Mis pasos se apresuran. El eco resuena largamente. No es una película de tantas, es una realidad de todas las noches. El eco se suma a otro eco. Mi nuca arde. Está detrás, detrás, cerca. Corro. El chicle explota en mi oreja, el brazo alrededor de mi pecho se anuda. Tironea mi cartera. No, no, grito. Un aliento a menta se mezcla con el jadeo y esa boca en mi cara me dice cosas que no entiendo, me escupe palabras, Ruhig, ruhig, bleibe doch hier, frau, schön frau [ii]. Y la mano me busca, me hurga, ese aliento ya no huele a mentol y tiro manotazos y creo que no es cierto, que sigo caminando, que ya llego. Un relámpago, un enceguecedor relámpago brilla en la oscuridad. Grito hasta quedar sin voz cuando ese brillo afilado penetra en mi cuello.
Hay luces que se encienden. Despierten, despierten, que necesito ayuda. Una mujer corre. Gritos, histeria, pasos que se alejan. Ein Mann! Ein großer Mann! Nein, niedrig, niedrig! Ein Dieb! [iii]No entiendo lo que dicen. No importa. Todo se nubla. Toco mi garganta y mi mano roja es el único color que percibo en la noche. Mi mano, ardiente amapola que nadie atina a tomar. En el suelo, con mi rostro contra el empedrado de la calle veo cómo los pétalos abermejados de mi sangre, se escurren solos y silenciosos, hilos carmesíes perdidos en la noche.
Mi abuela también fue un río de sangre que invadió la casa. Pero aquella sangre nos tocó a cada uno, nos colmó, nos rebasó, nos ahogó. Tuvo que llegar hasta nuestras bocas para que percibiéramos el sabor de la muerte. Se nos estaba escapando entre las manos el sentido de la vida y no lo sabíamos.
Alguien me ilumina, me alza, me coloca en una camilla, me atiende, me calma, me habla en un idioma que no entiendo y me hace señas de que no intente decir nada ni emitir sonido alguno, pues mi garganta está severamente lastimada.
Es paradójico. He venido a Mannheim a aprender el Deutsche y no puedo hablar.
El silencio. Siempre ha sido un amigo fiel. Aquí en el hospital no soy nadie. Nadie preguntará por mí. ¿Quién puede saber lo que me ocurrió? Hace cuatro días que he llegado. El ladrón debe haberse llevado con mi cartera, mi pasaporte, mi nombre, mi cepillo de dientes, la foto de mis hijos, una servilleta con un poema que escribí en el avión, una carta a medio terminar para Santos. Se ha llevado todo lo que soy. Solo queda de mí un número en una cama de un hospital que no sé dónde está.
El crecimiento de la ciencia ha deshumanizado al hombre. Han colapsado mis arterias, restañado la hemorragia, suturado las heridas y estoy atada a estos tubos que entran y salen por mis venas, por mi tráquea. Pero se han olvidado de mí. Nadie ha puesto una mano sobre mi cabeza. Nadie se ha dado cuenta de que me avergüenza tener los pies desnudos al aire. Nadie se ha percatado de que a veces, queman mis ojos ríos de tristeza. Nadie ha venido a quitarme el rímel que seguramente tengo corrido.
Y está bien. Se paga el precio. Nada es sagrado ya. Estamos solos en el cosmos. El trueno no es ya la voz de Dios. Los ríos no son espíritus, los árboles no son el principio vital de cada hombre. La montaña no es más la guarida de los demonios.
Mi madre, que ha venido, me acalla las penas. Me arropa de vez en cuando y se vuelve al rincón. Tampoco a ella la reconocen.
Son once hermanos que la malvada reina convirtiera en cisnes. Mamá, con traslúcidas manos me ayuda a tejer un manto de ortigas para que vuelvan a la realidad. Ella, que sabe del mal, me ayuda a vencerlo. Le pido que me enseñe a aplicar sabiduría, pero me dice que mi mundo es de hombres, no de cisnes.
Mamá no tiene rostro. Tiene la textura de aquella piel y aquel olor a lavanda. Esa lavanda con que yo la bañaba antes, en la otra casa, antes, a 13.000 km. de distancia, antes en otros relojes. No me gusta la lavanda, no quiero que me lave. Ella me sonríe sin que yo la vea y llega Don Juan. Vamos a caminar por un gran desierto que no había visto en Mannheim, ciudad tan industrial, tan de ladrillo y plástico, tan llena de computadoras y de máquinas expendedoras de bebidas, cigarrillos y profilácticos.
