A pesar de que a Javier Milei se lo meritúa o se lo desvaloriza (según con qué cristal se lo mire) por las grandes diferencias que como personalidad, estilo, ideas y tantas otras cosas tiene con respecto al resto de la clase política, y en particular con todos los presidentes que lo antecedieron, es muy probable que la principal característica de sus primeros dos años al mando de la república argentina, sea la misma que tuvieron, tienen y nada indica que no seguirán teniendo, la inmensa mayoría de los dirigentes políticos del país: el ánimo, la voluntad, la pretensión, la utopía "refundacional", o mejor dicho, el delirio "refundacional". En efecto, cada uno que asume se cree diferente al resto y quiere empezar de cero, como si fuera el primero, despreciando, minimizando, olvidando, o lo que es peor, tratando de borrar todo lo que hicieron todos antes de él. Y no sólo lo malo, también lo bueno; en realidad, todo. Algo que es, fue y será absolutamente imposible, además de absolutamente negativo. El peor rasgo de la "argentinidad".
He aquí la madre de todos los errores políticos argentinos: el haber pretendido refundar de cero tantas veces el país, por lo que siempre cometemos los mismos errores, aunque estén disfrazados de las más distintas ideologías y estilos políticos. Significa, en términos concretos, la incapacidad de aprender del pasado.
Ese gran defecto nacional sea quizá la razón principal de la permanencia exitosa (exitosa por permanente, no porque haya mejorado la vida de la Argentina y/o de los argentinos) del peronismo, que en estos días cumplió sus primeros 80 años no sólo como fuerza política, sino como la fuerza política argentina hegemónica, tanto cuando está en el gobierno como cuando no lo está. El peronismo ha disfrazado el estigma de la refundación eterna, ejerciendo el gattopardismo más grande: cambiar siempre todo lo que haya que cambiar, para poder seguir siendo siempre el mismo y con los mismos de siempre. El malentendido más grave lo cometen quienes afirman: "Menem no es peronista", o "los Kirchner no son peronistas", o "Massa no es peronista". En realidad, todos lo son. El peronismo es el único partido (o movimiento como se gusta llamar) que ha hecho de la refundación permanente una virtud para sí mismo y, a la vez, el principal defecto para el país.
Javier Milei tampoco pudo cambiar ese mal argentino de que queriendo refundar todo, todo quede como está, pero siempre un poquito peor. Y su caso fue aún más extremo: se presentó como el hombre que venía a terminar, a acabar, a ponerle punto final, a borrar ¡los cien últimos años de la historia argentina!, a los cuales consideró un compendio de todos los fracasos históricos nacionales. Cuando es precisamente el no peronismo quien tiene la obligación (aunque sea por su mera sobrevivencia) de continuar lo mejor del pasado argentino y superar lo peor para constituirse en una alternativa, cuantitativa y cualitativamente, tan importante como el peronismo. Porque solo si logra tener la Argentina cuando menos dos opciones de poder alternativas igualmente competitivas en el tiempo, podrá avanzar hacia el futuro en vez de quedarse siempre detenida en un presente que no es más que un mal pasado reciclado.
Fue Raúl Alfonsín quien desde 1983 en adelante, intentó crear ese bipartidismo estructural, no entre peronismo versus antiperonismo, que es una diferenciación por lo negativo del otro, sino a partir de lo diferencial positivo de cada uno. Pero fracasó en 1989 y, otra vez, el peronismo volvió, con más audacia que nunca y que nadie a expresar las tendencias del presente, aunque con sus defectos de siempre. No venía a cambiar la historia sino a simular un cambio que sólo buscaba la sobrevivencia indefinida de lo que nunca dejó de ser. Cambiar todo para que nada cambie. Es por eso que, a pesar de haberse mantenido ininterrumpidamente nuestra democracia durante más de 40 años, salvo en la continuidad institucional (aunque con deterioros notables también allí) este sistema político que se supone es el mejor (o el menos malo) del mundo, a los argentinos no nos ha producido ninguna mejora en ninguno de nuestros índices de calidad de vida.
Sin embargo, cuando el radicalismo fracasó (si la caída de Alfonsín no fue suficiente, la de De la Rúa lo hizo desaparecer como partido nacional, sosteniéndose sólo con vida en los gobiernos locales), de a poco el viejo liberalismo que llevó al éxito a la Argentina de la segunda mitad del siglo XIX e inicios del XX pero que a partir de 1930 se convirtió por décadas en el soporte ideológico de casi todas las dictaduras militares, pudo comenzar un renacer en democracia que llevó al triunfo de "Cambiemos" en 2015 a través de una alianza hegemonizada por el PRO de Mauricio Macri, pero que supo incluir en un consenso virtuoso lo que quedaba del radicalismo y otras fuerzas republicanas no populistas. Esa alianza fue derrotada luego de cumplir sus cuatro años de gestión, pero a diferencia de las experiencias radicales, no cayó (o sea, no fue volteada por los destituyentes de siempre) antes de tiempo. Volvió el peronismo, sí, pero esta vez, quizá por primera vez, sin refundación camaleónica alguna que lo hiciera adaptarse simulada pero eficazmente a los aires de los nuevos tiempos como tan bien supo hacer antes siempre. Ahora lo que regresó fue una remake anticuada del ya envejecido kirchnerismo poniendo de presidente figurado a un pelele, experimento frankensteiniano de Cristina Kirchner que no podía sino fracasar estrepitosamente como lo hizo. Es por eso que Cambiemos (luego llamado Juntos por el Cambio) pudo ganar muy bien la elección legislativa intermedia durante el atroz gobierno fernandista, logrando sobrevivir -como no pudo hacerlo el radicalismo- en tanto alternativa con peso real al peronismo. Todo estaba preparado para que en 2023 esa coalició volviera al poder, pero una serie de situaciones hizo que, en vez del macrismo y sus aliados, triunfara otra alternativa no peronista: el mileismo.
