París, Texas: una fotografía deslumbrante que nos reconcilia con el pasado

La película de Wim Wenders, que tuvo a Robby Müller como director de fotografía, iluminó la desazón con el sueño americano. Pocas veces se plasmaron tan orgánicamente en imágenes los sentimientos de seres rotos, perdidos y desolados.

París, Texas: una fotografía deslumbrante que nos reconcilia con el pasado
En el minimalismo narrativo de Wenders, las batallas pasan más por el terreno de los sentimientos personales

Cuando uno piensa en películas reconfortantes, es una de las primeras en asomar en la mente. “París, Texas” (1984), dirigida por Wim Wenders, no solo es una vigente mirada foránea sobre el sueño americano, sino también un poderoso retrato de una familia afectada por la pérdida, la soledad y, a posteriori, la redención. Y no sería la misma obra sin su preciosa composición visual, que pendula entre la belleza mundana y las luces de neón en pueblos y ciudades fantasmagóricas, cortesía de Robby Müller.

El maestro de fotografía holandés debutó, justamente, en el primer largometraje de Wenders, “Summer in the City” (1970). Desde entonces, forjó una relación casi simbiótica en varias de sus películas, incluyendo la estética de la recordada road movie “Alicia en las ciudades” (Alice in the Cities, 1974). Esta última, claramente, es el influjo temático del filme que hoy nos da cita.

El guion de “París, Texas” fue escrito por el dramaturgo ganador del premio Pulitzer Sam Shepard y por LM Kit Carson, quienes lograron un libreto sobrio, mejor apuntado por los silencios y la sutileza antes que la palabrería y la catarsis exacerbada.

La historia, por si en la sala queda algún olvidadizo, tiene como protagonista al recordado Harry Dean Stanton. Él interpreta a un hombre llamado Travis, que aparece sin motivo alguno en medio del desierto de Texas. No recuerda quién es ni por qué no puede dejar de caminar en la nada misma. Es su hermano Walt (Dean Stockwell) quien lo encuentra y, de a poco, le permite ir refrescando la memoria sobre su desaparición hace cuatro años, tras la que dejó a la deriva a su hijo Hunter (Hunter Carson) y a su esposa Jane (Nastassja Kinski).

“París, Texas” era fresca en su época, ya que estaba emplazada en las antípodas de la explotación de los arcades de moda y de las familias prósperas de la factoría Spielberg. Incluso hoy, el filme parece sacado directamente del Nuevo Hollywood de los 60 y 70. Y eso que hablamos de una coproducción franco-alemana que cuestiona las entrañas de la cultura norteamericana, tal como plantea su paradójico título.

Revisitar “París, Texas” la revela como una postal atemporal, sin fisuras ni pase de factura por parte de cierta crítica coyuntural. Gracias al minimalismo narrativo de Wenders, donde las batallas pasan más por el terreno de los sentimientos personales, cada espectador puede recomponer la alegría o la tristeza según el significado que le otorgue a la reconciliación de padre, madre e hijo.

El lenguaje visual de “París, Texas” es delicioso desde su concepción, debido al interés por la fotografía que Wenders tuvo desde joven, el cual también es característico de la experimentación que buscaron los referentes del Nuevo Cine Alemán.

Los colores (con predominio del verde, rojo, rosa y amarillo) expresan las sensaciones de los personajes, así como las reacciones psicológicas a los acontecimientos que se les presentan. De esta manera, Wenders y su director de fotografía Robby Müller logran una paleta natural pero no por eso menos deslumbrante. Lo mismo puede decirse de la cinematografía del holandés en “Vivir y morir en Los Ángeles” (To Live and Die in L.A., 1985), dirigida por William Friedkin.

En “París, Texas”, hay un juego de luces y sombras que alcanza un tono contradictorio -como la misma realidad- entre profunda belleza y abrumador vacío.

A medida que Travis recupera la lucidez, el filme acrecienta la saturación de los escenarios. Empieza en tonos cálidos (amarillo, anaranjado) con un desierto golpeado por el abrasante sol para pasar la señalización de neón de un hotel a la vera de la ruta que atrae a sus “presas” (rojo, verde).  Estos dos últimos colores serán de ahí en más protagonistas en cada cuadro, ya sea como fondo o como objeto fetiche a resaltar. Su punto máximo, por supuesto, se da en aquel inmortal gradiente de cálido a frío en el atardecer en Los Ángeles.

En cambio, Houston es mostrada como una metrópolis poderosa, moderna y ruidosa. Pero prácticamente vacía. Wenders va a los márgenes: no cae en el facilismo de cuestionar la alienación capitalista porque evidentemente está enamorado de cada rincón de EEUU. Solo que él quiere mostrarnos la verdadera cara del país: aquella que es sucia, incómoda, irresuelta...

Los espacios pequeños tampoco son descuidados por Müller. Hay una sensibilidad en el ojo capaz de manifestar lo que sucede con Travis y Jane una vez que se reencuentran, espejo mediante, en el peep show. La pareja ni siquiera puede mirarse a la cara. Vemos a Travis reflejado en la silueta de la madre de su hijo. Y también lo observamos de espaldas cuando le confiesa a Jane la verdad apiñada durante años. Que el clímax se dé rechazando la posibilidad de la imagen es otro hallazgo. Más teniendo en cuenta la falsedad que caracteriza al sitio donde se produce la revelación.

Ya en el cierre, Müller se despide de la estructura, dando a los personajes una nueva vida al derribar las barreras previamente establecidas.

El reencuentro de Jane con el pequeño Hunter arranca en un cuadro dividido por la cortina y la columna hasta que ambos, paulatinamente, rompen los límites que los separaban en un abrazo. Se eliminan las leyes duras y se revela el equilibrio.

No es necesario que Wenders explicite qué sucederá con cada personaje: nos deja a nosotros la tarea deliberada de continuar (o cerrar ahí, por qué no) la travesía. Ahora somos capaces de llenar el vacío.

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