Si de algo estaba orgulloso León Cifuente era de su inigualable crueldad. Bruto a fuerza de desprecio, se había ganado, alarido tras alarido, confesión tras confesión, el respeto de los de su ralea.
INÉDITO. En una situación extrema, cuando la crueldad no parece ser mayor, asoman confusos atisbos de afecto. Y eso puede ser una debilidad.
Si de algo estaba orgulloso León Cifuente era de su inigualable crueldad. Bruto a fuerza de desprecio, se había ganado, alarido tras alarido, confesión tras confesión, el respeto de los de su ralea.
Tosió gruesamente, mientras con el índice y el pulgar de su manaza roñosa aplastaba el pucho contra la mesa. No podía dejar de mirar a la chica. Cancerbero acostumbrado a la prepotencia, podría haber tomado todo lo que hubiera querido sin permiso ni culpas. Sin embargo, no lo hacía. Había encontrado algo desconocido para él —no podía precisar qué— en los ojos de Julia, ese día cuando la venda mugrienta se había aflojado un poco de las frágiles sienes y ella por fin lo había visto. León no encontró en esa mirada ni estupor ni espanto. ¿Era interés hacia él? Le había ajustado de nuevo el trapo negro con un nudo apretado. No estaba preparado para que esos ojos volviesen a escrutarlo.
—Tomá —perentorio, León le acercó un cacharro lleno de agua a la boca. Era para él una forma insospechada de bondad.
Julia bebió. Después se restregó los labios sobre el hombro, en la remera pringosa por el sudor y el colchón. Echada en el camastro inmundo donde desde hace ya no sabía cuántos días estaba amarrada, y que sólo dejaba para ir a la letrina contigua, escoltada por León. Excepto esa vez que se había hecho pis encima, como cuando era una niña y los monstruos infantiles se cernían sobre su cama. Sólo que en esta oportunidad aquello que la hundía en la indefensión eran los aullidos desahuciados de su padre —con quien compartía el encierro— acicateado por las descargas eléctricas estratégicamente aplicadas.
—Gracias— respondió Julia al hombrón; le agradeció por el agua y el gesto.
¿Gracias? ¿Te volviste loca, Julia?, pensó alarmado José María Labrador, al advertir cierta complacencia de su hija hacia el torturador. ¿Estocolmo?, se le contrajo el estómago al psiquiatra. Labrador no hubiera querido arriesgar tal diagnóstico. No, tratándose de Julita.
—De nada —las palabras de León sonaron increíbles. De ninguna manera la cortesía era parte del repertorio de esa bestia.
Por desquiciada que le pareciese la idea, el psiquiatra alcanzó a vislumbrar en la conducta del raptor la remota fisura para la oportunidad.
Labrador esperó a la próxima vez que el bravucón, a pedido de Julia, le desatara los tobillos, la llevara al baño y se quedara aguardando frente a la puerta destartalada.
—Conozco a Julita como a nadie. Usted no va a tener ninguna oportunidad con mi hija si no se muestra tal cual es —arriesgó el hombre en voz baja, como queriendo parecer cómplice del torturador y que Julia no lo oyera.
Su captor se extrañó ante el comentario.
—Soy psiquiatra —continuó convincente Labrador—. Sé que usted es de buen corazón, que las circunstancias de la vida lo orillaron a este trabajo —mintió con pasmosa parsimonia—. Julita es sensible, se da cuenta que no quiere en verdad dañarla. Si pudiera hacer algo para mostrarle que es tan humano como ella, que puede ponerse en el lugar del otro, sentir lo que yo, tendido sobre la parrilla recibiendo picana… —Labrador se interrumpió.
Maniatada y con los ojos vendados, la chica bajó a tientas el picaporte.
León Cifuente no respondió, pero de regreso del baño ya no volvió a amarrar a Julia. Además, sabía que estaba demasiado débil como para huir. ¿Podía tener alguna oportunidad con Julita? Ella lo había mirado… —recordó el torturador torturado por la rara sensación de evocar y evocar esa mirada, con la cabeza revuelta y las tripas descompuestas por el recurrente pensamiento. Sabía que le quedaba poco tiempo con ella. Mañana los otros vendrían por el viejo y la chica. Para llevarlos, como había sucedido con todos los infelices anteriores (excepto los que no habían resistido con vida la rudeza de sus métodos) al enorme edificio de Libertador y Jaramillo. El cuartucho rancio y desconchado de las afueras, donde nadie oía los lamentos que se filtraban por los muros, era sólo un lugar de ablande transitorio.
Magnánimo, esa tarde León también liberó las laceradas extremidades de Labrador. El viejo, quebrado y amedrentado por las descargas, no iba a intentar algo que desatara su furia. Más aún, Cifuente decidió no darle uso a su preciada colección de adminículos macabros, extensiones de sus propias garras. La maza de reventar dedos; la tenaza con la que tanto deleite arrancaba uñas; y su favorita, la picana, quedaron arrumbadas en un rincón.
Me miró, a mí, me miró… cavilaba exhausto.
Al salir, su propio bramido de bestia malherida le descerrajó la garganta. Se llevó la mano a la rodilla deshecha por el mazazo que Labrador acababa de asestarle al descubrirlo dormido.
—¡Julitaaaaa! —rugió León. —Y los vio huir, confundidos y a los tumbos, antes de desfallecer de dolor, de amor.
Verónica Oyanart es licenciada en Comunicación. Fue periodista y editora en Diario Uno y escribió durante años para diversas publicaciones. Eligió cambiar la vorágine de los medios por enseñar Yoga y Meditación a jóvenes con Síndrome de Down; y Comunicación en escuelas frente a las viñas. Lectora voraz y escritora por la diversión de jugar con palabras y universos, su producción literaria incluye relatos, además de obras para las infancias.