… llamaron a la puerta de la calle. Bajé a abrir confiado. (E. A. Poe)
INÉDITO. En este cuento del premiado autor mendocino, un veterinario con extraordinarias capacidades para con la vida de sus pacientes animales recibe un desesperado pedido.
… llamaron a la puerta de la calle. Bajé a abrir confiado. (E. A. Poe)
Ni bien pisé el consultorio con Latór abandonado entre mis brazos, Alan, el veterinario, rogó que me secara las lágrimas y, sin empeorar las cosas allí adentro, yo apurase a recostar en la camilla el cuerpo de mi mascota, floja como una bufanda negra y sin vida a esas alturas.
Había acudido yo a la puerta de Alan, el veterinario, sólo para mendigar un milagro. Subí las escaleras ansiando algo así como una resurrección para Latór. Rodaban exageraciones de boca en boca acerca de Alan en muchos barrios. Se atrevía la gente a jurar que el veterinario frente al Hospital de Niños era capaz de remediarlo todo. De veras, todo. Con la muerte incluida.
Se decía además que otros veterinarios, sobrepasados por los celos profesionales, venían frotándose las manos con sabor a revancha desde el día en que Alan había instalado su nuevo consultorio sobre la vereda opuesta al Hospital de Niños, porque el sitio terminaría siendo una moneda al aire en el destino de Alan.
Es que los episodios de sanación en su veterinaria superaban los dedos de ambas manos, y quienes enumeraban aquellos prodigios hacían del veterinario el retrato de un ángel infalible cuando la cosa ya no tenía arreglo para la capacidad de aquellos pobres veterinarios del montón, envenenados por su propia envidia.
Yo sólo podía dar testimonio de un caso único si se había tratado de la misma tortuga. Una, la que habíamos visto conducir hasta el consultorio de Alan a las corridas, sin cabeza, cercenada a cuchillo limpio durante las ásperas borracheras de un vecino al fondo del pasillo. Otra, la tortuga que regresó con ojos sorprendidos por el nuevo alumbramiento, abiertos a los lados de su lenta aunque erguida cabeza. Y allí había quedado sobre la tierra, como un trofeo que caminó entre los pies de nosotros, los vecinos azorados. Incluso Latór pudo inspeccionar aquella curación con su olfato poblado de bigotes. Debió ser la misma tortuga al fin, apostamos, porque en su caparazón conservaba las raras señales de siempre.
Alan, en su consultorio, estaba ya palpando sobre la camilla la mortaja lanuda que era Latór por entonces. Intentaba hallar un latido remoto, en fuga. Un último hilo posible de donde recuperar aquella vida que había emigrado. No lo conseguía. A un tiempo, yo vigilaba las maniobras del veterinario y la inmovilidad de Latór, tieso como una fotografía. Alan alargaba el estetoscopio y aplicaba a saltos su oreja metálica dando tanteos de bastón, lo mismo que un ciego. ¡No, esta vez no lo conseguirá! Estaba escrito en la unión de sus cejas arrugadas.
En mitad de lo nuestro, sonó abajo en la calle el estruendo. Comenzaron a batir la puerta del consultorio. A puñetazos. En mi urgencia, había cerrado al entrar. Repitieron los golpes, existía una emergencia, así lo entendimos a la vez. Alan evitó quitar sus ojos de Latór y me envió el gesto contundente de autorizarme a abrir.
Entró a la carrera un hombre. Alzaba un bebé envuelto a medias, desparramado sobre los brazos. Mudo el niño. Mudo y sin aliento el padre. Escaleras arriba, la madre avanzó por detrás. Iba tapándose el rostro, sus manos erizadas como púas. A través del hueco de la puerta miré, recortado en la mañana, el Hospital de Niños al otro lado de la calle. Era casi seguro que venían de allí mismo. En cada ventana que interrumpía la fachada desconté una zozobra en marcha. También subí al consultorio.
Sobre la camilla habían acostado al bebé, desnudo y ceroso. Habían desplazado a Latór. Yo no podía creerlo, porque mi gato paseaba la cola enarbolada, saludadora, de bicho doméstico por el consultorio. Me recibió con un maullido de tranquilidad mientras se frotaba a lo largo del escaso mobiliario. Coincidimos en sus ojos amarillos, otra vez húmedos. Sonreí después de horas sufriendo por su muerte.
“¡Cómo que no puede hacer nada!”, aulló en eso el padre del bebé. Cerró en gesto de pelea las manos, se descompuso su mirada, la boca echaba espuma. Atrapé el horror de verme envuelto en peleas de adultos, sobre todo cuando los adultos ignoran que hay testigos. “¡Usted hace milagros!”, gritó.
Temblamos cuando el padre encajó locamente una trompada en el armario de metal, que permaneció hundido. “¡No me mienta!”, volvió a gritar, a punto de perder las riendas de su cuerpo. “¡Haga algo, por Dios!”.
Alan balbuceó. Sólo excusas. Su disculpa antes de insinuar ninguna ayuda al bebé. Fue entonces su odiosa respuesta la que absorbió por lógica un duro golpe. De lleno dio el puño contra la negativa más canalla que jamás escucharían esos padres. Se repitió el puñetazo. Saltó la sangre justificada del veterinario, salpicó todo lo blanco alrededor. Lo que presenciábamos yo y Latór desde el rincón donde me escondí era merecido. Algo peor no podían atravesarlo esos padres, pero estaba sucediendo con ellos. No existía nadie en el mundo que resistiera la prueba de ese momento. Alan había podido con Latór, yo no me explicaba la pasividad de ahora.
Ocurrió luego el remate del enojo. El destrozo del consultorio. El veterinario, noqueado por el suelo. Los puntapiés se repitieron hasta abandonarlo astillado por dentro. Con su mejilla en el piso, sonó un susurró en la boca de Alan: “Apenas curo animales… sólo tengo poder en ellos… soy apenas esto”. Su confesión no resultaba falsa, acaso todavía más franca que un juramento, entendí. Pero el matrimonio no pudo escucharlo, no se quedaron a hacerlo, porque había escapado con su bultito en brazos. Supongo que definitivamente helado y con menos suerte que Latór.
Pablo Colombi (Mendoza, 1962) es Licenciado en Letras. Como narrador ha publicado los libros de cuentos Los labios de mi africana (Premio Fondo Nacional de las Artes, 1997), Todas las moscas del mundo (Premio Vendimia, 2005), Cuatro escenas de la Providencia (Premio Ciudad de Mendoza, 2007) y La guerra donde seremos soldados (Premio Vendimia, 2015). Colabora con la prestigiosa editorial Inca, de Mendoza.