El desierto. Ese inmenso espacio marrón. Capaz de hablar con sus pobladores contándoles cosas maravillosas, historias de terror, de aparecidos, de luces malas. Capaz de cambiar de fisonomía moviendo esas inmensas dunas de arena de un lado para el otro en cuestión de minutos nada más. Capaz de generosidad y de castigo. Capaz de moldear imágenes. Ese lugar parecía que todo lo podía sin pedir permiso y menos disculpas.
Patrocinia renegaba con las tareas que le tocaban por ser mujer. Había amasado la tarde anterior y el amasijo, ya leudado, sólo esperaba el calor de la leña para convertirse en pan. Los muchachos caldeaban el horno cuando ella escuchó el inconfundible sonido. Llegaba desde muy lejos porque la inmensidad y el silencio del desierto hacían posible la clara trasmisión y la mujer calculó que aún tenía unos cuarenta y cinco minutos para asearse, cambiarse de ropa y llegar hasta la sala de las consultas médicas. El lío con pan casero, unas tortas al rescoldo y un frasco de miel de palo, estaba hecho desde la tarde de ayer.
Desde el alero del rancho llamó al hijo mayor: Antolín, atame la yegua al coche.
Y Antolín, presuroso, buscó el bozal para traer al animal y aprestar el pedido de la madre.
Terminados los preparativos, la mujer salió al patio del rancho donde la esperaban Antolín y el carruaje. Subió ayudada por su hijo y no sin esfuerzo. Tenía apenas cincuenta y cinco años, pero con toda la vida hecha en esos yermos parajes, parecía de ochenta. Su cara estaba surcada por profundas arrugas, el pelo era casi blanco y las manos, duras, morenas y toscas denotaban la entrega involuntaria a los requerimientos del desierto.
Tomó las riendas y la yegua supo qué hacer. El paso sostenido y rápido del animal hacía que el coche no se bamboleara, el ocupante, entonces podía disfrutar del viaje sin inconvenientes. Cuando llegó a la sala el avión que traía al doctor ya estaba en la cabecera de la improvisada pista, abierta por los hombres de la zona, ganándole espacio al monte y las espinas.
Patrocinia dirigió a la yegua hacia la sombra de un frondoso algarrobo y bajó del sulky. No se molestó en atar ni manear. El animal no se movería de allí hasta que ella volviera para emprender el regreso. Ingresó a la sala y Guillermo, el enfermero, le dijo que debía esperar que el médico terminara con el enfermo que atendía en ese mismo momento.
La puerta del consultorio se abrió y Emiliano, enfundado en un blanco delantal, sonrió ante la presencia de la paciente.
—La estaba esperando, Patrocinia. Ya era hora de que viniera por estos lados. Su corazón necesita atención y cuidado.
La mujer ingresó a la sala y con ternura extendió sobre la mesa que hacía las veces de escritorio, el lío con el pan, la miel y las tortitas. Después buscó en sus bolsillos y sacó un pequeño envase que alguna vez contuvo los remedios que le recetaron para el corazón y lo ofreció a Emiliano. “Esto es para su mamá —dijo la mujer—. Dígale que cuando el reuma no le deje mover sus rodillas, abra el frasco, unte sus dedos en la grasa que contiene y se frote las doleduras. Es grasa de iguana, muy buena. Antiayer pillé dos iguanas hembras cerca de las casas y las cuerié y les saqué la grasa. Yo no necesito de esos remedios porque todavía soy joven para tener reuma, pero pensé en su mamá y por eso junté estas pocas de grasa para que ella alivie sus dolores”.
Emiliano tomó el pote y, emocionado, lo guardó con mucho cariño y cuidado en la mochila que llevaba consigo.
“Comencemos”, dijo el médico.
Una prolija y minuciosa revisación arrojó como resultado casi cantado, que el corazón de Patrocinia no estaba en la mejor condición.
