Las mil y una: cómo Clarisa Navas construyó una de las películas imprescindibles del 2020

Tras lograr una veintena de premios en festivales, la cineasta correntina cuenta cómo trasladó sus experiencias a este filme, en el que se aleja de los retratos típicos del mainstream sobre la marginalidad, la sexualidad y la adolescencia.

Clarisa Navas, directora y guionista de "Las mil y una" (2020) - Gentileza
Clarisa Navas, directora y guionista de "Las mil y una" (2020) - Gentileza

Retratos rancios sobre la marginalidad abundan en el mainstream del cine nacional. Incluso, en las propuestas importadas directamente de Hollywood, que suelen tener mejor suerte en taquilla por presentar algún rostro conocido en pantalla, pese a problemáticas totalmente ajenas. No importa la latitud, es probable que la mayoría de estas películas caiga en estereotipos estéticos y lingüísticos sobre lo que pasa más allá de la comodidad de una clase social. Ni hablar si se suman temáticas como la sexualidad, el acceso a la salud y hasta el derecho a la alegría en medio de la desazón.

La directora y guionista correntina Clarisa Navas lo sabe perfectamente. Y en otra demostración de que la industria argentina tiene talento de sobra, su filme “Las mil y una” -disponible en Cine.ar Play- se posicionó como uno de los imprescindibles en el 2020, donde el cine ha sido el más castigado por la pandemia. Partiendo de sus vivencias, la realizadora entrega una obra sólida, fresca y potenciada por una labor de cámara que capta los miedos y los abismos de sus protagonistas.

Iris (Sofía Cabrera) es una adolescente de unos 17 años que pasa sus siestas de acá para allá en los rincones de un barrio humilde conocido como Las Mil, en Corrientes. Es una apasionada del básquet, pero no necesariamente experta en la interacción social. Su timidez, tanto física como emocional, es puesta en jaque al conocer a Renata (Ana Carolina García), una chica recién llegada a los monoblocks que atrae la mirada de todos los vecinos. La relación entre ambas y su grupo de amigos -una especie de resistencia queer- es el núcleo de un relato sobre la aceptación, el entendimiento y el goce frente al drama social arrastrado por varias generaciones.

Navas ya había reivindicado un universo similar en su ópera prima “Hoy partido a las tres” (2017), disponible también en Cine.ar Play, donde un equipo de mujeres participa de un torneo de fútbol barrial. Pero “Las mil y una” no solo refleja una madurez en su estilo de narrar con imágenes, sino también una preciosa sutileza que transpira la realidad, sin juzgar a los habitantes de turno.

La directora inaugura con un plano secuencia que sigue a Iris por el barrio, mientras irrumpen ruidos, gritos y ecos de la propia cotidianidad. Una experiencia que en pocos segundos inserta al espectador en ese universo, lejos de los insultos costumbristas. Y así se podría continuar con otros ejemplos de la sensibilidad de Navas: la escena de Iris (quien se define como un “ángel”) cruzándose con Renata en el colectivo o la relación entre dos hermanos que desafía la masculinidad convencional.

Esquivando los golpes bajos y monólogos cancheros, “Las mil y una” revela lo que, muchas veces, tanto la agenda de lo políticamente correcto como la estetización televisiva terminan romantizando.

Clarisa Navas dialogó con Los Andes sobre el cálido recibimiento de su segunda película. El filme cruzó el charco y se exhibió en Berlinale, Jeonju, San Sebastián y, semanas atrás, en las salas de Madrid. Pasó también por Lima y picó en punta entre las favoritas del último (y virtual) Festival de Mar del Plata. Veinte premios cosechados y cifras de visionado impensadas en streaming todavía sorprenden a la cineasta de 31 años.

- Más allá del barrio, “Las mil y una” habla de resistencia. Y sabemos que eso nunca es fácil, más todavía en las mujeres y en las disidencias. ¿Qué hay tuyo en la película?

- Hay muchísimas cosas de todo ese mundo que aparecen. Lo conozco muy de cerca porque está muy ligado a experiencias personales, con historias que viví en la adolescencia o que vivieron mis mejores amigos. Justamente, la ficción permite apartarse de la autobiografía y atravesarla de otros componentes. De ese modo se puede reflexionar de una manera mucho más global, si se quiere, sobre cuestiones que son personales, evitando el narcisismo.

- Un aspecto interesante es cómo mostrás el desconocimiento de los jóvenes sobre ciertas problemáticas. Lo mismo que la falta de oportunidades. Por ahí se escucha algo como “estos chetos, siempre con derecho a quejarse y tener salud”.

- La sexualidad está trabajada de ese modo, sin juzgarla ni estereotiparla, haciéndose eco de preguntas que las tuve yo, mis amigos y, a la vez, que están actualizadas al hoy. Muchos de esos interrogantes siguen sin tener respuesta. Ahora todo es más accesible en Google; sin embargo, la información no va de la mano del entendimiento.

