Marcelo Gallardo, el pibe que jugaba de 9 retrasado

La personalidad del Muñeco es la materia prima con la que se construye el relato del libro “Gallardo Monumental” de Diego Borinsky.

Marcelo Gallardo, el pibe que jugaba de 9 retrasado
Marcelo Gallardo, el pibe que jugaba de 9 retrasado

Marcelo Daniel Gallardo nació el lunes 18 de enero de 1976 en Merlo, una jungla populosa de 245 mil habitantes en el oeste del conurbano bonaerense, el mismo día que en Santpedor (o Sampedor), un pueblito de 7 mil habitantes ubicado a 69 kilómetros de Barcelona, España, un niño llamado Josep Guardiola i Sala festejaba sus cinco años.

Fue el primer hijo de Máximo Gallardo -albañil, pintor, todoterreno- y de Ana María Maidana -empleada en geriátricos-; dos años después se sumaría a la familia Marta y cinco más tarde, Paola.

Aunque Máximo era de San Lorenzo, a los dos años el niño Marcelo ya tenía su uniforme completo rojo y blanco. “Toda la familia de mi vieja era de River, muy pero muy gallinas -me cuenta Marcelo, arrastrando con fuerza y mucho orgullo la ‘sh’ de ‘gashinas’(...)-, y mi abuelito Lolo, desde que empecé a caminar, me decía Fillol. O sea, yo no soy un tipo muy memorioso, más vale tengo memoria a corto plazo, pero hay algunas cosas que me llegan como imágenes muy claras, sobre todo de mi abuelo materno, Lolo, que murió cuando yo tenía 6 años.

(...) En Parque San Martín, el barrio de Merlo, donde alquilaba su casa la familia Gallardo, había muchas canchas de fútbol. Nada de complejos ni de espacios de césped sintético delimitados por alambrados; potrero hecho y derecho. Marcelo abría la puerta del hogar y tenía las canchas enfrente, pero no iba a jugar. Sí, a ver cómo jugaba su papá. Cuesta creerlo, pero el niño prefería remontar barriletes y entretenerse con las bolitas (...).

—Vivía enfrente de un potrero, sí, y además mi familia era muy futbolera. Los primeros regalos fueron pelotas y la ropa de River, pero influyó que una vez, con 6 años, mi primo me llevó a su club de baby a jugar un partido: me pegaron dos pelotazos en la cabeza, uno atrás del otro, no entendía nada, iba a contramano del juego, y me sacaron a los cinco minutos. Seguro que a mi primo le dio mucha vergüenza. Recién a los 9 ó 10 años, se me despertó la pasión por el fútbol y desde entonces no hice otra cosa que jugar a la pelota.

—¿Los pibes del potrero no te gritaban: “Maricón, dejá esos bariletes”?

—No, no, porque yo era muy peleador de chico y enfrente de casa había piñas cada dos por tres. Ahí te la aguantabas como podías. Esas vivencias me terminaron de forjar la personalidad.

Ya observaremos en otros testimonios que alimentan este libro, que Marcelito era rápido para desenfundar, no porque se creyera Mr. Músculo, sino más bien por todo lo contrario: dada su contextura, su fuerte fue siempre anticipar la jugada. En los campos de juego, para evitar los roces y preservar su físico frágil, y también para tomar decisiones fuera de ella. Y, por supuesto, luego ya como entrenador. Siempre anticipó la jugada.

“En mi casa no sobraba nada, me manejaba con lo justo -revive-. Alguna vez laburé y tuve mi sueldito para comprarme algo de pilcha y darme un gustito. El tiempo que más trabajé fue durante unos meses en una imprenta, donde un conocido le había dado laburo a mi viejo y yo lo acompañaba y hacía un poco de cadete”.

En el prólogo, Máximo detalla cómo su hijo un día hizo el click futbolero y se le apareció en el baby de Once Colegiales, donde él dirigía al equipo, para preguntarle si podía jugar. Allí arrancó todo. “Ojo, yo tampoco me bancaba que mi viejo me dijera algo, eh. Lo tuve de técnico en Once Colegiales y luego en Nahuel, y cuando me decía algo, lo miraba, y entonces entendió rápido la personalidad del hijo”, sonríe Marcelo (...).

Máximo también resalta que apenas su hijo comenzó a mover un poquito la pelota, no tardaron en lloverle sugerencias de pruebas en diferentes clubes. Uno de los que intentó sumarlo a sus filas fue Ramón Héctor Ponce, Mané Ponce, de Boca. El azar o alguna señal del más allá le tenía preparado un destino particularmente distinto.

Marcelo no sólo jugaba bien sino que además tenía un porte físico destacado para su edad. En las fotos que integran este libro se observa que era de los más altos en el equipo de baby y también apenas entró en las inferiores de River. El estirón lo pegó de chico; después, se nos quedó.

A pesar de las múltiples propuestas, los padres de Marcelo coincidieron en que su hijo debía terminar la primaria. Los tiempos se aceleraron un poquito, ya que en noviembre de 1988, cuando le faltaba un mes y medio para terminar el colegio, llegó la invitación que le cambiaría la vida para siempre.

