompetencia, lo que se puede advertir es que se trataba de una forma de crueldad encubierta: discursos de justicia social, recursos destinados perdidos por ineficacia o venalidad, y una situación que no deja de empeorar.
Desde esta perspectiva ¿qué novedad vino a traer el gobierno de Milei a esta situación? Sencillamente sinceró la discusión pública dominada por los enternecedores ideales de la justicia social, la inclusión y la expansión de derechos. Por una vez en la historia argentina reciente se cuestionó seriamente la eficacia y la racionalidad del incremento del gasto público en materia social, educativa, sanitaria. Se atrevió a cuestionar, desde el poder, quién paga, cómo se gasta, con qué se evalúa el impacto. Atacó el corazón del discurso hipócrita del cual han sido partícipes y cultoras las fuerzas principales de la política nacional. En la Argentina, un puñado de conceptos y discursos, objetivamente nobles y fecundos -justicia social, derechos humanos, educación, inclusión, Estado- han sido completamente bastardeados, vaciados de contenido.
Es altamente probable que -en contra del actual discurso gubernamental- la situación social del país no se haya modificado sustancialmente y la pobreza siga más o menos como estaba en el gobierno anterior. También lo es que el actual gobierno esté incurriendo en formas específicas de hipocresía política, relacionadas con el libre mercado y la desregulación de la economía.
Pero resulta claro que -más allá de los acostumbrados exabruptos del presidente, no muy diferentes a los de Cristina o Alberto- este gobierno no es ni más ni menos cruel que los que le precedieron, aunque la clase política, los intelectuales y los periodistas se resientan particularmente del quiebre del discurso buenista, empático y social justiciero con el que se encuentran tan a gusto. El conflicto se observa claramente en la respuesta de Alejandro Katz, gran editor, discreto ensayista y efímero dirigente político, a la pregunta de Carlos Pagni:
- A un socialdemócrata ¿le molesta más Cristina Kirchner o Milei?
- Los dos. Los dos me molestan mucho, Yo escribí un libro para explicar por qué era crítico del kirchnerismo-no voy a gastar la misma energía por Milei, y espero además que su gobierno sea más breve- pero hay una diferencia importante. El kirchnerismo hizo mucho daño, pero era parte de nuestro sistema, de nuestra cultura política. Igual que Cambiemos era parte de nuestra cultura política. Quiere decir que la discusión podía ser si más Estado o menos Estado, más impuestos o menos impuestos, pero había algo que no se discutía: si provocar dolor estaba bien o estaba mal. La crueldad como valor era ajena a todos los presidentes anteriores desde la recuperación democrática. Nadie se atrevió a decir que estaba bien ser cruel. Y eso es una diferencia civilizadora, no política.
- Te molesta más Milei entonces.
- Me molesta más Milei porque introduce una diferencia civilizatoria.
La cultura política en la que se ubica Katz no es la de la justicia social, la empatía y la misericordia, sino la de la hipocresía sistémica, que hace aparecer como cruel (o cínico) a quien rompe la gruesa y dura capa del discurso hegemónico encubridor. De este modo, el principio civilizatorio al que se acoge Katz no es el rechazo de la crueldad como práctica social o política sino el principio -igualmente civilizatorio, aunque parasitario, de mucha menor valía- de la beatería y el fariseísmo. El discurso de denuncia de la crueldad es la versión intelectualizada de los llantos por motivos sociales en público de celebrities políticas o mediáticas: llámense Mirta Tundis, Romina Manguel, Andy Kuznetsoff, Eugenia Talerico o Lucio di Matteo. Performance de almitas buenas. Lágrimas de cocodrilo.
* El autor es profesor de filosofía política.