—¿Cuándo vendrá conmigo al hospital para hacer esos estudios de los que hemos hablado tantas veces? Necesitamos saber más de su estado general. Si quiere podemos llevarla en el avión.
—A mí no me subirán a esa cosa. ¡No, señor!
—Podríamos hacer venir una ambulancia y llevarla por tierra.
—Yo le voy a avisar por radio —dijo la mujer
—No se demore.
Patrocinia se ordenó las ropas, recibió los remedios y las indicaciones de cómo debían ser administrados, saludó y presurosa se encaminó hacia el sulky. La yegua paró las orejas al verla venir y se dispuso a la partida. El médico ayudó a la querida paciente a subir al coche y una vez sentada, se retiró unos pasos para ver partir al carruaje con aquella mujer que tanto admiraba. Una digna hija del desierto, pensó. Generosa, altiva, respetuosa y sabedora de los tiempos del vivir.
La yegua quiso tomar el paso que acomodaba el andar de su dueña y sintió el suave tirón de las riendas que pedía un tranco lento y tranquilo.
El aire traía todos los olores del campo. A lo lejos se oía a la majada que caminaba el espacio en busca del alimento preferido. Patrocinia gozaba de todos aquellos placeres que entregaba el desierto.
La huella que la llevaba hasta la casa se retorcía en el arenal y en una de esas tantas vueltas apareció. Los ojos de la mujer atentos a cualquier variante del paisaje, muy pronto pudieron verla: había una pequeña flor amarilla que en medio de tanto marrón y tanto verde oscuro no podía ocultar su belleza. La retama, aquel arbusto achaparrado que siempre le pareció una rama reseca y sin vida, hoy ofrecía al desierto aquella magnífica creación.
Patrocinia detuvo el coche, bajó, y con vacilante andar, llegó hasta el arbusto. Primero se acercó a la flor y aspiró el embriagante perfume. Después, con las manos toscas y morenas, acarició los delicados pétalos de un amarillo intenso. Se retiró unos pasos y miró alrededor. No había ninguna otra señal. Sólo aquella diminuta flor amarilla.
De inmediato comprendió.
Aquel sería un año maravilloso. El río volvería a llenarse los brazos, los niños disfrutarían de esas esperadas aguas en los bañados bajos, los más grandes nadarían en las aguas profundas, la comida incluiría carpas, dientudos y bagres, el junquillo crecería para ser cortado en el invierno, las nutrias volverían a ofrecer el acostumbrado espectáculo de nado y estéticas piruetas, el agua traería la vida y, por algunos meses el desierto se convertiría en un oquedal cuyos árboles tocarían los cielos con las ramas más altas.
Patrocinia volvió al coche. Pero no pudo subir. Estaba sola. Sintió un pinchazo fuerte en el medio del pecho y lo último que vio fue aquella pequeña flor amarilla.
Aquel fue un año maravilloso. El río volvió a llenar sus brazos y los niños disfrutaron de sus aguas en los bañados bajos y los más grandes nadaron en las aguas profundas y la comida incluyó carpas, dientudos y bagres y el junquillo creció para ser cortado en invierno y las nutrias volvieron a ofrecer el acostumbrado espectáculo de nado y estéticas piruetas y el agua trajo la vida y por algunos meses el desierto se convirtió en un oquedal cuyos árboles tocaron los cielos con sus ramas más altas.
El autor
Luis María Da Souza, quien publicó este cuento en la antología Taller de la palabra (2023), dice de sí mismo: “Después de transitar varias redacciones (Los Andes, El Andino, Mendoza, La Nación, Somos, La Opinión) donde el escribir era la diaria opción de vivir, pensé en escribir para el espíritu. Y confieso que era todo un aprendizaje. Tal vez haya comenzado tarde, pero las cosas que he podido ofrecer a los lectores tienen una carga especial y llevan la conjunción de lo vivido y lo imaginado y entonces surge la historia. Tengo setenta y nueve años y soy mendocino. Casado, padre de cuatro hijos y varios nietos que disfruto a pleno”.