En el desierto el sol escande. Me quemo los pies entre las piedras y las plantas duras. Pero Don Juan me exige: debo caminar. Mi herida en la garganta me molesta, pero no necesito decírselo para que don Juan lo sepa. Me sienta junto a él, soñamos y me cuenta lo que soñó. No temerles a los demonios de nuestros sueños es un proceso de crecimiento, me dice. Reconocernos locos, inmorales, pecadores y por lo tanto necesitados de conversión es el punto de partida. El requisito fundamental es la honradez.
La enfermera me trae, creo, medicamentos en una bandeja. Entre las cosas hay un anillo con varios rubíes idéntico al que tuve que vender para pagar unas deudas. La alemana me lo pone en el dedo y el desamparo ya no es tan grande. No me siento tan sola: estoy atada a una cosa que me era muy querida. Desprenderme de ella me dolió mucho. También hay en la bandeja una flor, una bola de oro y una copa de un cristal muy bello. Le sonrío agradecida a la mujer. Bitte schön…[iv], me dice, y se va.
Pasan varios días me doy cuenta porque duermo y despierto. Me entretengo con mis sueños. Casi no sé cuándo duermo o cuándo la realidad me toca por momentos.
Me aburro. Llevo ya aquí 153 días. Un número de días emocionalmente transformador. Dicen los que saben que la tabla del 9 es particularmente extraña para los esotéricos. El 17 multiplicado por el 9 da 153, que es un número místico. Ciento cincuenta y tres es el número de peces que Simón Pedro sacó de las redes, razón por la cual Jesús le pidió que lo acompañara. Y el 17 es el número de mi cama.
La rosa blanca, ventana abierta hacia la eternidad, esplende. Mi madre teje un hilo invisible alrededor de mi cama y canta con la fina voz conque cantan los muertos.
La puerta se abre y Santos, mi querido muerto, entra con un ramo de violetas. Él sabe que me apasiona el olor de las violetas. Me hace una seña con ojos mansos y yo entiendo. Mi hermana, que extrañamente ha llegado con él, enjuga las lágrimas junto a mi madre, pero no la ve. Me da tristeza que no la vea: ella era la preferida. Mamá le corre un mechón de pelo de niña y apenas suspira.
El sol que no existía ha vuelto a salir, pero cierran las ventanas. En este país en que nadie habla conmigo, no me preocupa el silencio. El silencio cae con el mismo peso de la niebla, pero el ruido del chicle contra mi oreja, el húmedo calor de la boca del otro, ruhig, frau, schön frau [v]y el caliente brillo del cuchillo en mi cuello y mi garganta desgonzada que ya no grita y mi cara contra el adoquín de la calle y las cosas oscuras, el río, el hilo rojo de mi sangre entre las piedras, que se pierde se diluye, igual que se destiñe la tinta de esta lapicera, igual que se desvanecen las palabras de esta historia que jamás escribiré.
[i] Strassenbahn: Tranvía
[ii] Ruhig, ruhig, bleibe doch hier, frau, schön frau: Tranquila, tranquila, quédate aquí, mujer, mujer hermosa.
[iii] Ein Mann! Ein großer Mann! Nein, niedrig, niedrig! Ein Dieb!: ¡Un hombre! ¡Un gran hombre! ¡No, bajo, bajo! ¡Un ladrón!
[iv] Bitte schön: Por favor…
[v] … ruhig, frau, schön frau: … calma, mujer, mujer hermosa
Mercedes Fernández, periodista y escritora mendocina. Foto: Daniel Caballero / Los Andes
Mercedes Fernández, periodista y escritora mendocina. Foto: Daniel Caballero / Los Andes
La autora
Mercedes Fernández es narradora. Escribe cuentos, relatos, guiones de cine y TV y obras de teatro. La novela de su autoría Grietas en el paraíso recibió la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores de Buenos Aires en 2016. Es parte de la Trilogía de Toronto con La marca y Muerte en North Park. Estas tres obras están siendo traducidas al inglés y se encuentran en formato de e-book. Dicta talleres y seminarios sobre La Palabra, Arte Terapia, Cómo leer un libro y Guiones de Cine y TV.