El problema de la sucesión

En sistemas políticos dotados de estabilidad, el control de la sucesión constituye un indicador de salud institucional en cuanto facilita la transición. En cambio, es un problema grave en nuestras tierras ante el peso del personalismo en la cultura política.

En la Argentina el problema de la sucesión política es un asunto difícil de resolver. En general a ningún presidente o líder político le resulta indiferente porque si bien la constitución establece los mecanismos institucionales para la transferencia del poder de un individuo o gobierno a otro, el margen de incertidumbre que introduce la alternancia y la eventual pérdida de posiciones, hace que la selección del sucesor se convierta en un tema determinante que se suele dirimir por carriles formales o informales. Naturalmente, ahí afloran diferentes tipos de lazos que incluyen a los parientes y los amigos políticos, una categoría de viejo arraigo que marca la diferencia con amistades corrientes. En sistemas políticos dotados de estabilidad, el control de la sucesión constituye un indicador de salud institucional en cuanto facilita la transición; cuando el control de la sucesión está en problemas el sistema político cruje ante el faccionalismo desatado en el círculo gubernamental y en el de la oposición. El problema se agrava en nuestras tierras ante el peso del personalismo en la cultura política, un rasgo que atraviesa no sólo a los partidos políticos sino a organizaciones de la sociedad civil que incluyen sindicatos, cooperativas, uniones vecinales, entre tantos otros ejemplos.

En el escenario inmediato al triunfo popular de Milei en las elecciones intermedias del 26 de octubre, el problema de la sucesión ha desatado reproches y controversias en el principal partido de la oposición. Algunos sostienen que a la crisis discursiva y programática que afecta al peronismo en sus diferentes vertientes hay que sumar la puja por el liderazgo de un partido deshilachado entre el poder e influencia de CFK que la incitó a bailar en su balcón aún en la derrota, el que detenta el gobernador de Buenos Aires, Axel Kicilloff, y los ubicados en la franja del medio que aspiran a quedarse en la primera fila ante cualquier desenlace de la furiosa disputa. La crisis del PJ no queda circunscrita a la cúspide del partido fundado por el flamante presidente Perón desde el vértice del poder estatal. La escasa o nula renovación de la dirigencia de las agrupaciones partidarias de todo espectro ideológico padecen la misma dolencia. El tema se agrava cuando se reposa la lente en las eternizadas conducciones masculinas de los sindicatos en todas sus ramas: ahí hay menos novedades incluso que en los partidos en tanto el poder y las cajas quedan en manos de la familia y de los más fieles en una imagen próxima a escenas de una película de gánsters.

Cada pieza del tablero político abonó a su modo lo que Milei percibió con meridiana claridad para conquistar el voto popular sin partido, estructuras, ni territorios mediante introduciendo un giro significativo en el funcionamiento del sistema político: la “casta”, esto es, la metáfora con la que apuntó contra los responsables de la decadencia nacional, la inflación, el déficit fiscal, el estancamiento económico y los bolsones de pobres y trabajadores informales dejados a su paso. En varias provincias y municipios la cuestión de la sucesión suele resolverse con otros ropajes. Algunos apelan a su propia perpetuación después de haber reformado las constituciones que impedían reelecciones indefinidas; otros echan mano a sus propios parientes, esposas, hermanas, socios o entenados con la firme intención de preservar relaciones de poder construidas, privilegios, influencias y en última instancia para bloquear alternancias legítimas en la conducción de la maquinaria estatal, la principal proveedora de servicios o bienes públicos que permiten trabar lealtades con el electorado.

En sentido estricto, el problema de la sucesión vertebra la vida histórica argentina desde el siglo XIX. Allí figura desde luego el ejemplo del vacío de poder generado en Buenos Aires con la caída de Rosas en 1852 que dejó como saldo un país dividido y dos estados paralelos que se prolongó hasta 1862 cuando Mitre se alzó con la presidencia, pretendió pintar el país con el color de su partido y no consiguió volcar votos al candidato que prometía suceder su programa de gobierno. En su lugar, ganó Sarmiento quien puso su enorme voluntad a favor de la centralización del poder pero que dejó las manos libres a sus seguidores para apoyar a Avellaneda, un hombre curado en la administración del estado nacional desde temprano, nacido en Tucumán y socializado en Buenos Aires. Menos sencilla resultó la llegada de Roca al sillón de Rivadavia a raíz de la revolución liderada por el gobernador de Buenos Aires, aunque después de reprimirla puso manos a la obra para formar un partido con capacidad de coaligar a gobernadores, diputados y senadores provincianos, y operadores territoriales para reclutar aliados y asegurar la sucesión presidencial que recayó en su concuñado, Juárez Celman, quien aspiró a desplazar a su antecesor sin ninguna suerte, y terminó sus días refugiado en su estancia cordobesa.

La salida de la crisis de 1890 y el control de la sucesión demandó acuerdos entre gobierno y una porción de la oposición consiguiendo restablecer la estabilidad institucional en base a lo que Alberdi y otros publicistas habían subrayado: si la constitución establecía las reglas del traspaso del poder, no eran las elecciones las encargadas de seleccionar a los que mandan, sino que eran los mismos gobiernos los que producían la sucesión. Esa impronta sobrevivió hasta el triunfo electoral de Yrigoyen quien ungió a Alvear para sucederlo sin impedir la fractura del partido. Aun así, el líder radical venció a sus rivales en 1928 convirtiéndose en prototipo de la democracia plebiscitaria que sucumbió ante la coalición golpista integrada por radicales antipersonalistas en 1930. Los gobiernos de la restauración conservadora tampoco quedaron exentos de conflictos entre los aspirantes a liderar la galaxia liberal contribuyendo a su desprestigio y ocaso. Mayor dificultad atravesó el mundo peronista con la caída y exilio de su conductor entre 1955 y su retorno al país ante el violento faccionalismo desatado entre quienes pretendían convertirse en únicos herederos de su legado e intérpretes de su doctrina.

Con la recuperación democrática, la cuestión de la sucesión adquirió una nueva fisonomía ante el extendido consenso sobre las reglas que rigen la transferencia del poder. No obstante, la alternancia en la cúspide del poder gubernamental exhibió turbulencias que incluyeron traspasos de mandos anticipados, renuncias en medio de movilizaciones sociales y escándalos de corrupción, la inédita sucesión del matrimonio presidencial, la insólita cesión del mando de una hija a su madre reelecta y la negativa de la mandataria saliente a entregarle los atributos a su sucesor. Una saga preocupante de gestos y prácticas políticas que exhiben las debilidades de nuestra cultura institucional.

* La autora es historiadora del CONICET y la UN Cuyo.

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