Me tocó muy de cerca ver cómo conviven en Las Mil realidades muy paralelas. Hay cuerpos mucho más marcados, hay personas sobre las que se dice de su salud, como si los cuerpos estuvieran sanos siempre. Hay algo muy burgués vinculado al cuidado. Son pocas las personas que pueden darse ese privilegio de la salud.

- A veces parece que sonreír está mal visto. Y acá los personajes sí tienen derecho a la alegría. ¿Cómo hiciste para no caer en esos lugares repetidos y anticuados?

- Trato de esquivar las palabras o las definiciones para construir desde las sensaciones y los gestos. Está muy ligado a la visión del cine que tengo que yo. Porque muchas veces cuando hablamos, mentimos. Hay algo mucho más poderoso en otra forma de decir, que tiene que ver con las imágenes, con los sonidos, con estos climas que logra la película.

Es como una falacia o una mentira de la representación pensar que los sectores empobrecidos solamente estén tristes. Sufren todas las clases. Pero la alegría, las pequeñas cosas, son súper fuertes y potentes en el barrio. La película se arma de esos momentos de felicidad, donde el cuerpo se abre y de pronto se baila. El cine tiene una mirada de clase sobre otra más empobrecida y se escapan ciertas cuestiones. Siento que haber vivido siempre en el barrio me ha servido para tener otro tipo de mirada.

- Para tu búsqueda como directora y guionista, ¿qué tipo de cine te gusta ver?

- Hoy me interesa mucho un cine que cuestione o se interrogue sobre sus modos de hacer. No puedo mirar películas que me lleguen solo por sus imágenes o por su narrativa, sino que esas películas también tienen que tener un modo de hacer particular porque eso las constituye. Hoy busco cineastas que estén pensando desde sus márgenes, desde sus periferias. Me identifico mucho con el cine de José Luis Sepúlveda y Carolina Adriazola de Chile. En Brasil hay cineastas que me gusta mucho cómo están trabajando. Todos más ligados al campo del documental.

- ¿Qué es lo que más disfrutás de tu trabajo como realizadora? Porque las condiciones de la industria de Argentina te obligan a aprender y manejar varios roles a la vez.

- Es un trabajo de la paciencia. Empecé a filmar a los 19 años, con un documental sobre las comunidades indígenas del Sur, es decir, lugares que están al margen de cierta idea de nación. Yo a esta altura no pido tanto al cine. En lo de “tengo que vivir del cine” creo que hay lugares de frustración muy fuertes y que lógicamente te llevan a hacer un cine menos libre. Entonces yo elijo mantenerme al margen y armarme de paciencia en cada proyecto para que pueda trabajar con libertad.

- ¿Creés que a veces por cumplir la agenda de lo políticamente correcto se logran propuestas vacías y a las apuradas?

- La corrección política hace muy mal al cine y a los discursos que circulan. Hay un temor generalizado de no meter la pata en ciertos lugares y se nota mucho después. Los temas son tocados por personas que no los manejan, que no tienen idea. Ahora que leo muchos proyectos, de pronto hay un personaje trans solo para cumplir el cupo. O las cuestiones de género. Hay un equipo lleno de hombres que no vive ese mundo. Y se nota cuándo algo está especulando y cuándo algo es genuino.

A mí me pasaba lo de la segregación con las comunidades indígenas. Me afligía mucho. Hasta en un momento pensar: “¿qué hago yo que soy blanca y nunca pasé por estas problemáticas?”. Sí puedo ayudar, pero no erigirme como la voz para hablar.

- ¿Cómo imaginás el cine pospandemia? ¿Habrá chances de una mejor exhibición? Porque, de todos modos, en muchos complejos multipantallas solo seguían llegando los tanques en castellano cada jueves y nada más.

- Hay que ver si las salas chicas resisten tras un año cerradas. Las que van a sobrevivir son las grandes cadenas, que sabemos qué cine exhiben. La cosa se corta por el lado más débil. En ese sentido se resienten los recorridos que las películas argentinas e independientes. Y a su vez, los hábitos de las personas han variado. De todos modos ya era ultraconcentrado lo hegemónico de ciertos contenidos. Como que todo se va homogeneizando más. Es difícil proponer cosas diferentes, que se corran de ritmos estipulados. Ahora todo tiene que ser rápido.

- ¿Y el streaming?

- Hay como un régimen, una cosa sistemática ya de fundir una forma de visionado como es el cine. Y de pronto se virtualiza todo. Las plataformas tienen una gran degradación de contenido. Todo empieza a depender de que Netflix ponga dinero para el documental y que siga todas las reglas de Netflix. Son los microfascismos en que estamos, donde todo se vuelve muy unitario y peligroso.

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