“La mía [mi infancia] es un paisaje de niebla, de donde surgen recuerdos aislados como árboles solitarios, de esos que parece que van a echarte las ramas encima y comerte”.
INÉDITO. En un jardín quedan las huellas de una habitación y, a través de ella, es imposible no volver a esos momentos en que la vida huía como las gotas de agua.
“La mía [mi infancia] es un paisaje de niebla, de donde surgen recuerdos aislados como árboles solitarios, de esos que parece que van a echarte las ramas encima y comerte”.
La idea es horrible, pensé.
—Me encanta —dije.
Estaba parada en el césped sobre la antigua habitación de las goteras. La habían demolido. Ese rectángulo de cuatro por cuatro era ahora un jardín que precedía al deck de la pileta. En el cantero de las azaleas había estado la cama ortopédica, en el medio del cuarto, que en general se hallaba a oscuras. Las palanganas se agrupaban en la esquina izquierda, donde el cielo raso, amarronado con siluetas fantasmales, filtraba el agua de lluvia desde la loza del techo. Yo era la encargada de vaciar esos cacharros. Al entrar sigilosa para que mamá no despertara, echaba un vistazo hacia la cama, donde las sondas y la sombra de la tardecita fustigaban y guarecían el cuerpo enfermo por igual.
—¿De verdad te gusta? —dijo Gonzalo.
—Sí —volví a mentir.
Yo hablaba siempre de aquella casa. El patio, los árboles frutales a los que había aprendido a trepar a los seis años y la biblioteca, que había sobrevivido desde los tiempos en que mi abuelo compró la propiedad, después de vender la quinta y un almacén. Habíamos vivido allí desde que tenía memoria y mi madre antes que yo. En mis tiempos ya era un caserón vetusto, erosionado por los años y las crisis económicas. De su antiguo esplendor sólo conservaba aquella habitación. Muchos de mis mejores recuerdos transcurrían en ese lugar soleado donde mi abuelo tenía el escritorio.
Mientras recorríamos el deck y apreciábamos la pileta, no podía olvidar aquellas idas y venidas con baldes y fuentones a la habitación de las goteras. Todo eso me recordaba a mamá.
En las reuniones, siempre era el centro de atención, como si un imán de alegría la poseyera y atrajera todo hacia ella. Pero en la cama, cuyo respaldo alzaba papá para aliviar el dolor de las escaras, aquel bultito flaco y con pañales no podía ser mamá. Yo pasaba entonces por los pies de la cama sin mirarla. Y ella, a veces, con un rumor que conservaba aquella dulzura de los modos y el timbre de la voz, decía: “Leti, vení”. Con aprensión y algo de asco, yo iba a la biblioteca y volvía con su libro favorito: la historia del beso que un oficial recibe, por error, de los labios de una chica cuyo vestido hace frufrú.
Me sentaba en la silla junto a la mesa de noche y leía con el ritmo de fondo que imponían las goteras. Pasábamos de largo la descripción de la fiesta, de los cañones y hasta las más amables de la belleza del salón de té. Íbamos en forma exclusiva a la parte de aquel beso clandestino. Una y otra vez. Una y otra vez. Ella sonreía y decía a veces: “nena, correme el sol” —y yo entonces apagaba la lámpara— o “poneme lo mojado” —y le traía agua buscando sentido a su afasia.
Nos quedábamos así, en la semipenumbra de barrotes que la persiana proyectaba sobre el piso de baldosa.
Papá trabajaba en el taller, en la huerta, hacía las compras y la comida. No entraba casi nunca al cuarto de mamá. Yo en cambio iba con el libro y las palabras, como las filtraciones del rincón, caían una a una, rítmicas y húmedas, mientras yo levantaba la vista para ver el montoncito maloliente en el colchón.
Mientras tanto, en los salones del siglo XIX, aquel soldado hervía de esperanza. Yo leía sin prestar atención a los cacharros, al agua, a la imagen a la vez temible e indefensa que provenía de la cama. “Eso no, eso no”, decía mamá cuando Chéjov describía los pertrechos de la infantería, el paso de los cañones, el atuendo de los soldados. “Beso”, decía, y yo volvía al salón oscuro de mi cuento donde una chica entraba furtiva a rozar la comisura de un enamorado que no estaba realmente allí. Entonces el soldado revivía de su abulia en una ensoñación que lo rescataba de su vida anodina de hombre tímido y melancólico.
Me iba después de bajar las persianas sin mirar atrás, incapaz de acercarme.
Pero un día, después de leerle el cuento, pasé por su cama y tuve un impulso. Me acerqué, le di agua, me obligué a mirarla mientras la bebía de una forma repulsiva y le di, como quizá ella quería, un beso sumiso en la mejilla. Entonces sus pupilas se hincharon de asombro y a su boca llegó, primero en una nube y luego con franca luz, una sonrisa.
—¿Estás contenta? —dijo Gonzalo.
Di media vuelta y lo miré. Sus ojos estaban anhelantes. Me había visto deambular por la casa, taciturna, y ahora pedía con aquella mirada una confirmación de sus buenas intenciones. Lo abracé, puse la cabeza en su hombro y lo besé despacio en la mejilla con otro beso que tampoco le estaba destinado. Y lo que entonces dije, se lo dije más que nada a ella, pero también aquella letanía, quizá, iba dirigida a Gonzalo.
—Te quiero —dije.
Y las sombras no se aclararon y las goteras no dejaron de sonar.
Nació en Mendoza, 1963. Poeta, narradora y directora de Ediciones Diotima. Dirigió en Mendoza el espacio de arte “Artaud” y trabajó como creativa publicitaria. Es coordinadora de comunicación del Centro PEN Argentina. Ha sido prejurado en el concurso de Cuento de la Fundación La Balandra, entre otros. Ha publicado tres libros de poesía entre España y Argentina y participó en varias antologías, entre ellas Cine de Papel (APIV, Valencia) e Italiani d’ Altrove (Milan, 2023). En 2021 publica el libro Clepsidras en la lluvia (poesía, Ediciones del Dock) y su novela Vaselina en Ediciones Simurg. Dejar la infancia (cuentos) se publicó en Ediciones del Erizo, Buenos Aires, 2023.