El voto obligatorio

Cuando Sáenz Peña promovió la reforma el debate sobre el carácter obligatorio y secreto del sufragio era un tema ya saldado en tanto permitía canalizar el ejercicio electoral no solo como derecho sino como obligación cívica.

La ciudadanía entera está convocada a votar en los comicios que hoy se celebran. Así lo establece la constitución nacional siguiendo la huella del régimen electoral inaugurado hace más de un siglo a instancias del impulso reformista del entonces presidente Roque Sáenz Peña, y de su ministro del interior, Indalecio Gómez.

A decir verdad no se trataba de un asunto original o exclusivamente argentino en tanto la cuestión electoral cruzaba el debate público en otras aldeas del mundo iberoamericano y europeo por la sencilla razón que los regímenes representativos liberales edificados bajo los principios de la soberanía popular, estaban siendo desafiados por dirigencias y partidos políticos rivales, y por las cada vez más amenazantes organizaciones obreras que en el extremo ideológico proponían poner término al estado liberal y al capitalismo. Tampoco se trataba de una agenda novedosa para los conspicuos reformistas que integraban el gabinete y ocupaban los escaños del magnífico Palacio Legislativo inaugurado en 1906. Años antes la reforma electoral había estado en la carpeta del presidente Julio A. Roca y de su lúcido ministro del interior, Joaquin V. González. En aquella oportunidad habían propuesto un sistema original que dividía al país en circunscripciones electorales con el fin de fortalecer la legitimidad del gobierno representativo y corregir sus desviaciones desprestigiadas por el voto venal, vicios y trampas electorales y la apatía de inmensas porciones ciudadanas en medio de una sociedad transformada por el aluvión de inmigrantes europeos en los principales centros urbanos y de las ciudades intermedias que habían crecido al calor del espectacular auge agroexportador. La división del partido gubernamental y la irrupción de agrupaciones partidarias refractarias del régimen o de la “oligarquía” enquistada en las estructuras del poder nacional y en las provincias, también incidieron en el giro reformista de 1902. En particular, ante el influjo creciente de la Unión Cívica Radical en varios distritos del inmenso país gracias a la tenacidad organizativa de Hipólito Yrigoyen, el sobrino de quien la había fundado en 1891, Leandro Alem, que había puesto fin a su vida dejando atónitos a sus partidarios, y del Partido Socialista que había hecho pie especialmente en las barriadas populares de la Ciudad de Buenos Aires y tenía como líderes indiscutidos a Juan B. Justo y Alfredo Palacios, quienes mantenían contactos fluidos con un ramillete de dirigentes políticos radicados en Mar del Plata, Rosario o Mendoza.

La nueva ley se puso en práctica en las elecciones legislativas y presidenciales de 1904 dejando a la vista varias novedades en relación a las reglas electorales vigentes desde el siglo anterior. Sin modificar el carácter universal del voto masculino prescripto desde muy temprano, eliminó la cláusula del voto secreto “por considerarlo poco prudente en un país cuya población tenía altos índices de analfabetismo”. En consecuencia, el voto sería público y cada elector debía votar por un solo Diputado, o en su caso por dos electores por la circunscripción en la que tenía fijado su domicilio. Aunque los comicios se celebraron sin sobresaltos, y Alfredo Palacios saltó al Congreso nacional con el voto de los socialistas de La Boca promoviendo las primeras leyes sociales en el país de la abundancia cruzado por la protesta de los anarquistas, el presidente Quintana dio marcha atrás con la reforma y restableció el régimen anterior en vista a que no había sido eficaz para integrar a la oposición al sistema político. La última revolución de los radicales de 1905 lo había puesto en evidencia porque si bien fue reprimida sin contratiempos por la fuerza militar, había dejado a la vista las inconsistencias del dispositivo electoral. Sobre todo, porque si bien había dejado intacta la universalidad del voto masculino, y extirpado a los municipios el control del padrón electoral, el hecho que el voto no solo fuera optativo sino público o “cantado”, dejaba sin resolver la injerencia de las maquinarias electorales oficiales en la producción vertical del sufragio, y obstruía el libre ejercicio de los derechos políticos ante la presión ejercida en las mesas electorales por los mandones o punteros de distritos.

De modo que cuando Sáenz Peña promovió la reforma el debate sobre el carácter obligatorio y secreto del sufragio era un tema ya saldado en tanto permitía canalizar el ejercicio electoral no solo como derecho sino como obligación cívica. Pero como ha sido subrayado más de una vez, el legado saenzpeñista no quedó allí, sino que incluyó mecanismos institucionales complementarios de enorme impacto para canalizar la representación de los partidos políticos que concurrieran a las urnas y garantizar la transparencia en los comicios. Ante todo, hizo foco en el padrón electoral que tendría como base el registro nominal de quienes habían cumplido con el servicio militar obligatorio; también dispuso que los cargos electivos serian repartidos proporcionalmente entre las listas de candidatos según coeficientes establecidos previamente; y, finalmente, depositó en la justicia electoral y en el personal militar la fiscalización y el control de los comicios.

Con la reforma política de 1912 se cerraba una etapa cargada de polémicas y se abría otra no menos incierta en tanto la aplicación de la ley Sáenz Peña no satisfizo las expectativas de quienes la habían promovido sobre todo cuando cayeron en la cuenta que la nueva legislación no jugó a favor del partido de gobierno, sino que coronó el éxito del principal partido de la oposición y de Hipolito Yrigoyen.

Aun así, el debate sobre el voto público o secreto y los argumentos sobre la conveniencia de limitar el ejercicio del sufragio sólo a los que sabían leer y escribir mantuvo vigencia en la Argentina de la “belle epoque”. En particular en la Mendoza de 1916 cuando en medio del proceso de reforma de la constitución provincial más de un convencional defendió la calificación del sufragio siguiendo la tónica del liberalismo doctrinario que había inspirado la constitución alberdiana de 1854, y el puñado de leyes que le sucedieron hasta fines del siglo XIX.

Un debate que iba a contrapelo de la legislación nacional y se hacía eco de las cavilaciones sobre el pueblo imaginado y del que en realidad concurría a las urnas para tramitar el “enigma” de la ecuación “un hombre, un voto” que había nacido con las revoluciones atlánticas, y que descansaba en la firme convicción del mejoramiento gradual de las costumbres y las instituciones republicanas. Así lo entendieron juristas, escritores públicos y dirigentes políticos de la galaxia liberal de casi todas partes sin avizorar la feroz tormenta que habría de caer sobre las democracias liberales en el breve y convulso siglo XX, tal como lo definió el gran historiador Eric Hobsbawn.

* La autora es historiadora del CONICET y la UNCuyo.

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