Apareció entonces con Javier Milei una nueva oportunidad para cambiar la historia decadente de las últimas décadas argentinas: que el no peronismo se volviera, de una vez y para siempre, una opción electoral permanente tan importante y tan competitiva como alternativa al peronismo, lo que nunca hasta ahora pudo ocurrir desde el advenimiento de Juan Perón en 1945. Para eso, el primer paso (absolutamente sine qua non) era que el presidente Milei, quien ganó (siendo un partido nuevo y cuantitativamente insignificante) por una razón efímera, la bronca popular generalizada contra toda la política y los políticos (un sentimiento que, como todo sentimiento negativo, va y viene), asumiera su proyecto de gobierno con el apoyo de todo lo que quedaba del macrismo, del radicalismo y del resto de las fuerzas republicanas (sumando incluso a algunos peronistas no kirchneristas o no populistas que también intentaron aliarse con Macri pero no lo lograron). Y lo cierto es que nadie de todos ellos se negó a ayudarlo.
En otras palabras, Milei tuvo en sus manos la posibilidad de continuar -fortaleciéndola a niveles superlativos- una gran tradición histórica si era capaz de convertirse en el líder de todo lo que aún quedaba en el país que había polemizado contra el camaleonismo peronista, en vez de querer empezar él solo todo de nuevo. Actitud egocéntrica que, lamentablemente, estaba metida muy adentro en su temperamento, en su voluntad e incluso en su excéntrica ideología.
Durante el primer año, fueron tanto Macri como varios gobernadores radicales los que le propusieron que siga ese camino: el de que el mileismo fuera la continuidad reforzada de sus supuestos antecedentes históricos, sumándolos a todos. Propuesta que Milei más que aceptar, toleró, forzado por las circunstancias, vale decir por la ínfima minoría de su fuerza propia. Sin embargo, en el segundo año, como le fue bastante bien en el primero, cambió absolutamente de posición y todas las alianzas que construyó (o que más bien le construyeron a su pesar) las hizo volar por los aires. Mareado por sus propios aires de grandeza y ayudado para eso por el triunfo de Donald Trump como nuevo emperador del mundo, creyó que con esas dos cosas bastaban y sobraban para refundar de cero el país y quedárselo solito para él. O sea, lo mismo que intentaron casi todos antes que él. El portador de las grandes novedades históricas venía a repetir a su modo, las mismas cansinas rutinas que nos hicieron llegar al lugar dónde estamos, vale decir, a ninguna parte.
Por supuesto que, como a todos los que lo intentaron antes, le fue igual o peor de mal, tanto que, en vez de convertirse en el aliado estratégico del nuevo dueño del mundo, fue éste quien debió ofrecerle un pulmotor artificial para que llegara sin machucones incurables a estas elecciones de medio término.
Este domingo Javier Milei puede ganar o perder, le puede ir mejor o peor, pero -salvo un resultado absolutamente extremo para un lado o para el otro- lo importante no será el cómputo electoral sino el día después, vale decir, el lunes 27 de octubre. Cuando el presidente deberá optar entre seguir intentando refundar en soledad la Argentina, con lo cual indefectiblemente su destino será efímero, o, por el contrario, "volver a empezar" su gobierno, retornando todo lo que pueda y se pueda, las alianzas que (insistimos, a su pesar) supo tener durante su primer año y que en el segundo decidió destruir, cuando debió fortalecerlas de manera estructural.
En palabras figuradas, a fin de evitar el mal argentino de la refundación permanente, el presidente Milei debe aprovechar estas elecciones para recibir otra vez (ahora entregados por sí mismo a sí mismo) los símbolos del mando presidencial y volver a empezar lo que hizo en los inicios de su gestión, continuando la historia en vez de creerse su iniciador.
La Argentina es un país que no aprende de sus propios errores por lo que los repite siempre y que a la vez tampoco aprende de sus propios logros, por los cual no los continúa nunca. A Milei se le ofrece la oportunidad de acabar con ese gran estigma símbolo de nuestra decadencia. Hasta ahora no lo aprovechó, pero quizá aún pueda tener la oportunidad de aprovecharla. A partir de mañana sabremos si la oportunidad se mantiene. Y algo aún mucho más crucial, si en realidad está dispuesto a aprovecharla.
* El autor es sociólogo y periodista. [email protected]