El papel de las mujeres en las revoluciones de independencia hispanoamericanas constituye un capítulo atractivo para comprender las prácticas sociales, sensibilidades y emociones disparadas con la descomposición del imperio español, y la emergencia de comunidades políticas independientes en los territorios que habían integrado el Virreinato del Rio de la Plata. Se trata, como se sabe, de un proceso violento y creativo que puso en escena experiencias individuales y colectivas a raíz de la movilización y politización social que invadió aquel completo mundo como resultado de tensiones sociales acumuladas en vísperas de la inaudita abdicación de los Borbones, la entronización de José Bonaparte como rey de España e Indias y la decisión de las elites locales de tomar el destino en sus manos en respuesta a los agravios y la represión infligidos por la Corona y los funcionarios coloniales.
Un momento plagado de incertidumbres que desató pasiones a favor y en contra del autogobierno o independencia, y vigorizó el largo ciclo de las guerras de revolución en la craquelada geografía sudamericana. Un proceso complejo y rico en matices que develó conflictos no sólo entre los firmes partidarios de la causa por la América libre y los defensores de la monarquía española en medio de la errática política metropolitana, la caída de Napoleón y la restauración legitimista en el Viejo Continente que desató la furia contra los revolucionarios del sur. El antagonismo político atravesó muy especialmente a las elites o dirigencias enroladas en la carrera de la revolución vigorizado por el debate ideológico y las formas de gestionar el nuevo poder para fundar las bases constitucionales de las nuevas patrias erigidas en el fragor de la guerra sujetas todas al principio de la soberanía popular y el gobierno limitado.
La revolución como acontecimiento seminal de la genealogía de la nación en su estirpe francesa, y glorificada como punto de partida de un nuevo tiempo histórico que trastocó el lazo entre el tiempo presente, las representaciones del pasado compartido hasta su irrupción y los nuevos sentidos proyectados en la vida colectiva. La revolución que suele ser entendida como fenómeno singular pero que contiene en su interior otras revoluciones. Ante todo, la de los pueblos contra las autoridades sustitutas del rey cautivo por las garras del Mandón de Europa, pero que también enfrentó a las ciudades principales con las subalternas fracturando los canales de obediencia a niveles insospechados dejando como saldo la proliferación de soberanías territoriales y liderazgos fieles o rivales al gobierno erigido en las capitales de los antiguos virreinatos, gobernaciones o reinos. En otro plano, la revolución entendida como rebeldías étnico-sociales derivadas de la fractura o trastocamiento de las jerarquías preexistentes, y que disparó rebeliones, desobediencias y reclamos públicos o privados, amparados la mayoría de las veces tanto en las normas y tradiciones jurídicas indianas como en los preceptos liberales traducidos o rehechos por los letrados patriotas hispanoamericanos e interpretados de más de un modo por individuos y grupos sociales motorizados por deseos de justicia y libertad.
La revolución como fenómeno homogéneo y de su contracara, la contrarrevolución que desató la guerra contra los “insurgentes” americanos dictaminada por las autoridades metropolitanas, y que operó desde Lima mediante la enfática política de exterminio decretada por el virrey Abascal, cuyo éxito relativo esquilmó las economías locales, integró contingentes enormes de americanos en sus formaciones armadas y aceleró la configuración de identidades sociales refractarias de lo español, peninsular o europeo contribuyendo a tramitar el pasaje de lealtad y reverencia del Rey a la Patria. Un régimen emocional y práctico estimulado por liturgias públicas, odas, versos, piezas teatrales, manifiestos, proclamas y canciones patrióticas replicadas en plazas, cuarteles, escuelas, salones y desde el púlpito por los curas que defendían el “sagrado sistema de la libertad”. La intensidad y velocidad de ese pasaje semántico y político no sólo adquirió cuerpo en las celebraciones públicas realizadas en recuerdo de la “gloriosa revolución”, y el reguero de papeles impresos que justificaban la legitimidad del nuevo poder. También penetró en el ámbito doméstico, convirtió a las familias en usinas generadoras de rivalidades facciosas e interpeló, como no podía ser de otro modo, a las mujeres de diferente rango o condición social.
En resumidas cuentas, un momento político en el que las mujeres trastocaron el ideal del “bello y noble sexo” acuñado por los filósofos de la Ilustración que fuera refutado por Condorcet, Olympe de Gouges o Mme. Stael. Un modelo auspiciado en estas tierras por Manuel Belgrano en las páginas del Correo de Comercio (1810), entre otros tantos letrados y publicistas rioplatenses e hispanoamericanos, que les prometía un lugar en el programa civilizatorio mediante la educación como instancia de aprendizaje capital para salir de la miseria, mejorar las costumbres y desarrollar virtudes morales y cívicas en sus hijos e hijas. De aquel resquebrajamiento entre el ideal de mujer, el comportamiento esperado y el practicado en el tiempo de la revolución, daría cuenta un “catecismo político” que circuló en las provincias altoperuanas con posterioridad al triunfo de Ayacucho (1824) poniendo de relieve los riesgos que introducían las desobediencias femeninas para refundar el orden social y la vida pública corroídos por la Revolución. Entre otros tantos juicios de valor descalificadores de los roles femeninos, el catecismo puntualizó la necesaria exclusión de las mujeres de la política en los siguientes términos: “de la mujer que en lugar de ocuparse en la costura, la música i el canto, el baile o la lectura, se mete en los partidos i disputa en política ´por manía’”. Con ello, sus redactores no hacían otra cosa que admitir, como ya lo habían hecho en Buenos Aires en 1813 los editores de la Memoria sobre la necesidad de contener la demaciada y perjudicial licencia de las mugeres en el hablar, la manera en que el tembladeral revolucionario había desatado lenguajes y prácticas inaceptables en las mujeres de todas las clases sociales por lo que resultaba indispensable reconducir sus ideas y disciplinar sus conductas para fundar las bases constitucionales de las flamantes repúblicas.
* La autora es historiadora del CONICET.