“Lo de River se dio de una manera muy rara -retoma el hilo nuestro protagonista-, porque por una cuestión de cercanía no nos quedaba cómodo. A mi viejo le venían hablando desde varios clubes. No sólo Mané Ponce para Boca, también había alguna alternativa de ir a Ferro, porque Pontevedra nos quedaba más cerca de Merlo, y lo mismo con Vélez. River nunca estuvo arriba entre las posibilidades, pero un amigo de la familia, cuyo hijo jugaba conmigo en el baby de Nahuel, Oscar se llama, muy hincha de River, nos consiguió una prueba a varios de nosotros sin decir nada a las familias, a través de Pinino Mas, que en ese momento laburaba en la escuelita de fútbol de River. Así que un día se le aparece a mi viejo, le cuenta que nos consiguió la prueba en River a varios de nosotros, que pum que pam y allá fuimos, con varios chicos de Merlo”.

Marcelo no había pisado nunca River. “Conocí el Monumental y me volví loco, me volví loco -evoca, con nitidez, sobre aquel contacto bautismal-. Para mí, ehhhh, era como demasiado grande, entendés, vi una cosa enorme, gigante. Llegamos, dejamos el auto del amigo de mi viejo, entramos por la puerta de prensa, recorrimos los pasillos y fuimos hasta el vestuario de cadetes buscando el contacto, que era Pinino Mas, y de ahí nos trasladamos a la cancha auxiliar para hablar con Gabriel Rodríguez, que era el encargado de la prueba. Había un montón de pibes, no sé, cincuenta u ochenta, muchos. Ése fue el primer día que pisé River, tenía 12 años. Ver semejante gigante me impactó”.

Lo que ocurrió en aquella prueba ya ha sido relatado por Gallardo en numerosas ocasiones. (...) Aquel instante constituyó un vínculo que ha crecido hasta convertirse en lo que es hoy, un idilio intenso e inquebrantable, no podemos obviarlo. Además, nos muestra con claridad una arista primordial del carácter de Gallardo.

“Se armaron partidos de prueba con chicos del club y los nuevos iban entrando. Fue en una de las canchas auxiliares, al fondo, contra el paredón de la Lugones. Yo estaba sentado en una montañita de arena con mis amigos. A ellos los fueron llamando de a uno, pasaba el tiempo, pasaba el tiempo, y a mí nada. Se estaba haciendo de noche, los otros chicos que vinieron conmigo ya habían jugado, se habían bañado y estaban otra vez a mi lado. Mi viejo me hacía señas de que nos fuéramos, pero yo quería jugar. Al final me acerqué a Gabriel, que me pidió disculpas, y me hizo entrar en el equipo de los chicos del club. Y bueno, vos sabés cómo es esto, ¿no? Los pibes del club no te la pasan ni loco, cuidan su lugar, entonces me empecé a desesperar, porque quedaba poca luz, poco tiempo. Fui al lado de Gabriel y le pedí si me podía pasar al otro equipo, porque no me daban una.

No sé qué habrá pensado en ese momento, quizás dijo ‘¿De dónde salió este pibe?’ La cuestión es que empezó a decir que me la pasaran, jugué 15 minutos y al terminar el partido me dijo que volviera la semana siguiente, que me iban a fichar. La verdad, si no le decía nada a Gabriel y me iba sin probarme, no sé qué hubieraa pasado, si hubiera tenido ganas de ir a otro lugar. La desilusión de estar sentado tres horas era fuerte, pero las cosas se dieron así”.

(...) La versión brindada desde el otro lado del mostrador difiere en ciertos matices. Gabriel Rodríguez hoy tiene 55 años y ha regresado a River, su casa, con la actual gestión de Rodolfo D’Onofrio. Fue coordinador del fútbol infantil del club que adora entre 1981 y 1991, luego debió exiliarse en San Lorenzo entre 1992 y 2005 por un primer desencuentro con Passarella, entonces DT de la Primera (...).

“Yo no me olvidé de Marcelo aquella tarde -se defiende-, sino que lo dejé para lo último. Arrancaban primero los que menos jugaban. Ya tenía un informe de Marcelo, me habían hablado técnicos de baby de que jugaba bien al medio. Venía a probarse de 8, y yo lo quería poner de 9 retrasado”.

Diego Borinsky

Nació en Buenos Aires en 1967. Es licenciado en Ciencias Biológicas por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y periodista deportivo (Deportea, 1992).

Trabaja en la revista El Gráfico, donde acribilla a sus entrevistados en la sección 100 preguntas.

También publicó los libros: Así Jugamos (2014), y Almeida, alma y vida (2012).

Gallardo Monumental: Vida, pensamiento y método de un líder

Editorial Aguilar. 2015

Cómo es que Marcelo Gallardo, el único hombre en la historia de River que ganó títulos internacionales como jugador y también como entrenador, se convirtió en un líder que sorprendió por el buen juego del equipo que lo llevó a ganar un campeonato internacional tras 17 años (la Copa Sudamericana 2014, un título que nunca había conquistado) e inmediatamente uno que jamás había obtenido: la Recopa de 2015, entre otros hitos de su campaña.

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