El sonido de la campana sube y baja como una alerta de lo que va a suceder.
INÉDITO. En un relato que integra el proyecto titulado La dotora (ficción histórica de la vida de Genoveva Villanueva), la autora nos cuenta una escena de humillación y dolor.
El sonido de la campana sube y baja como una alerta de lo que va a suceder.
Es mañana de domingo. Noviembre de 1842. El sol hace hervir los adoquines de la calle. Toda la ciudad concurre a misa. Un sacrilegio no hacerlo. Los soldados contabilizan a quienes van entrando, vigilando que porten el símbolo rojo punzó. El ruido de las botas de los hombres y de los tacones de las damas se une a los campanazos y a los murmullos.
Hace un año que ella ha regresado a Mendoza divorciada. Los murmullos sobre el hecho eran sólo eso.
La mujer entra apresurada a la iglesia de San Francisco. Son más de las once. El sacerdote ha iniciado la ceremonia. La mantilla de encaje no alcanza a cubrir los rulos del pelo suelto. Las damas usan rodetes, ella no. Una de las señoras la observa con espanto. Le hace señas desesperadas porque lo más trascendental no está ni en la ropa amarronada, ni en el cabello: la cinta roja. Es tarde. Los esbirros del comisario Montero hace rato que la vigilan para castigarla por algún motivo. Una unitaria rebelde no puede estar libre.
El ominoso mediodía estremece a los feligreses observando cómo ella es arrastrada por los gauchos federales con caras siniestras y sonrisas triunfantes. La mujer quiere hacer una inspección interna de lo que sucede. Es imposible de creer. Sólo ve hombres despiadados y felices con acciones brutales hacia ella.
Los talerazos caen en la espalda, caderas y cabeza entre injurias y risotadas. De un empujón la encajan en lo que parece una celda. Se convierte en estatua. La mente se nubla. No recuerda las horas pasadas en la cárcel desde que la sacaron a empujones de la iglesia.
El ultraje feroz, la tropelía cometida produce en el cerebro un vacío. Conectada al infierno dentro del calabozo indecoroso y pestilente. Las manos de aquellos burdos y sucios mazorqueros al mando del jefe Montero arrancan la ropa. La azotan y patean. Primero entra el comisario, brutal. Se saca el duro cinturón de cuero crudo, el pantalón cae, los latigazos también. Después entran los otros. Los carcajeos excitados de los mazorqueros se unen a los desgarradores quejidos de la mujer. Las plegarias son como ceniza en la boca, no sirven. Abusan una y otra vez.
En la mañana, satisfechos, le atan las manos. El más tosco de los mazorqueros trae un grueso palo untado con lacre caliente. Le pega la cinta roja en el pelo. El crespón es del color de la sangre. La cabeza de la mujer arde por la pasta hirviente que se derrite irremediablemente, provocando un dolor inconmensurable. Sofocada. Humillada. Arrastrada.
Las risas aviesas de los esbirros en el inicio de la deshonra pública no tienen respuesta de nadie. Algo misterioso acontece.
La mujer con la cabeza baja, mira sin ver sus senos bamboleantes mientras ella y la mula coja transitan la desierta calle.
Las ventanas y las puertas de la ciudad están herméticamente cerradas, los perros contenidos para que no ladren al paso de la mujer desnuda. Es la condenada a la afrenta cobarde por parte del comisario Montero por orden de Aldao, que hace rato espera torturarla. Ese escarnio repudiable es colosal.
Sólo una ventana abierta en la ciudad: la del gobernador, el fraile Aldao, el general Aldao. El más cruel de los caudillos federales.
Es el único que observa a la mujer: José Félix Esquivel y Aldao, el dominico, el militar, el líder del Partido Federal en Mendoza. Sonríe, no como monje, sino como un ser diabólico. Observa la desnudez maltrecha. Se excita. Sonrisa de hiena cruza el rostro. Lascivia. Mira a la víctima desnuda y sonríe. En el espasmo y la satisfacción de pasión enfermiza, cae una baba oscura y nauseabunda de la boca. El placer maligno es la venganza soñada por la rebeldía al poder de esa yuyera que el pueblo respeta.
Ella es un fantasma despojado por dentro y por fuera. Trata de traer las imágenes de cuando estaba en la orilla del mar chileno, en Concepción, sintiendo el estruendo de las olas estallando sobre las rocas. De pronto viene el recuerdo de aquella tormenta invencible del viento blanco y la premonición mental cuando recién casados cruzaron a Chile con el flamante esposo y dos baqueanos. Allí en los Andes presintió que algo monstruoso de la vida le sucedería.
Se desliza de la mula y cae al suelo. Las hermanas, que paso a paso van a su lado, la cubren para llevarla a casa. La tragedia no ha terminado. Una profunda depresión la aísla por días y días. La emoción de la vergüenza por haber provocado esa acción la hace sentir culpable y cree que será rechazada. Desea esconder ese fallo cometido. En esos días siente compasión por sí misma. Se critica y evita a la gente y a la familia.
La noche calurosa enciende un firmamento brillante, pero no lo ve porque continúa con las persianas bajas.
La soberbia, el orgullo otorgado por ser una familia ilustre, un padre militar que luchó con San Martín de nada sirven. Se derrumban quemando todos los sentimientos. Tener una posición de superioridad o privilegios frente a los demás ya es inútil.
De pronto se origina en la mente la transformación, el cambio interno donde nada dañino podría lastimarla hasta el fin de sus días. Por entonces se acercó más a Dios al creer que tal vez, solo tal vez, era un mandato superior. Estaba en el mundo para dar y lograr aquello que tenía sentido y significado.
Sube las persianas de junco y la luz del sol la ilumina con plenitud.
Lila Levinson es Locutora Nacional y periodista. Además, diplomada en Gestión Social y Cultural. Dicta cursos: de locución, radio y televisión y talleres de Oratoria, Comunicación y Problemas de entropía comunicacional. Conduce en radio Nihuil el programa Lila (domingos de 14 a 15.30) y en FloydTV tiene el streaming del mismo nombre. Ganó varios premios como escritora.